José Rodrigues dos Santos
La Amante Francesa
© 2007
A mi bisabuelo materno, el cabo Raúl Campos Tetino,
que murió gaseado en la Gran Guerra.
A mi abuelo paterno, el capitán José Rodrigues dos Santos,
que sirvió en el conflicto de 1914-1918.
El pensamiento más fugaz obedece a un dibujo invisible.
Jorge Luis Borges,
El Aleph
El sentido del mundo debe quedar fuera de él. En el mundo todo es como es y sucede como sucede.
Ludwig Wittgenstein,
Tractatus Logico-Philosophicus
Es muy difícil, para los que hicieron la guerra, luchar en el campo de las letras con los paisanos que la describen en la retaguardia en libros o en los grandes periódicos.
Para esbozar en palabras un acto heroico, hace falta, por lo menos, un retroceso de doscientos kilómetros. De cerca, la heroicidad se confunde demasiado con las cosas que de heroico no tienen prácticamente nada.
André Brun,
La gente de las trincheras
PRIMERA PARTE
Capítulo 1
La vida es una caldera de misterios, empezando por los más sencillos, por los más ingenuos e inocentes, por aquellos que están en la génesis de nuestra existencia. Afonso da Silva Brandão nunca tuvo una certeza absoluta acerca de la fecha exacta en que nació. Sabía que había sido en marzo de 1890, aunque alimentaba dudas en cuanto al día preciso. Su madre decía que lo había dado a luz a las doce y media de la noche del 7 de marzo, pero ¿serían las doce y media del 6 al 7 o del 7 al 8? La cuestión nunca se aclaró debidamente, a pesar de que, a todos los efectos, la fecha del 7 de marzo se había convertido, en los documentos oficiales, en el día del nacimiento de Afonso.
El pequeño vio por primera vez la luz del día en una casa humilde de Carrachana, un lugar yermo a la entrada del pueblo de Rio Maior, en Ribatejo. Era el sexto y último hijo de la señora Mariana, una mujer baja y fuerte, con las mejillas mofletudas y rosadas, el pelo medio canoso echado para atrás y recogido en un moño, y cuyo nombre también estaba envuelto en absurdas incertidumbres. Su madre decía que se llamaba Mariana André Brandão, pero en otros momentos se identificaba como Mariana Silva André, o Mariana da Conceição, o Mariana das Dores. Afonso nunca entendió este misterio, aunque la había interrogado innúmeras veces sobre el asunto; obtenía siempre respuestas contradictorias o evasivas. Los documentos oficiales de Afonso registraban que era hijo de Mariana André Brandão, pero un día comprobó que los papeles de un hermano atribuían la filiación a Mariana Silva André. En medio de todo esto, la única certidumbre era que el nombre de pila de su madre era Mariana.
Su padre se llamaba Rafael Brandão Laureano, lo que suscitaba un nuevo misterio. Si el último apellido era Laureano, ¿por qué había dado a sus hijos el del medio, Brandão? Tampoco en este caso hubo nunca respuestas satisfactorias, y su padre se limitaba a encogerse de hombros cuando se le preguntaba acerca de esa opción. Rafael Laureano era un hombre alto, de un metro setenta y cinco, estatura poco común en Portugal, y profundamente religioso. Tenía un rostro ancho, rasgado por amplias arrugas que nacían de las comisuras de sus ojos menudos, su abundante y rebelde pelo gris parecía un manojo de paja blanca plantada en la cabeza. El señor Rafael ejercía el oficio de jornalero, es decir, para los que acaso no lo sepan, era un hombre que trabajaba en el campo y al que le pagaban por cada jornada o día de trabajo. Por su condición de jornalero, el padre de Afonso era pobre, pero no miserable. Poseía dos pequeños terrenos en los que cultivaba viñas para producir vino tinto, que vendía a los mayoristas de Rio Maior. El problema era que la producción no alcanzaba para el sustento de la familia y, como tenía fama de buen agricultor, los grandes propietarios de Ribatejo acudían con frecuencia a Rafael para que trabajase a jornal en sus tierras.
Rafael y Mariana se casaron muy pronto y tuvieron el primer hijo cuando aún eran adolescentes. El tenía quince años; ella, catorce. Mariana dio a luz un hermoso niño, al que llamaron Manuel. Después vinieron Jesuína, Antonio, João y Joaquim. En 1889, en el momento en que estaba haciendo el servicio en la Marina de Guerra, Antonio murió, víctima de la tuberculosis. Mariana se quedó deshecha y el dolor ocupó el hogar. Rafael se hundió en la depresión, se volvió amargado, obcecado por la desgracia que se había abatido sobre la familia. En aquel tiempo era normal que murieran muchos niños, la mayor parte de las veces aún bebés, pero Antonio ya no era un chiquillo, era un hombrecito, tenía sueños y proyectos, era amado y admirado.
El padre empezó a soñar todas las noches con la muerte de su hijo. Soñaba que en realidad no había muerto, o que había resucitado, o que había conocido a otro muchacho igualito a su Antonio, o que lo llamaba pero él no lo oía, o esto o lo otro. Todas las veces el sueño era diferente, con frecuencia trágico, a veces desesperado, raramente feliz. Hubo uno, sin embargo, que lo dejó muy impresionado. Una noche sofocante de verano Rafael soñó que se arrodillaba junto a la tumba de su querido Antonio, en ese momento, Dios se le apareció en una visión y le dijo que le había destinado cinco hijos. Si uno había muerto, tendría que venir otro a sustituirlo. Cuando Rafael despertó, la decisión estaba tomada y Mariana recibió la compensación de un nuevo hijo, era una forma de hacer regresar la alegría a la casa y de cumplir con los designios del Señor. Fue así como, al año siguiente, Mariana, ya con cuarenta y cinco años, dio a luz a Afonso, el niño que llegó para sustituir a Antonio en las cuentas de Dios.
El benjamín de la familia creció en un mundo en el que todos los hermanos eran mucho mayores que él. Manuel tenía treinta y un años, ya se había casado y se había ido de casa. De oficio herrador, era padre de una hija dos años mayor que su hermano Afonso. Después venía Jesuína, que se casó cuando Afonso era aún pequeño. El primer recuerdo de su hermana se remontaba a un momento doloroso en la cocina, Jesuína bañada en lágrimas de desesperación por la muerte del primer hijo, la madre consolándola, la cabeza de la hija apoyada en el hombro materno. De su tercer hermano, Antonio, aquel a quien al fin y al cabo le debía la vida, sólo quedaba una gran fotografía colgada en una pared de la sala, donde el muchacho exhibía con orgullo su uniforme de marinero. Los más próximos eran João y Joaquim, ambos adolescentes, que trabajaban en un aserradero. El pequeño Afonso dormía con estos dos hermanos en la misma cama de latón, en un cuarto sin puerta, con la entrada protegida por una cortina muy raída. A medida que el menor iba creciendo, se hizo evidente que no cabían los tres en la misma cama si continuaban durmiendo juntos, y Afonso, a quien siempre le tocaba ir al medio, comenzó a dormir con la cabeza junto a los pies de los mayores.
Los recuerdos de Afonso sólo comenzaron a hacerse nítidos a partir de los seis años. Fue en ese momento cuando dejó de mamar la punta de un pan, a falta de chupete más adecuado, aunque aún comía sopas de pan en vino tinto, que se convirtieron en su dieta. A los dos años había dejado de mamar de los senos de su madre, porque se le secó la leche, y desde entonces comenzó a depender de esa mezcla de pan y vino tinto casero. Al entrar en el colegio, adquirió mayor conciencia del mundo que lo rodeaba. Empezó a notar las maderas oscuras y toscas que amueblaban su casa y el permanente olor a cerdos, estiércol y mosto que invadía su habitación. Criaban a los cerdos en una pequeña pocilga al lado de la casa y el tufo se propagaba fácilmente por el aire. No es que le importase, él que andaba descalzo por todas partes, vestido con unos trapos viejos y hediondos heredados de sus hermanos.