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Olía a sol y a flores. Kateb la deseó, como le ocurría siempre. La besó en la cabeza antes de decir:

– No respetarías a un hombre así.

– Lo superaría.

– No, no lo harías.

Victoria levantó la cabeza y lo miró.

– Kateb, no puedes hacerlo.

– Debo. Y quiero hacerlo.

– Tal vez te gustaría hablar con Victoria a solas -intervino Zayd-. En otro lugar.

Ella miró al otro hombre.

– ¿Qué ocurre?

– Has violado la santidad de la cámara de los ancianos. Las mujeres no pueden entrar

Victoria puso los ojos en blanco y Kateb no.

– Ven -le dijo-. Hablaremos de esto en el harén.

Victoria accedió de buen grado. Quería estar a solas con Kateb. Una vez en el harén, se sentaron en los sofás y le pidió que se lo contase todo.

– ¿Por qué te han retado? ¿De quién se trata? Parece algo personal.

– Tienes razón. Es personal. Se llama Fuad y es el hijo del hombre al que maté.

Ella dio un grito ahogado. Clavó la mirada en la cicatriz de la cara.

– ¿Cuando fuiste secuestrado?

– Sí. Fue el padre de Fuad quien planeó secuestrarme. Cuando intente escapar, luchamos -se frotó la mejilla-. Estuvo a punto de ganarme, pero al final me impuse yo. El murió y los hombres que lo apoyaban, fueron encarcelados.

– Así que Fuad ha crecido odiando al mundo en general y a ti en particular. Y quiere vengarse.

– Es lo más probable.

– No puedes luchar contra él. Tiene algo que demostrar.

– No me gustará tener que vencerle. Fuad es sólo un muchacho, pero es la ley.

– Una ley estúpida. Cámbiala.

– Lo haré. Cuando sea líder.

– Lo que significa que antes tendrás que matar a Fuad.

«¿Pero y si no lo haces?», se preguntó Victoria sin poder evitarlo. «¿Y si te mata él a ti?»

– No te preocupes demasiado.

– Tiene que haber un modo de evitar esa lucha. Habla con el rey -le suplicó-. Cuéntaselo.

– El rey no interferirá en nuestras costumbres, ni tú tampoco -volvió a tocarse la mejilla-. No tengas miedo. Se me da bien el sable, y practicaré.

– Tienes dos días.

– Es tiempo suficiente.

¿Lo era? Fuad debía de haber estado practicando los últimos diez años.

Victoria sintió tanto miedo que le costó respirar. Quería decirle que no luchase, que fuese sensato, pero sabía que Kateb no la escucharía. Era un príncipe del desierto. No temía a la muerte.

Se acercó a él y lo besó. Necesitaba sentir sus labios, sus caricias. Necesitaba estar con él una última vez. Antes de la lucha. Antes de marcharse.

Él le devolvió el beso y luego se levantó y la llevó a su dormitorio.

Si vio las maletas abiertas en el suelo, no dijo nada. La dejó a un lado de la cama y volvió a besarla. Le acarició la espalda y las caderas antes de llevar las manos a sus pechos. La estaba acariciando con ternura, casi con cariño.

Enseguida se quitaron la ropa y cayeron juntos sobre la cama. Kateb metió la mano entre sus piernas, pero Victoria lo detuvo.

– Quiero que estés dentro de mí -susurró.

El se puso un preservativo y se arrodilló entre sus piernas. Victoria tomó su erección y la guió hasta su interior.

Ya estaba húmeda, sólo con pensar en hacer el amor con él. Aquel día, no le interesaba su propio placer, aunque también lo estuviese sintiendo. Quería que fuesen un solo cuerpo.

Sin aviso previo, Kateb se retiró, se tumbó de espaldas y la instó a colocarse encima de él para poder así jugar con sus pechos mientras hacían el amor. Victoria se movió encima de él hasta encontrar el ritmo perfecto.

No dejaron de mirarse a los ojos. Victoria sintió que estaba llegando al clímax y se movió con más rapidez y fuerza, hasta sentir las sacudidas de placer que invadían todo su cuerpo. El llegó al orgasmo en ese mismo momento y Victoria pensó que aquél había sido el momento más íntimo de su vida.

Cuando hubieron terminado, se tumbaron de lado, mirándose. Ella le acarició la cicatriz, tenía los ojos llenos de lágrimas.

– Te quiero-murmuró, luego le acarició los labios-. No digas nada. No espero nada de ti.

También había mucha emoción en los ojos de Kateb, pero ella sabía que no quería arriesgarse. Prefería estar solo a volver a perder a su amor. No obstante, jamás lo admitiría. En su lugar, fingiría no fiarse de ella.

– No estoy embarazada -le dijo Victoria-. Me va a venir el periodo en uno o dos días.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque estoy hinchada y tengo muchas ganas de comer chocolate. Lo sé. Pero quiero quedarme hasta después del reto, luego, me marcharé -a no ser que él le pidiese que se quedase.

Pero Kateb se puso en pie y se vistió. Luego, se marchó sin decir nada.

Victoria y Yusra llevaron el enorme y pesado libro hasta las puertas cerradas.

– Yo no puedo entrar -le dijo Yusra, nerviosa-. Es la cámara de los ancianos.

– Tienes que ayudarme a meter el libro, luego, si quieres, podrás marcharte.

– Está bien -Yusra miró a su alrededor-. Si los guardias nos ven…

– No harán nada. Soy la amante del príncipe y tú estás aquí conmigo. No pasará nada.

Victoria sujetó el libro con una sola mano y golpeó la puerta con la otra, tres veces.

Unos segundos más tarde, alguien abrió una puertecilla a la altura de los ojos.

– ¿Quién llama al consejo de ancianos?

– Victoria. Dígale a Zayd que se trata del reto. Tengo una solución al problema.

– Eres una mujer -respondió el hombre indignado.

– ¿De verdad? ¿Cómo lo sabe? Mire, este libro pesa mucho. Dígale a Zayd que estoy aquí.

La pequeña puerta se cerró y segundos más tardes se abría la grande. Dos guardias salieron y tomaron el libro de sus manos antes de volver a entrar.

– Supongo que deberíamos seguirlos -le dijo Victoria a Yusra.

– Tú primero.

Victoria alisó la parte delantera de su túnica. Había decidido ir vestida de manera conservadora, con una camisa tradicional de manga larga y pantalones anchos. Iba cubierta de los pies a la cabeza y no llevaba joyas llamativas. Esperaba que así los ancianos la tomasen en serio.

– Gracias por recibirme -dijo cuando llegó frente a la mesa en la que estaban sentados los ancianos-. Estoy aquí por el reto.

– ¿Cómo puedes ayudamos? -le preguntó Zayd.

– Ofreciéndome como sacrificio de Kateb.

Los hombres se miraron los unos a los otros antes de volver a mirarla a ella.

– Eso es imposible -contestó uno de ellos.

– No del todo. Mire, todos sabemos que es una venganza. El chico quiere ganar a toda costa, delante de muchas personas. ¿Y si hace trampas o algo así? ¿De verdad lo quieren tener de líder?, Kateb es el mejor para ocupar el puesto.

– Continúa -le pidió Zayd.

– Si Fuad intenta algo, Kateb podría quedar herido. Entonces, yo saltaría al ruedo en su lugar. Así Kateb se salvaría y todos volveríamos a casa.

– Pero la lucha es a muerte -señaló Zayd.

Victoria no quería pensar demasiado en aquello.

– Bueno, todo el mundo volvería a casa, menos yo -aquélla no era su parte favorita.

– Eres una mujer.

Yusra indicó a los guardias que acercasen el pesado libro.

– La persona que se sacrifique no tiene por qué ser un hombre -dijo Victoria-. No pueden oponerse. Es mi elección.

– ¿Sabes utilizar un sable? -preguntó uno de los ancianos.

– No, ni siquiera voy a intentarlo.

Su plan era sencillo. Sólo tenía la esperanza de que Fuad fuese rápido y certero.

– No voy a saltar al ruedo a vencerlo -añadió-, sino a morir.

– Kateb jamás lo permitirá -le advirtió Zayd.

– No tiene por que saberlo. Yo sólo saltaré al ruedo si lo hieren. En ese caso, no se dará cuenta. Y nadie se lo dirá.