– No puede quererme a mí después de haber querido a alguien como ella. Somos demasiado diferentes. Yo no aporto nada a la relación. Kateb dijo que se casaría con la hija del jefe de alguna tribu.
– ¿Qué querías que te dijera? ¿Que no quiere volver a amar y a perder? ¿Qué hombre admitiría eso? Dile lo que sientes. ¿Qué es lo peor que podría pasar?
– Que me rechazase.
– ¿Eso es lo peor? ¿No sería peor pasar el resto de tu vida sin saberlo?
Kateb sabía que Victoria estaba enfadada, pero no tenía ni idea de por qué. Dos días más tarde, mientras iba de camino al harén, pensó que era una mujer muy complicada.
La había hecho llamar dos veces y no había acudido. Y a él nadie lo hacía esperar.
Entró en el harén, cerrando la puerta de un portazo.
– Victoria -gritó-, aparece ante mí ahora mismo.
– No soy un fantasma -respondió ella, también gritando-. No aparezco y desaparezco. Ahora estoy ocupada. Márchate.
Furioso, Kateb siguió el sonido de su voz. Deseó no haberlo hecho al encontrársela desnuda en la bañera del harén.
No podía retroceder, así que ignoraría sus pechos firmes y redondos y la curva de sus caderas. No se fijaría en sus largas piernas ni en cómo se había recogido el pelo. El era fuerte y poderoso. Era un jeque que gobernaba el desierto. Podía resistirse a una simple mujer.
– Te he mandado llamar dos veces.
Ella siguió debajo del agua, parecía incómoda y desafiante al mismo tiempo.
– Eso he oído.
– Soy el príncipe Kateb de El Deharia. Vendrás ante mí cuando te convoque.
– Me parece que no.
– Eres mi amante.
– Durante un par de días más, luego, me marcharé. ¿O es que vas a volver a cambiar las reglas? Porque no hay quien se fíe de tu palabra.
– ¿Cómo te atreves a hablarme así? -inquirió furioso.
Ella bostezó.
– Lo siento. ¿Cuál era la pregunta?
Kateb deseó agarrarla y sacudirla. Sacarla de la bañera y… y…
Sintió deseo. Un deseo más fuerte que la ira, y le molestó que Victoria tuviese tanto poder sobre él.
– No lo entiendo -dijo por fin-. ¿Por qué estás enfadada? Te he ofrecido mi ayuda.
– No recuerdo habértela pedido.
– Quiero asegurar tu futuro.
– ¿Buscándome marido?
– Sí, pero si no quieres, te daré dinero. Me ocuparé de ti.
– ¿Cuál es el sueldo por haber sido tu amante durante un mes? -le preguntó con ironía-. Me sorprende que no haya más mujeres deseosas de ocupar mi puesto, con lo bien que pagas.
El frunció el ceño.
– Ese sarcasmo es innecesario.
– A mí me lo parece. Ahora, por favor, márchate.
– No lo haré hasta que esto esté arreglado -tomó aire, uno de los dos tenía que actuar de forma racional, sería el-. Victoria, conozco tu pasado. No quiero que vuelvas a tener que preocuparte por el dinero. ¿Por qué te parece eso tan malo?
– ¿Por qué te preocupa tanto mi futuro? -preguntó ella, en tono casi normal.
– Porque te aprecio. Cuando te traje aquí, tenía otro concepto de ti, estaba equivocado. Deberías respetar eso.
Ella se incorporó. Sus pechos quedaron completamente al descubierto. Kateb la deseó aún más.
– ¿Quieres decir que no soy la zorra caza fortunas que habías imaginado? ¿Ya no quieres castigarme? ¿Ahora merezco tu atención?
– Sí. ¿Qué quieres? ¿Qué te haría feliz?
«Interesante pregunta», pensó Victoria con tristeza, preguntándose cómo se tomaría Kateb la verdad. ¿La escucharía? ¿O le rompería el corazón sin más?
Salió de la bañera y se tapó con una toalla, después se cruzó de brazos.
Yusra había tenido razón, era mejor ser rechazada que marcharse sin saber qué habría pasado.
– No quiero que me busques un marido -dijo muy despacio, mirándolo a los ojos-. No quiero tu dinero. No eres responsable de mí. Cuando me marche, estaré sola. Será lo mejor.
– ¿Qué quieres? -preguntó él con el ceño fruncido.
Victoria tomó aire.
– A ti. Quiero que esto sea real -miró a su alrededor-. No me interesa ser tu amante. Lo quiero todo, Kateb.
Estaba temblando. Intentó ocultarlo.
– Me he enamorado de ti. No pretendía hacerlo, pero ha ocurrido. No eres como había imaginado. Eres un buen tipo. Me gusta estar contigo. Me haces reír, incluso sin querer, y eso es estupendo. Quiero que estemos juntos. Quiero…
– Para -le ordenó él-. No me digas más.
– ¿Kateb?
– No -retrocedió-. No. Nuestro amor es imposible. No quiero tu amor. Nunca lo he querido. Ni el tuyo, ni el de nadie.
Ella tragó saliva.
– ¿Por qué tiene que ser algo malo? -preguntó, más dolida de lo que había imaginado.
– Porque nunca te querré ni querré a nadie. Nunca estaremos junios. Eres la última mujer con la que me casaría. Eso es todo.
Kateb salió del harén. Y ella esperó a estar sola para dejarse caer al suelo. Se hizo un ovillo y esperó a que las lágrimas invadiesen sus ojos.
Se dijo a sí misma que al menos lo sabía y podría vivir en paz. Algún día. Todavía no.
Capítulo 11
A Kateb no le interesaba la reunión que tenía con los ancianos antes de la ceremonia en la que se convertiría en líder, pero no podía librarse de ella. Aunque querían hablar con él de varios asuntos referentes al pueblo, todos tenían en mente otro distinto: casarlo.
Aunque la posición de líder no se heredaba, se daba por hecho que el líder tendría una mujer e hijos.
Kateb entendía la importancia del matrimonio y pretendía cumplir con la tradición. Lo que no le gustaba era tener que hablar del tema. En especial, en esos momentos.
Aunque llevaba dos días sin ver a Victoria, no había dejado de pensar en ella. No podía dejar de recordar sus palabras, que no lo dejaban dormir. Estaba furioso con ella y no sabía por qué.
Llegó a la puerta de la sala donde estaban reunidos los ancianos y el guardia lo anunció. Cuando fuese nombrado líder, ocuparía la cabecera de la mesa, pero por el momento debía quedarse de pie.
Zayd, el portavoz del grupo, lo saludó con la cabeza y se levantó.
– ¿Estás bien, príncipe Kateb? -le preguntó.
– Sí. Gracias. ¿Y ustedes?
– Estamos viejos -gruñó Zayd-. Cada vez más. Te hemos hecho venir para hablar de tu futuro y, por lo tanto, del nuestro. Tu política económica es agresiva. Tal vez demasiado.
– Las viejas costumbres todavía funcionan -dijo otro anciano-. ¿Crees que vas a cambiarlo todo en una semana? Las cosas no son así.
– Nuestras costumbres son el pilar de nuestro modo de vida y de nuestro éxito económico -respondió Kateb-. No deseo cambiarlo. Sólo deseo añadir fuerza a una economía que ya es potente.
Explicó por encima lo que tenía en mente. Los ancianos lo escucharon.
– Todo eso está muy bien -comentó un tercer anciano-. ¿Pero vas a casarte? Cantara era una flor del desierto, pero hace cinco años que se fue, Kateb. Ha llegado el momento de que vuelvas a casarte.
– Estoy de acuerdo -dijo él-. Estoy preparado para tomar esposa.
Los ancianos se miraron. Parecían sorprendidos con su respuesta.
– ¿Tienes alguna preferencia? -le preguntó Zayd-. ¿Has elegido a alguien?
El pensó en Victoria, que había resultado ser un inesperado tesoro.
Hasta hacía un par de días.
– A nadie -respondió con voz clara.
Zayd arqueó las cejas.
– Ya veo. Haremos traer a las candidatas apropiadas al pueblo.
– Elegiré entre ellas.
Varios ancianos susurraron algo. Uno de ellos se puso en pie.
– ¿Y Victoria? ¿Va a quedarse en el harén?
«Si no está embarazada, no», pensó él, todavía enfadado con ella sin saber porqué. No podía quedarse.
A no ser que estuviese embarazada. En ese caso, tendría que quedarse. Kateb ser preguntó cómo sería tenerla tan cerca. ¿Qué haría con ella?