El la abrazó.
– No, no lo harás.
– Pues desearé hacerlo.
– No es lo mismo.
Ella lo miró, pero no sonrió.
– Hay un niño muriéndose de hambre en tu pueblo. Tienes que solucionarlo.
– No entiendes nuestras costumbres. Parecen duras…
Ella retrocedió.
– Son duras. Sí, el padre de Sa’id es un cretino, pero eso no es culpa del niño. No puede cambiar a su padre. No puede hacer nada para solucionar las cosas.
– Las normas son duras -repitió Kateb-, pero tienen una finalidad. Otros adultos ven sufrir al niño y saben que su comportamiento tiene consecuencias.
– No puedo creer que vayáis a dejarlo morir en la calle. ¿Qué pasará luego? ¿Quién se llevará su cuerpo? ¿O dejaréis que se lo coman los perros? -siguió llorando-. No puedo aceptarlo. No lo haré.
El volvió a abrazarla. Victoria se apoyó en él y lloró como si se le estuviese rompiendo el corazón.
– No puedes permitirlo -le susurró.
Él le acarició la espalda y murmuró su nombre.
«Tanto dolor por un niño al que casi no conoce», pensó. Victoria tenía una dulzura, una ternura que él no había conocido hasta entonces. Necesitaba ser protegida de la dureza del mundo. Y, al mismo tiempo, tenía una fuerza digna de admiración. Veía las cosas claras en ocasiones en los que los demás sólo ponían excusas.
Por fin dejó de llorar. El tomó su rostro y se lo limpió.
– ¿Dónde está ahora? -le preguntó.
– Con una de las sirvientas. Es una pariente lejana. Al menos, eso pienso.
– Haz que traigan al niño. Hablaré con él.
Victoria corrió a llamar por teléfono a la zona de servicio. En menos de diez minutos, el niño estaba allí acompañado de una joven.
– Príncipe Kateb -dijo la chica-. Este es Sa’id.
El niño se agachó. Parecía aterrado, pero no se movió del centro de la habitación.
– ¿Sabes quién soy? -le preguntó Kateb. Sa’id asintió.
– El príncipe. Y tal vez el nuevo líder, pero no estoy seguro. He oído hablar a la gente, aunque nadie quiere que me acerque.
Victoria dio un paso hacia él, pero Kateb la detuvo con una mirada.
– Me han dicho que estás viviendo en la calle.
– Mi madre murió y mi padre… -levantó la barbilla-. Mi padre es un hombre malo y un cobarde. Robó camellos y luego huyó -tragó saliva-. Ahora estoy solo. A veces es duro tener hambre, pero intento ser valiente.
Kateb se dio cuenta de que Victoria quería que hiciese algo, que se compadeciese de él a pesar de las tradiciones. Sabía que le rogaría por él, como había rogado por su padre. Miró a la sirvienta.
– Haremos un lugar para el niño, aquí en palacio -volvió a mirar al niño-. ¿Te asusta el trabajo duro?
– No, señor siempre ayudaba a mi padre. Soy fuerte y no como mucho -parecía esperanzado y resignado al mismo tiempo.
– Comerás todo lo que quieras -le dijo Kateb-. Necesito que me sirvan hombres fuertes y para eso, tienes que crecer. Así que comerás, dormirás bien y trabajarás. Cuando hayas terminado, jugarás, como todos los niños. ¿Lo has entendido?
Sa’id asintió y sonrió por primera vez desde que había entrado en la habitación.
La sirvienta se aclaró la garganta.
– Señor, ¿puedo responsabilizarme de Sa’id? Lo conozco de toda la vida. Es un buen chico y nos haremos compañía.
– Gracias -le dijo Kateb-. Hablaré con Yusra para que tengas tiempo libre para estar con él.
La chica tomó a Sa’id de la mano y lo sacó de la habitación. El niño se detuvo en la puerta para despedirse de Victoria con un ademán.
En cuanto se hubieron marchado, ésta fue hasta donde estaba Kateb.
– ¿Lo has convertido en un sirviente? ¿Tiene nueve años y va a tener que fregar suelos? ¿Qué hay de la escuela? ¿Qué hay de su educación?
– Deberías darme las gracias por haberlo sacado de la calle. Ahora tiene la protección del príncipe. Eso significa que estará a salvo.
– Y será un sirviente.
– Por ahora -dijo él con paciencia-. Hasta que me proclamen líder, el poder que tengo aquí es mínimo. En cuanto tenga el liderazgo, perdonaré a Sa’id y permitiré que vuelva a vivir como cualquier niño del pueblo.
– Ah -dijo ella más tranquila-. Eso no lo habías dicho.
– No me habías dado oportunidad. Enseguida me juzgas.
– No a ti -admitió-, pero sigo enfadada con Yusra y Rasha.
– Nuestras costumbres son diferentes.
Ella se puso en jarras.
– No quiero volver a oír eso. No hay excusa para lo que le había pasado a Sa’id.
– Yusra es tu amiga. ¿Y acaso ya no vas a apoyar el proyecto de Rasha?
– ¿Quieres decir que las estoy juzgando con demasiada dureza?
– Estoy diciendo que nuestras costumbres son diferentes. Los niños suelen ilustrar lo mejor y lo peor de nuestra cultura. La prueba es Sa’id.
– ¿Hay más niños como él?
– No, que yo sepa.
– Cuando seas líder, ¿cambiarás la ley para que no se vuelva a abandonar a ningún niño?
– Me pides demasiado.
– Tienes mucho que dar.
Kateb pensó que Cantara no le habría pedido aquello. Habría aceptado el destino de Sa’id. Victoria no era así. Ella luchaba hasta que conseguía cambiar lo que creía que estaba mal.
Las dos mujeres eran muy diferentes y a pesar de que siempre amaría a Cantara, ya no formaba parte de él. Sin darse cuenta, la había perdido, o el tiempo le había curado la herida.
Sintió pesar y, por extraño que fuese, también esperanza.
Victoria estaba completamente fuera de lugar con sus vaqueros, la camisa de seda, las ridículas botas de tacón y los pendientes largos. Parecía preparada para ir de compras en Nueva York o Los Ángeles. El pelo rubio y los ojos azules la diferenciaban. Y con su forma de ver el mundo y su actitud siempre encontraría injusticias donde los demás no veían nada fuera de lo normal.
– Sabes cómo agotar a un hombre -le dijo.
– Vete a echar una siesta.
– ¿No vas a enfadarte?
– No por algo así.
Kateb pensó que no quería nada para ella.
– Eres una mujer complicada.
– Gracias.
– No era un cumplido.
– ¿Estás intentando distraerme?
– No -suspiró-. Cuando sea líder, cambiaré la ley.
Victoria se acercó a él y le dio un beso. El la deseo al instante, a pesar de que había sido un beso casto.
– Sabía que lo harías -le dijo emocionada-. Gracias.
Volvió a besarlo y se marchó. El la observó y se quedó solo, en silencio.
Se sintió como si le acabasen de dar algo importante. Algo precioso, aunque no sabía el que. Sin querer, miró el calendario que tenía encima del escritorio. ¿Cuántos días faltarían para saber si iba a quedarse o no?
Había deseado sacarla de su vida, pero en ese momento se preguntó cómo serían las cosas si se quedaba.
Durante los siguientes días, aparte de ir a ver a Sa’id de vez en cuando, Victoria estuvo casi todo el tiempo en el harén. Seguía enfadada con las mujeres por haber permitido que el niño viviese en la calle.
Aunque le caían bien Rasha y Yusra, no podía considerarlas sus amigas después de aquello.
Al tercer día estaba cansada del harén, así que bajó a la cocina a comer. Por el camino, se encontró con Yusra. Las dos mujeres se miraron.
– Estás enfadada -le dijo Yusra.
– Sí.
– Me equivoqué -admitió Yusra suspirando-. He necesitado que alguien de fuera me recuerde quiénes somos, que valoramos la familia y la bondad.
Victoria tardó un segundo en darse cuenta de que ya no tenía que seguir estando enfadada.
– No sé qué decir -contestó-. Me alegro de que te hayas dado cuenta de que Sa’id es sólo un niño.
– Por supuesto. Es un niño maravilloso. He estado hablando con Rasha. En cuanto el príncipe sea líder, vamos a pedirle que cambie la ley. A Rasha le gustaría llevarse a Sa’id a su casa.