– Pero a dormir a la misma hora de siempre -avisó Mary Grace-, que mañana hay colegio.
– A las diez en punto -aseguró Liza, la negociadora.
– A las nueve -insistió Mary Grace, una media hora adicional que hizo sonreír a los niños.
Las rodillas de Mary Grace entrechocaban con las de sus hijos; saboreaba el momento y se alegraba pensando que cada vez faltaba menos para que el cansancio solo fuera un recuerdo. Tal vez ahora podría descansar y llevar a los niños al colegio, visitar sus aulas y comer con ellos. Añoraba hacer de madre, únicamente de madre. Qué triste sería el día que se viera obligada a volver a entrar en una sala de juicio.
En la iglesia de Pine Grave, el miércoles por la noche era el día en el que cada feligrés llevaba un plato cocinado en casa, y el resultado siempre era impresionante. El bullicioso templo se levantaba en medio del barrio, y los miércoles y los domingos muchos feligreses se acercaban caminando desde sus casas, a apenas un par de manzanas de allí. Las puertas estaban abiertas dieciocho horas al día y el pastor, que vivía en la parroquia de detrás de la iglesia, siempre estaba allí, a disposición de los suyos.
La reunión se celebraba en una de las salas auxiliares, un anexo espantoso de metal, pegado a uno de los lados de la capilla. Las mesas plegables estaban repletas de todo tipo de manjares caseros. Había una cesta con panecillos, un enorme dispensador de té azucarado y, por descontado, montones de botellas de agua. Esa noche acudiría más gente de lo habitual y todos esperaban que Jeannette también asistiera. Había que celebrarlo.
La iglesia de Pine Grave era férreamente independiente y no se adscribía a ninguna denominación, fuente de secreto orgullo para su fundador, el pastor Denny Ott. La habían construido los baptistas hacía unas décadas, pero luego se había quedado anclada en un dique seco, como el resto de Bowmore. A la llegada de Ott, la congregación estaba constituida por apenas unas cuantas almas en pena. Años de luchas internas habían diezmado la asistencia. Ott hizo borrón y cuenta nueva, abrió las puertas a la comunidad y llegó a la gente.
Aunque le costó que lo aceptaran, sobre todo porque era de «por allí del norte» y hablaba con ese acento claro y entrecortado. Había conocido a una chica de Bowmore en un Instituto Superior de Estudios Bíblicos de Nebraska, y regresó al sur con ella. Después de una serie de contratiempos, acabó siendo el pastor interino de la Segunda Iglesia Baptista. En realidad él no era baptista, pero con tan pocos predicadores jóvenes en la zona, la iglesia no podía permitirse ser demasiado selectiva. Seis meses después no quedaba ni un baptista y la iglesia había recibido un nuevo nombre.
Llevaba barba y solía predicar con camisa de franela y botas de montaña. Las corbatas no estaban prohibidas, pero no se veían con buenos ojos. Era la iglesia de la gente, un lugar al que cualquiera podía acudir en busca de paz y consuelo sin preocuparse de ir vestido de domingo. El pastor Ott se deshizo de la Biblia y del viejo salterio. No le interesaban los tristes himnos escritos por los peregrinos. Las ceremonias abandonaron la rigidez y se introdujeron elementos modernos como la guitarra o las exposiciones con diapositivas. Creía, y así lo predicaba, que la pobreza y la injusticia eran asuntos sociales más importantes que el aborto y los derechos de los homosexuales, aunque intentaba no entrar en cuestiones políticas.
La iglesia creció y prosperó, aunque el dinero no le importaba. Un amigo del seminario estaba al cargo de una misión en Chicago y, a través de este contacto, Ott había recogido un amplio inventario de ropa usada, aunque perfectamente servible, en el «armario» de la iglesia. Daba la lata a las congregaciones mayores de Hattiesburg y]ackson y con sus contribuciones tenía un banco de alimentos bien provisto en uno de los extremos de la sala auxiliar de la iglesia. Mareaba a las compañías farmacéuticas hasta que estas le entregaban las sobras, y la «farmacia» de la iglesia siempre estaba bien abastecida de medicamentos sin receta.
Denny Ott consideraba que todo Bowmore era su misión y, si de él dependía, nadie pasaba hambre, carecía de un lugar donde dormir o se ponía enfermo. No mientras él estuviera de guardia, y sus guardias eran permanentes.
Ya había celebrado dieciséis funerales de gente fallecida por culpa de Krane Chemical, una compañía a la que detestaba tan profundamente que constantemente rezaba pidiendo perdón por ello. No odiaba a la gente sin rostro ni nombre que dirigía la empresa, eso comprometería su fe, pero desde luego odiaba a la compañía en sí. ¿Era pecado odiar a una compañía? No había día que no atormentara su alma con ese debate acalorado y rezaba a todas horas para curarse en salud.
Los dieciséis feligreses habían sido enterrados en el diminuto cementerio que había detrás de la iglesia. Cuando hacía buen tiempo, Ott cortaba el césped que crecía alrededor de las lápidas y, cuando llegaba el frío, pintaba la valla blanca que rodeaba el camposanto y mantenía bien alejados a los ciervos. Aunque no lo había planeado, la iglesia se había convertido en el centro de la actividad contra Krane en el condado de Cary. Casi todos sus miembros habían padecido la enfermedad o la muerte de un familiar por culpa de la compañía.
La hermana mayor de su mujer había acabado el instituto en Bowmore con Mary Grace Shelby. El pastor Ott y los Payton habían trabado una gran amistad, y los abogados a menudo ofrecían asesoramiento legal en el despacho del pastor a puerta cerrada, mientras uno de ellos atendía el teléfono. Muchas tomas de declaraciones se habían llevado a cabo en la sala auxiliar, abarrotada de abogados procedentes de la gran ciudad. Ott aborrecía a los abogados de la empresa casi tanto como a la compañía.
Mary Grace había llamado al pastor Ott a menudo durante el juicio y siempre le había recomendado que no fuera optimista. En realidad, no lo era. Cuando un par de horas antes había recibido la llamada de Mary Grace para comunicarle la increíble noticia, Ott había ido en busca de su mujer y habían bailado por toda la casa entre risas y chillidos emocionados. Habían derrotado a Krane, les habían pillado, humillado, desenmascarado y llevado ante la justicia. Por fin.
Estaba recibiendo a sus feligreses cuando vio que Jeannette entraba con su hermanastra, Bette, y el resto de la comitiva que la seguía. De repente se vio rodeada de la gente que la quería, de los que deseaban compartir con ella ese gran momento y ofrecerle palabras de aliento. La hicieron sentarse en el otro extremo de la sala, cerca del viejo piano, y enseguida se formó una cola de personas que deseaban saludarla. Jeannette forzaba una sonrisa de vez en cuando, incluso consiguió musitar algún que otro agradecimiento, pero parecía extenuada y muy frágil.
Viendo que la comida empezaba a enfriarse y que ya tenía la casa llena de gente, el pastor Ott decidió poner orden y se arrancó con una rebuscada oración de agradecimiento.
– A comer -dijo, acabando con una floritura.
Como siempre, los niños y los ancianos fueron los primeros en colocarse a la cola y empezó a servirse la cena. Ott fue abriéndose camino hacia el final de la sala y no tardó en sentarse junto a Jeannette.
– Me gustaría ir al cementerio -le comentó al pastor, aprovechando que dejaba de ser el centro de atención en favor de la comida.
La acompañó hasta una puerta lateral que daba a un camino de gravilla que se perdía por detrás de la iglesia en dirección al pequeño camposanto, a unos cincuenta metros. Avanzaron con paso tranquilo, en silencio, casi a oscuras. Ott abrió la puerta de madera y entraron en el cuidado cementerio. Las lápidas eran pequeñas. Se trataba de gente trabajadora, por lo que no había monumentos, ni criptas, ni tributos llamativos erigidos a personas importantes.