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– Pero seguro que el príncipe Kateb ha visto que eres un tesoro.

– Seguro -dijo ella en tono de broma-. Voy a dejaros las copias del plan de negocio para que lo leáis más despacio. Hablaremos dentro de un par de días para concretar los detalles.

– Sí. Estupendo.

Rasha la acompañó a la puerta. Al abrirla, Victoria vio al mismo niño del otro día en el jardín.

– Márchate Sa’id -le pidió Rasha-. No queremos que estés aquí.

Los ojos del niño se llenaron de lágrimas.

A Victoria le sorprendió que Rasha le hubiese hablado con tanta dureza.

– ¿Quién es?

– Nadie. Un niño del pueblo. Mi hermana tiene una amiga que hace ropa preciosa. ¿Podríamos vender su trabajo del mismo modo?

– Tal vez -contestó Victoria, observando cómo el niño desaparecía por la esquina-. ¿Dónde están sus padres? No debe de ser muy mayor.

– Su madre murió. Su padre… se marchó hace poco del pueblo.

– ¿No tiene familia?

Rasha se encogió de hombros.

– ¿Quién le da de comer? -quiso saber Victoria-. ¿Dónde duerme?

– Eso no debe preocuparte. Estará bien.

Rasha volvió a sacar el tema de la ropa y Victoria le prometió que lo pensaría, sobre todo para marcharse enseguida y buscar al niño.

¿Cómo era posible que Rasha fuese tan insensible con un niño? Siempre le había parecido una mujer cariñosa y amable, pero había tratado a Sa’id como a un gato callejero.

Victoria giró la misma esquina que el niño. Lo vio sentado en una puerta, limpiándose la cara. Estaba dando patadas al empedrado de la calle con los pies descalzos.

– ¿Sa’id? -lo llamó ella.

El niño levantó la vista y sonrió.

– Hola.

– Hola, soy Victoria.

– Tienes el pelo bonito.

– Recuerdo que te gustaba.

Estaba muy delgado y cubierto de polvo y mugre. Iba vestido con harapos. Ella no sabía mucho de niños. ¿Qué edad tendría? ¿Siete? ¿Nueve años?

Se agachó a su lado.

– Sa’id, ¿dónde vives?

El dejó de sonreír.

– Tengo que irme.

– No, por favor. ¿Tienes casa?

Los ojos del niño volvieron a llenarse de lágrimas.

– No.

– ¿Y no tienes familia?

– No -dijo él, limpiándose los ojos.

A Victoria, que sólo se había encontrado con gente amable en el pueblo, le extrañó que hubiese un niño solo en la calle.

– Debes de tener hambre -le dijo-. Es casi hora de comer. Yo tengo hambre. ¿Te gustaría venir conmigo a comer algo?

Sa’id abrió mucho los ojos.

– Vives en el Palacio de Invierno.

– Sí, ya lo sé.

– Yo no puedo entrar.

– ¿Por qué no? -Porque no puedo.

– Pero si yo vivo allí y tú vienes conmigo, tendrías que poder entrar, ¿no crees?

– Tal vez.

Victoria se incorporó y le tendió la mano.

– Claro que sí, porque lo digo yo y porque tengo el pelo bonito.

El niño sonrió.

– De acuerdo -y le dio la mano.

Victoria entró por la parte trasera del palacio. No quería causar problemas hasta que no supiese lo que estaba pasando, pero estaba decidida a dar de comer al niño.

Acababa de entrar en la cocina cuando se dio cuenta de que las cocineras hablaban en un idioma extraño acerca de manos sucias y lugar sagrado, así que llevó al niño a un cuarto de baño y los dos se lavaron las manos. Luego, fueron al comedor de servicio. Victoria lo sentó a una mesa y fue por comida.

Cuando volvió con la bandeja, una de las sirvientas se acercó a ella y le hizo una leve reverencia.

– Señorita Victoria, ¿ha traído usted a Sa’id a palacio? -la chica parecía asustada.

– Sí. ¿Hay algún problema?

La sirvienta debía de tener unos dieciocho años, era lista, guapa y sonriente, pero en esos momentos se mordía el labio inferior.

– No, por supuesto que no. Usted es la amante del príncipe. Conozco al niño. Su madre y la mía eran primas políticas. Me ha sorprendido verlo aquí.

– A mí me ha sorprendido verlo en la calle. ¿Sabes por qué vive allí?

La chica negó y bajó la cabeza.

Victoria pensó que le haría las preguntas a Yusra.

– ¿Puedes sentarte con él hasta que averigüe qué está pasando?

La chica sonrió.

– Con mucho gusto. Ya he terminado mi jornada. Puedo llevármelo a mi habitación.

Victoria observó cómo hablaba la muchacha con Sa’id. El niño asintió y se comió lo que le había llevado como si llevase días en ayunas.

No tardó en encontrar a Yusra, que estaba frente a un armario lleno de toallas y sábanas.

– El niño Sa’id -le dijo sin más-. ¿Lo conoces? Vive en la calle. Al parecer, no tiene familia.

Yusra dejó la toalla que tenía en la mano.

– Lo conozco. Su madre murió hace un tiempo. Su padre robó camellos y en vez de aceptar su castigo, huyó al desierto. El niño carga con la deshonra de su padre -volvió a mirar las toallas.

– Espera un minuto. ¿Qué quiere decir eso?

– Que el niño será castigado en ausencia de su padre.

– ¿Castigado, cómo?

– Ya no es uno de los nuestros.

Victoria la miró fijamente.

– ¿Lo abandonáis? ¿Tiene que arreglárselas solo? ¿Cuántos años tiene, nueve?

– Sí. Es la costumbre.

– Pues es horrible. ¿A nadie le importa que se muera de hambre?

– Debe ser castigado.

– ¡Pero si él no ha hecho nada malo!

Yusra suspiró.

– Hay cosas que no puedes entender. Son nuestras costumbres.

– Pues es una equivocación y no permitiré que ocurra.

– No podrás evitarlo.

– Ya verás cómo sí.

La reunión con el jefe de agricultura solía interesar a Kateb, no obstante, esa tarde sólo podía pensar en que Victoria estaba fuera, yendo y viniendo. La veía cada vez que pasaba por delante de la puerta abierta. No había mirado dentro, pero era evidente que lo estaba esperando, y que no estaba contenta.

Después de cinco minutos, Kateb detuvo la conversación y programó otra reunión para una semana más tarde. Cuando el hombre salió, Victoria lo miró y él le hizo un gesto para que entrase.

– ¿De qué era la reunión? -preguntó enseguida.

– De la cosecha de esta temporada.

– Estupendo. Porque hay gente que tiene que comer. Dime, ¿hay que estar en una lista para que te den comida?

Era evidente que estaba furiosa. Le brillaban los ojos y parecía tener ganas de lanzar algo.

A Kateb le sorprendió sentirse tan interesado por su malestar. Quería saber qué había pasado y, sobre todo, quería solucionar el problema.

Se levantó de la mesa y fue hacia ella. Tomó sus manos y la miró a los ojos.

– Cuéntame qué te pasa.

– No vas a creerlo -dijo ella, zafándose y empezando a andar de un lado a otro-. O tal vez sí. Yo no puedo creérmelo. Me gusta estar aquí. ¿Lo sabías? Creo que es un lugar precioso y que la gente es cariñosa y amable. Me encanta el palacio y La arquitectura y casi todo, pero esto es asqueroso.

– ¿A qué te refieres?

– Hay un niño, Sa’id. Al parecer, su madre ha muerto y su padre robó camellos. En vez de aceptar su castigo, el hombre ha huido, dejando a Sa’id solo. Debe de tener nueve años y vive en la calle. Nadie se ocupa de él, no le dan comida. Y estoy segura de que no va al colegio. ¿Dónde se supone que duerme por las noches? ¿Van a dejarlo morir de hambre?

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

– No lo entiendo. Me caía muy bien Rasha, pero lo ha tratado como si no valiese nada. Yusra me ha dicho que no es asunto mío, pero no puedo dejar que un niño sufra y muera, sobre todo, delante de mis ojos. Lo odio y odio a las personas que permiten que esto pase.

Una lágrima corrió por su mejilla, se la limpió con impaciencia.

– Te juro por Dios. Kateb, que si me dices que no es asunto mío, te mataré cuando estés dormido.