– No, espere. La verdad es que me visto así todas las noches con la esperanza de que mi padre, al que hace años que no veo, se presente aquí y se ponga a jugar a las cartas con usted, y le haga trampas. Por suerte, mis planes por fin han funcionado.
El príncipe Kateb pensó, muy a su pesar que tenía cierta razón. Aunque no iba a decírselo. Y tenía nervio, lo que lo atraía casi tanto como su cuerpo.
– ¿Niegas que te hubiese gustado casarte con Nadim? -le preguntó.
– No diría que no -admitió, mirando al suelo-, pero no por el motivo que usted piensa. Sino por la seguridad. Los príncipes no se divorcian. Al menos, no aquí.
– Pero no sientes nada por él.
– ¿Qué quiere de mí? ¿Van a castigarme por haber soñado casarme con un príncipe? Bien. Haga lo que quiera. Es el que manda aquí. Ahora mismo, lo que más me preocupa es mi padre.
– ¿Por qué?
– Porque es mi padre.
– Eso no es un motivo. He visto cómo lo miras. Estás enfadada con él por haberte puesto en esta situación.
– Pero sigue siendo mí padre.
Kateb guardó silencio unos segundos, la miró a los ojos sin hablar. Había algo más, pero Victoria no quería contárselo. Interesante.
– ¿Ocuparías su lugar? -le preguntó por fin.
– Sí.
– ¿En la cárcel?
Ella tragó saliva. Era evidente que tenía miedo.
– Sí.
– La vida allí es dura. Desagradable.
– Hice una promesa.
Una promesa. ¿Qué sabía una mujer como ella de promesas?
La miró fijamente a los ojos y vio cansancio en ellos. Su alma tenía muchos más años que ella.
Deseó que Cantara estuviese allí, con él. Ella habría sabido la verdad. Aunque si ella estuviese allí, él no estaría en esa situación. No habría necesitado jugar a las cartas para pasar el tiempo. No habría tenido que enfrentarse a la oscuridad que lo rodeaba. Al vacío.
– Tu padre ha intentado robarme -dijo en tono frío-. Si no lo hubiese pillado haciendo trampas, se habría marchado de aquí con varios cientos de miles de dólares.
Victoria se quedó sin respiración.
– Ha hecho trampas en el palacio real, rodeado de guardias. Y ahora que hay consecuencias, no le importa que ni ocupes su lugar en prisión.
– Lo sé.
¿Qué clase de padre hacía algo así? ¿Por qué no se responsabilizaba de sus actos? ¿Por qué permitía ella que fuese tan cobarde?
Kateb decidió darles una lección a ambos. La solución más obvia consistía en meter a Dean McCallan en la cárcel.
– Vuelve a tu habitación -le ordenó a Victoria-. Ya te notificarán su sentencia. Podrás visitarlo antes de que empiece a cumplir la pena, pero no después. Hay…
– ¡No! -gritó ella, aferrándose a su brazo con ambas manos-. Mi madre me hizo prometerle que lo cuidaría, que no permitiría que le pasase nada malo. Se murió amándolo. Por favor, se lo ruego. No lo encierre. Lléveme a mí en su lugar. El me ofreció a mí. ¿Su alteza aceptó? ¿Estaba yo en juego? ¿Me ganó?
Kateb frunció el ceño.
– No lo dijo en serio.
– Ya ha hablado con él, sabe que me ofreció de verdad. Lléveme en su lugar.
– ¿Como qué? Victoria se puso recta.
– Como lo que quiera.
Capítulo 2
Victoria se dio cuenta de que el príncipe estaba impaciente, tanto con ella, como con la situación. Y ella sabía que se estaba quedando sin recursos. Desesperada, se quitó la bata.
Esta cayó al suelo de piedra y se quedó a sus pies. Kateb no dejó de mirarla a la cara.
– Tal vez no seas tan tentadora como crees -le dijo con frialdad.
– Tal vez no, pero tenía que intentarlo.
– ¿Te estás ofreciendo a mí? ¿Por una noche? ¿De verdad crees que con eso vas a pagar por lo que ha hecho tu padre?
– Es lo único que puedo ofrecer -dijo. Tenía frío y ganas de vomitar-. No quiere mi dinero y no tengo nada más. Dudo que mi capacidad como secretaria pueda servirle de algo en el desierto -se le hizo un nudo en la garganta, tenía miedo-. No tiene que ser sólo una noche. El arqueó una ceja.
– ¿Más? ¿A qué fin? No estás hecha para el matrimonio.
Victoria deseó darle una buena bofetada, para que supiese que su comentario la había herido.
– Seré su amante durante todo el tiempo que desee. Iré con su alteza al desierto y haré todo lo que me pida. Todo. A cambio de que mi padre quede en libertad.
La mirada oscura de Kateb siguió estudiándola. Por fin, alargó la mano hacia uno de los tirantes del camisón. Se lo bajó. Después hizo lo mismo con el otro y la prenda cayó al suelo.
Victoria se quedó delante de él con sólo unas minúsculas braguitas, desnuda. Deseó desesperadamente taparse, darse la vuelta. Sintió que la vergüenza hacía que le quemasen las mejillas, pero se quedó donde estaba. Era su última opción.
Kateb la miró de arriba abajo, pero ella no supo qué estaba pensando, si la quería o no. Entonces, vio que se daba la vuelta.
– Cúbrete.
Y supo que había perdido.
Victoria pensó que no le quedaba nada, pero se negó a llorar delante de él.
Kateb salió al pasillo. Ella lo siguió y vio que se detenía delante de Dean.
– Tu hija ha accedido a ser mi amante durante seis meses. Voy a llevármela al desierto durante ese tiempo. Luego, podrá volver. Tú te marcharás de El Deharia en el primer vuelo de mañana. Y no volverás jamás a este país. Si lo haces, haré que te maten. ¿Ha quedado claro?
Por segunda vez aquella noche, a Victoria volvió a costarle trabajo mantener el equilibrio. ¿Había aceptado? ¿Su padre no iba a ir a la cárcel?
El alivio momentáneo pronto se vio convertido en miedo al darse cuenta de que se había vendido a un hombre al que no conocía, y que tampoco la conocía a ella.
El guardia soltó a su padre. Dean le dio la mano a Kateb.
– Por supuesto. Por supuesto. Menos mal que se ha dado cuenta de que ha sido todo un malentendido -se volvió hacia Victoria y le sonrió-. Supongo que debo irme. Está bien, porque tengo cosas que hacer en casa. Lugares a los que ir. Gente a la que ver.
A Victoria ni siquiera le sorprendieron sus palabras. En realidad, era como si sólo hubiese oído que podía marcharse. Todo lo demás, le daba igual.
Kateb lo miró.
– ¿No me has oído? Voy a llevarme a tu hija.
Dean se encogió de hombros.
– Es una chica guapa.
Victoria sintió la ira del príncipe. Los hombres del desierto protegían a sus familias por encima de todo. No podía entender que un padre entregase a su hija para salvarse el.
Decidió ponerse entre ambos. Le dio la espalda a su padre y miró al Kateb a los ojos.
– No merece la pena -susurró-. Haga que los guardias se lo lleven.
– ¿No os vais a despedir? -preguntó él con cinismo.
– ¿Qué le diría si fuese yo?
Kateb asintió.
– Está bien. Lleváoslo. Acompañad al señor McCallan a su habitación. Que haga las maletas y llevadlo al aeropuerto.
Victoria se giró y vio cómo su padre se alejaba, al llegar a la esquina, él se volvió y se despidió con la mano.
– Estoy seguro de que vas a estar bien. Vi. Llámame cuando hayas vuelto a casa. Ella lo ignoró.
Entonces, se quedó a solas con el príncipe del desierto.
– Nosotros también nos marcharemos mañana por la mañana -le informó éste-. Tienes que estar preparada a las diez.
Ella notó un sabor extraño en la boca. Una mezcla de miedo y aprensión.
– ¿Qué debo llevar? -preguntó.
– Lo que quieras. Serás mía durante seis meses. Ya puedes volver a tu habitación.
Victoria asintió y fue en dirección contraria a los guardias y su padre. El camino era más largo, pero así no se encontraría con ellos.
Iba por la mitad del pasillo cuando Kateb la llamó.
Ella miró por encima del hombro.
– ¿Crees que tu padre se merecía la promesa que hiciste?