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– Os hemos visto en la tele -dijo Liza.

– Parecíais cansados -dijo Mack.

– Estoy cansado -contestó Wes.

Ramona los observaba a cierta distancia, con una sonrisa tensa apenas visible. No estaba segura de lo que significaba el veredicto, pero sabía que las noticias eran buenas.

Se quitaron los abrigos y los zapatos y la pequeña familia Payton se sentó en el sofá, un bonito sofá de piel gruesa, donde se abrazaron, se hicieron cosquillas y hablaron del colegio. Wes y Mary Grace habían conseguido conservar la mayoría de sus muebles y el destartalado piso estaba decorado con objetos que no solo les recordaban su pasado, sino también, y quizá más importante, les recordaban su futuro. Aquello era solo una parada, una escala inesperada.

El suelo del cuchitril estaba cubierto de libretas y papeles, prueba irrefutable de que los deberes se habían hecho delante de la televisión encendida.

– Me muero de hambre -anunció Mack, mientras trataba de deshacer el nudo de la corbata de su padre en vano. -Mamá me ha dicho que cenaremos macarrones con queso -dijo Wes.

– ¡Bien! -gritaron los dos niños, entusiasmados, y Ramona desapareció en la cocina.

– ¿Eso quiere decir que vamos a tener una casa nueva?

– preguntó Liza.

– Creía que esta te gustaba -dijo Wes.

– Sí, pero seguimos buscando otra casa, ¿ no?

– Por supuesto.

Habían sido muy prudentes con los niños. Le habían explicado los rudimentos del juicio a Liza -una empresa mala había contaminado el agua que a su vez le había hecho daño a la gente- que enseguida se había posicionado y había declarado que a ella tampoco le gustaba esa empresa. Si la familia tenía que mudarse a un piso para luchar contra esa compañía, podían contar con ella.

Sin embargo, dejar su bonita casa había sido un trauma. La antigua habitación de Liza era de color rosa y blanco y contenía todo lo que una niñita podía desear. Ahora compartía una habitación más pequeña con su hermano, y aunque no se quejaba, quería saber cuánto tiempo faltaba para que acabara el trato que habían hecho. El jardín de infancia al que Mack acudía todo el día ocupaba suficientemente sus pensamientos como para preocuparse de dónde vivían.

Ambos añoraban su antiguo barrio, donde las casas eran grandes y en los jardines había piscina y juegos para niños. Sus amigos vivían en la puerta de aliado o a la vuelta de la esquina. La escuela era privada y segura. La iglesia se encontraba a una manzana de casa y conocían a todos los que asistían.

Ahora iban a un colegio de enseñanza primaria donde había muchas más caras negras que blancas, y rezaban en una iglesia episcopal del centro de la ciudad que recibía a todo el mundo.

– No nos mudaremos pronto -dijo Mary Grace-, pero tal vez podríamos empezar a mirar algo.

– Me muero de hambre -insistió Mack.

Solían evitar hablar de la vivienda cada vez que uno de los niños sacaba la cuestión. Mary Grace se puso en pie. -Vamos a cocinar -le dijo a Liza.

– ¿Qué te parece si vemos Sports-Center? -le dijo Wes a Mack, después de encontrar el mando a distancia.

Cualquier cosa menos las noticias locales.

– Vale.

Ramona había puesto el agua a hervir y estaba cortando un tomate. Mary Grace le dio un rápido abrazo.

– ¿Has tenido un buen día? -le preguntó.

Sí, lo había tenido. Sin problemas en el colegio. Habían acabado los deberes. Liza se escaqueó en dirección a su cuarto; las cuestiones culinarias no le llamaban la atención.

– ¿ Qué tal el tuyo? -preguntó Ramona.

– Muy bueno. Le pondremos queso Cheddar.

Encontró un trozo en la nevera y empezó a rallarlo.

– ¿Ahora ya podéis relajaros?

– Sí, al menos por unos días.

A través de un amigo de la congregación, habían encontrado a Ramona escondida y medio muerta de hambre en un refugio de Batan Rouge. Dormía en un catre y se alimentaba de comida envasada que habían enviado para las víctimas del huracán. Había sobrevivido a un angustioso viaje de tres meses desde América Central a través de México, luego Texas y después Louisiana, donde no se cumplió nada de lo que le habían prometido. Ni trabajo, ni una familia que la acogiera, ni papeles, ni nadie que se preocupara por ella.

En circunstancias normales, a los Payton jamás se les habría pasado por la cabeza contratar a una niñera sin papeles y sin nacionalizar. La adoptaron de inmediato, le enseñaron a conducir, aunque solo por determinadas calles, le enseñaron lo básico para utilizar un móvil, un ordenador y los electrodomésticos y la presionaron para que aprendiera inglés. Tenía una buena base gracias a la escuela católica de su país, y se pasaba todo el día encerrada en el piso limpiando e imitando las voces que oía en la televisión. En ocho meses, sus progresos habían sido impresionantes. Sin embargo, prefería escuchar, especialmente a Mary Grace, que necesitaba a alguien con quien descargarse. En los últimos cuatro meses, durante las excepcionales noches en las que Mary Grace preparaba la cena, hablaba por los codos mientras Ramona asimilaba cada palabra que decía. Era una terapia fantástica, sobre todo después de un día duro en una sala de juzgado llena de hombres al borde de un ataque de nervios.

– ¿Ningún problema con el coche?

Mary Grace preguntaba lo mismo todas las noches. El otro coche que tenían era un viejo Honda Accord al que Ramona todavía no le había hecho ni la más mínima abolladura. Por muchas y buenas razones, les aterraba soltar en las calles de Hattiesburg a una inmigrante ilegal, sin carnet de conducir y sin seguro en un Honda con tropecientos kilómetros y sus dos felices retoños en el asiento de atrás. Habían entrenado a Ramona para que recorriera una ruta memorizada a través de calles pequeñas para ir al colegio, a comprar y, cuando fuera necesario, a su bufete. Si la policía la paraba, habían pensado suplicar a los agentes, al fiscal y al juez. Los conocían a todos muy bien.

Wes sabía a ciencia cierta que el juez del distrito primero tenía su propio ilegal, que arrancaba las malas hierbas y le cortaba el césped.

– Ha sido un buen día -contestó Ramona-. Ningún problema. Todo bien.

Pues sí que ha sido un buen día, pensó Mary Grace mientras empezaba a fundir el queso.

El teléfono sonó y Wes cogió el auricular a regañadientes.

Su número no aparecía en el listín porque un chiflado los había amenazado, así que utilizaban los móviles para prácticamente todo. Escuchó, contestó algo, colgó y se acercó a la cocina para interrumpir la preparación de la cena.

– ¿Quién era? -preguntó Mary Grace, preocupada. Todas las llamadas que se recibían en el piso se acogían con gran recelo.

– Sherman, del despacho. Dice que hay varios periodistas merodeando por allí, buscando a las estrellas.

Sherman era uno de sus pasantes.

– ¿Por qué está en el despacho? -preguntó Mary Grace.

– Supongo que no sabe desconectar. ¿ Hay olivas para la ensalada?

– No. ¿ Qué le has dicho?

– Le he dicho que dispare a uno de ellos y que los demás desaparecerán.

– Remueve la ensalada, por favor -le dijo a Ramona. Los cinco se sentaron alrededor de una pequeña mesa encajada en un rincón de la cocina. Se dieron las manos mientras Wes bendecía la mesa y daba gracias por las cosas buenas de la vida, la familia, los amigos y la escuela. y por la comida. También estaba agradecido por haber tenido un jurado tan sensato y generoso y por un resultado tan fantástico, pero eso lo dejaría para después. Primero sirvieron la ensalada y luego vinieron los macarrones con queso.

– Papá, ¿podemos acampar? -soltó Mack, después de tragar.

– ¡Claro que sí! -contestó Wes, sintiendo un repentino dolor de espalda.

En el piso, acampar significaba cubrir el suelo del cuchitril con mantas, colchas y almohadas y dormir allí, normalmente con la televisión encendida hasta altas horas de la noche y por lo general los viernes. Aunque solo valía si sus padres se unían a la fiesta. Ramona siempre estaba invitada, pero ella declinaba la oferta prudentemente.