– Para mí, no -admitió Victoria-. Pero para ella, sí.
A Victoria le había preocupado estar lista a la hora, pero resultó no ser un problema. La ayudó el haber pasado la noche en vela. Si el estrés también le quitaba el apetito, por fin podría perder algo de peso.
No tenía ni idea de qué llevarse para pasar seis meses en el desierto. Ni sabía qué sería de ella después de ese tiempo. Sí sabía que, cuando volviese, ya no tendría trabajo. Nadim la reemplazaría enseguida y se olvidaría de ella.
Volvería a Estados Unidos y empezaría de cero. Tenía dinero ahorrado. Abriría un negocio. Tenía recursos.
A las nueve y cincuenta y ocho exactamente oyó gente en el pasillo. Ya había sacado su equipaje. En las maletas estaba todo lo que llevaría al desierto y en las cajas, lo demás. Ambas eran numerosas. Había acumulado muchas cosas en los últimos dos años.
Llamaron a la puerta y Kateb entró en la habitación.
Se movió con rapidez y confianza, con la gracia masculina de un hombre que se sentía cómodo en cualquier situación. No iba vestido de manera tradicional, tal y como ella había esperado, sino con vaqueros, bolas y una camisa de manga larga. Si no hubiese sido por aquella arrogancia imperial, habría pasado por un hombre normal y guapo, con una cicatriz y unos penetrantes ojos oscuros.
– ¿Estás preparada? -le preguntó.
Ella señaló su equipaje con un movimiento de cabeza.
– No, sólo he sacado todo esto para que la gente lo vea.
El arqueó una ceja y Victoria se dijo que tal vez no tuviese mucho sentido del humor.
– Lo siento -murmuró-. Estoy nerviosa. Sí, estoy preparada.
– No has intentado escaparte durante la noche.
– Di mi palabra -contestó ella levantando una mano-. No diga nada, por favor. Mi palabra tiene valor. No espero que me crea, pero es cierto.
El arqueó la otra ceja y Victoria se dijo que ni tenía sentido del humor, ni le gustaba que otro pusiese las reglas.
Kateb dijo algo que ella no pudo oír y varios hombres tomaron las maletas y las cajas.
– Estas las voy a llevar conmigo -explicó ella señalando las maletas-. Las cajas pueden guardarlas.
Kateb asintió, como si hiciese falta su permiso para que se hiciese lo que ella había dicho.
– ¿Hay electricidad a donde vamos? -preguntó Victoria-. Llevo unas tenacillas para el pelo.
Por no mencionar el secador, el iPod y el cargador del teléfono móvil.
– Tendrás todo lo que necesites -contestó él.
Lo que no era exactamente un sí.
– Supongo que nuestros conceptos de lo que necesito serán diferentes. No creo que sepa lo importantes que son para mí esas tenacillas.
Él miró su pelo, que llevaba recogido en una coleta para el viaje.
– Nos vamos -dijo.
Victoria lo siguió fuera de la habitación y por el pasillo. No había nadie para despedirla. Su amiga, Maggie, estaba de viaje con su prometido, el príncipe Qadtr, el hermano de Kateb. Victoria le había dejado una nota en la que le decía que estaría fuera una temporada. Después de dos años en El Deharia, ya no tenía demasiados amigos en Estados Unidos que fuesen a darse cuenta de que había desaparecido unos meses, y tampoco iba a estar en contacto con su padre, eso era evidente. Aunque también era muy triste.
Atravesaron el palacio, dirigiéndose a la parte trasera. Cuando salieron, Victoria vio varios camiones en el jardín.
– No tengo tanto equipaje -comentó, preguntándose para qué serían.
– Vamos a llevarnos provisiones -le explicó Kateb-. En el desierto uno intercambia cosas para conseguir lo que quiere. Tú viajarás conmigo -añadió, señalando un Land Rover aparcado a un lado.
– El todoterreno de los reyes -murmuró ella.
A pesar del sol y del calor estaba destemplada.
Cuanto más cerca estaba del vehículo, más le costaba moverse. Tenía miedo.
No podía hacer aquello. No podía marcharse al desierto con un hombre al que no conocía. ¿Qué iba a pasar? ¿Cómo iba a ser de horrible? Su padre no se merecía aquel sacrificio.
Pero no lo había hecho por su padre. Tomó aire y subió al asiento de cuero. La puerta del coche se cerró tras de ella con fuerza. El ruido hizo que se sintiese como si estuviese aislada de todo lo seguro y bueno.
Su equipaje ya estaba en uno de los camiones. Era la única mujer entre el enorme grupo de trabajadores, guardias y conductores. No había nadie en quien refugiarse, nadie para protegerla. Estaba sola de verdad.
Kateb condujo por la carretera que llevaba al desierto. Durante el primer día. verían pueblos y pequeñas ciudades, pero al siguiente, ya habrían dejado atrás la civilización.
Por suerte, Victoria iba en silencio. Después de lo poco que había descansado esa noche, Kateb no tenía ganas de conversación. En circunstancias normales, no la habría acusado de su falta de sueño, pero se había pasado horas en la oscuridad, dando vueltas en la cama, intentando no pensar en ella. Imposible, después de haberla visto desnuda.
Era como si la imagen de su cuerpo estuviese impresa en su cerebro. No necesitaba cerrar los ojos para ver aquella piel pálida y los generosos pechos. La imagen lo perseguía, le recordaba todo el tiempo que llevaba sin estar con una mujer. Y el deseo de estar con ella lo enfadaba.
Sabía que estaba más enfadado consigo mismo que con Victoria, pero era más fácil echar la culpa a otro. Si no fuese un hombre con tanto control, la habría hecho suya allí mismo, en el asiento delantero del coche, sin importarle que fuesen acompañados. Pero no podía hacerlo. No sólo porque jamás la forzaría ni la expondría delante de sus hombres, sino porque la necesidad que tenía era demasiado específica. Deseaba a Victoria, no a una mujer cualquiera. Y eso era lo que más lo molestaba.
Habían pasado cinco años desde la muerte de Cantara. Cinco años durante los que había llorado su pérdida. En ocasiones, el deseo lo había llevado a irse con alguien a la cama, pero siempre se había tratado de una necesidad exclusivamente física. Nada más. Y se negaba a que el caso de Victoria fuese diferente.
Aquella estadounidense no tenía nada que ver con Cantara. Su bella esposa había nacido en el desierto, había sido risueña y morena. Habían crecido juntos. Lo había sabido todo de ella. No había habido sorpresas, misterios, y lo prefería así. Ella lo había entendido, había entendido cuál era su posición, su destino. Y había estado orgullosa, sin dar por hecho que eran iguales. Había sido su esposa y eso le había bastado.
Miró a Victoria. Su perfil era perfecto, sus labios estaban llenos. Aquella mujer querría ser igual que cualquier hombre. Esperaría que su opinión contase. Querría hablar acerca de todo. De sus sentimientos, de sus planes, de su vida. Y eso era más de lo que podía soportar un príncipe.
Volvió a mirarla y se dio cuenta de que le temblaba un poco la mejilla. Era como si llevase demasiado tiempo con los dientes apretados. Estaba pálida y sus manos estaban rígidas. Entonces lo entendió.
Tenía miedo.
Aquello lo molestó. No había sido tan cruel como para aterrorizarla.
– No pasará nada hasta que no estemos en el pueblo -le dijo.
Ella lo miró.
– ¿Cuánto tardaremos? -preguntó con voz trémula.
– Tres días. Muy pocas personas saben dónde está. Es muy bonito, al menos, para mí. No habrás visto nada igual.
Kateb esperó que ella no le preguntase qué pasaría cuando llegasen allí. No habría sabido cómo responder. Se la había llevado porque ella se había ofrecido a cambio de su padre y la ley del desierto respetaba los sacrificios nobles. ¿Pero cuál era el fin? ¿De verdad iba a hacer de ella su amante?
Volvió a mirarla. Llevaba vaqueros y unas ridículas botas de tacón. La camisa era fina y se le pegaba a los pechos. Se obligó a concentrarse en la carretera.
Le parecía atractiva y disfrutaría de ella en la cama, pero no quería comprometerse a nada más que una noche. Lo que significaba que tendría que buscarle algo que hacer.