– Cállate -le dijo Fuad-. Deja de hablar.
– ¿Vas a matarme? El gran Fuad ha matado a una mujer. Eso te llenará de orgullo.
Victoria notó mucha actividad detrás de ella, pero no se atrevió a mirar. Sólo esperó que estuviesen salvando a Kateb.
Fuad le hizo un corte en el brazo con la espada. Ella retrocedió, sintió más dolor del que había esperado y la sangre salió a borbotones de su piel.
– Quieres luchar conmigo -gritó Fuad-. Lucha. Toma la espada.
– Debes de estar de broma. ¿Sabes cuánto pesa? Hazlo sin más. No voy a moverme. Supongo que lo más rápido es el corazón. No me hagas sufrir.
– No voy a matar a una mujer desarmada.
– ¿Por qué no? Has envenenado a Kateb. ¿Qué diferencia hay?
El bajó la espada.
– ¿Por qué haces esto? Es un trabajo de hombres.
– Porque lo amo demasiado para verlo morir. Es mi mundo. Es el único hombre al que he amado.
– No puedo matar a una mujer
– ¿Por qué no? -se acercó a él-. Siento lo de tu padre. Yo perdí a mi madre y lo pasé muy mal Mi padre es un perdedor. Mi madre lo quería y yo no entendía por qué. Ahora lo entiendo. Kateb no es perfecto, pero es un buen hombre. Intenta hacer las cosas bien. Será un buen líder. Estoy segura, pero sigo sintiendo lo de tu padre.
Fuad se puso a temblar. El sable se le cayó de la mano y él se arrodilló en la arena.
– Nadie me había dicho nunca eso -susurró. Y se puso a llorar-. Piedad -murmuró.
El guarda condujo a Fuad fuera del ruedo y Victoria corrió a la cámara de los ancianos. Encontró a Kateb tendido en una improvisada cama. Estaba pálido, pero respiraba.
– ¿Está bien? -le preguntó al médico que estaba arrodillado a su lado.
– Se recuperará. Estará bien dentro de un par de horas.-Gracias a Dios -dijo ella entre dientes. Se arrodilló y lo besó.
Kateb abrió los ojos.
– ¿Por qué tienes sangre en el brazo?
– No es nada.
El frunció el ceño.
– No lo recuerdo todo, pero he oído algo de un sacrificio. ¿Eras tú? -preguntó. Victoria asintió.
– ¿Quién ha permitido esto? -rugió Kateb-. ¿Quién ha aceptado a una mujer como sacrificio?
– Eh -dijo ella, empujándolo del pecho-. En ningún lugar pone que no pueda ser una mujer lo he comprobado.
– No sabes leer la lengua antigua.
– Pero me han ayudado. Y no estás muerto. Ni yo. Y Fuad ha pedido misericordia. Todo ha salido bien.
– Tiene que descansar -dijo el médico-. Debe dormir unas horas.
Apartaron a Victoria de Kateb. Ella deseaba quedarse a su lado, pero, de repente, ya no sabía cuál era su lugar en todo aquello. Había dicho que se marcharía después de la lucha. Kateb estaba bien, ¿debía marcharse?
Pero, de pronto, no le parecía tan fácil hacerlo. No se imaginaba la vida sin él. Quería más. Quería un milagro.
– Qué muchacho tan idiota -comentó Yusra poco después, lavando la herida de Victoria.
– Ha pedido piedad -dijo ésta.
– Sí, pero ha intentado matar a Kateb con veneno, así que ahora será condenado a morir de la misma forma, antes de que se ponga el sol.
Todavía aturdido, Kateb se dirigió al salón principal del palacio. Tenía muchas cosas que hacer y no podía quedarse descansando.
Conocía la ley y sabía lo que le ocurriría a Fuad. Le parecía ridículo, innecesario.
Había hecho llamar a Victoria, pero no la habían encontrado.
Debía de haberse marchado, tal y como le había dicho. El la había dejado marchar.
Llegó frente a Zayd y se arrodilló. Entonces se dio cuenta de que tenía que salvar a Fuad, si lo hacía, sería merecedor de Victoria.
Hizo que llevasen al chico ante él. Parecía muy joven y asustado.
Kateb esperó a que la habitación estuviese en silencio para hablar. Leyó los cargos y la sentencia. Fuad debía morir envenenado.
– ¿Alguien quiere hablar en nombre del chico? -preguntó Kateb.
Sólo hacía falta una persona. Alguien que no fuese miembro de su familia, ni de la de Kateb. Alguien que dijese que merecía la pena salvar al chico.
– Yo hablaré por él -dijo una voz.
Kateb vio a Victoria avanzar hacia él.
No se había marchado. Se sintió aliviado y deseó ir hacia ella. Seguía allí y alguien le había dicho cómo salvar a Fuad.
– ¿Entiendes cuál es la responsabilidad de lo que estás haciendo? -le preguntó Kateb a Victoria.
– Sí. Tengo un plan. He llamado al palacio de Bahania y he hablado con uno de los príncipes. Le darán trabajo en los establos. He oído que se le dan bien los caballos. Allí se ocuparán de él. Podrá empezar de cero.
– ¿Por qué lo haces? -le preguntó Kateb-. Ni siquiera conoces al chico.
– Porque me da pena. Perdió a su padre cuando era pequeño y se quedó solo. Vas a tener que cambiar eso.
– Sí, tendré que hacer algo.
– Bien. No creo que Fuad sea malo. Creo que está enfadado. No es lo mismo. Quiero darle una oportunidad.
– ¿Es ése el único motivo?
– No. También sé que tú no quieres que muera. Lo hago por ti.
A su alrededor, los presentes empezaron a murmurar. Kateb los ignoró y miró sólo a la mujer que tenía delante. La mujer a la que amaba.
– Te concedo la vida de Fuad. ¿Qué me das tú a cambio?
Los guardias se llevaron al muchacho.
– ¿Qué deseas? -le preguntó Victoria.
– Esto es lo que quiero -continuó Kateb-. Quiero el resto de días de tu vida. Quiero tu corazón, tu alma y tu cuerpo. Quiero tus hijos, tu futuro, tu sabiduría, tu risa. Te quiero toda, Victoria McCallan.
– Eso es mucho -dijo ella entre dientes-. ¿Por qué debería dártelo?
– ¿Quieres que te lo diga en público?
– Si no puedes decírmelo delante de tu gente, es que no tiene valor.
El se levantó y fue hacia ella. Tomó su rostro con ambas manos y la miró a los ojos.
– Te amo. Te he amado desde el momento en que te vi, pero he luchado contra ello. Te ofrezco todo lo que tengo y todo lo que soy. Eres mi mundo. Quédate conmigo, cásate conmigo. Ámame.
– De acuerdo.
– ¿Eso es todo lo que tienes que decir?
– Sí.
– ¿Me quieres?
– Ya te lo he dicho cuarenta veces.
– Quiero volver a oírlo.
– Eres muy exigente -se rió ella-. Te quiero, Kateb.
Todo el mundo los aclamó.
– ¿Te casarás conmigo?
– Sí.
– Bien -la besó-. Eso significa que vas a ser una princesa. Podrás comprarte los zapatos que quieras.
– Van a ser muchos -se rió ella.
– El palacio es grande.
Epílogo
Noche de Navidad
Victoria estaba tumbada sobre los cojines que había delante del árbol de Navidad, al lado de la chimenea. Kateb se tendió a su lado y la rodeó con el brazo.
– ¿Has tenido un buen día? -le preguntó Victoria.
– Nunca había pasado una Navidad igual.
Ella se levantó y fue hacia el árbol. En la parte trasera, metido entre dos ramas, había un último regalo. Tomó la pequeña caja y se la llevó a Kateb.
– Para ti -le dijo, sentándose junto a él.
El se incorporó con el ceño fruncido.
– Yo no tengo nada más para darte.
– Ya me has regalado bastantes cosas: cinco pares de zapatos, diamantes, ropa. Sólo me ha faltado el poni.
– ¿Quieres un poni?
– No, quiero darte esto.
Victoria no había estado segura hasta un par de días antes. Y había necesitado la ayuda de Yusra para conseguir el regalo.
Observó cómo el hombre al que amaba abría la caja y sacaba unos minúsculos patucos y, luego, bajaba la vista a su estómago.
– ¿Estás segura?
– He conseguido un test de embarazo y todo. Aunque no me ha sido fácil -se mordió el labio inferior-. ¿Estás contento? Quiero que estés contento.