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Jeannette se arrodilló entre dos tumbas en la cuarta hilera de la derecha. Una era la de Chad, un niño enfermizo que solo había vivido seis años antes de que los tumores lo asfixiaran. La otra contenía los restos de Pete, su marido desde hacía ocho años. Padre e hijo descansaban juntos para siempre. Solía visitarlos una vez a la semana como mínimo y nunca se

cansaba de desear poder unirse a ellos. Acarició ambas lápidas al mismo tiempo y empezó a hablarles en voz baja.

– Hola, chicos, soy mamá. No vais a creer lo que ha ocurrido hoy.

El pastor Ott se alejó y la dejó sola con sus lágrimas, sus pensamientos y las palabras quedas que no deseaba oír. La esperó junto a la puerta, viendo cómo las sombras se deslizaban entre las hileras de sepulturas al tiempo que la luna asomaba y se ocultaba entre las nubes. Había enterrado a Chad y a Pete. Dieciséis feligreses en total, y los que quedaban por venir. Dieciséis víctimas mudas que tal vez pronto iban a dejar de serlo. Por fin se había alzado una voz desde el pequeño cementerio vallado de la iglesia de Pine Grave. Un vozarrón enojado que suplicaba que lo escucharan y que reclamaba justicia.

Veía la sombra de Jeannette y la oía.

Ott había rezado con Pete en los momentos finales antes de que los abandonara para siempre, y había besado al pequeño Chad en la frente en su último suspiro. Había reunido dinero para los féretros y los funerales, y luego, con una diferencia de ocho meses, un par de diáconos y él habían cavado sus tumbas.

Jeannette se levantó, se despidió y echó a andar.

– Tenemos que entrar -dijo Ott.

– Sí, gracias -contestó Jeannette, secándose las mejillas.

La mesa del señor Trudeau le había costado cincuenta mil dólares y, puesto que había sido él quien había firmado el cheque, bien podía decidir quién se sentaba a ella con él. A su izquierda estaba Brianna y aliado de ella se sentaba su amiga íntima, Sandy, otro esqueleto viviente que acababa de rescindir su último contrato matrimonial y que ya estaba a la caza del marido número tres. A la derecha del señor Trudeau se sentaba un banquero retirado amigo suyo y la esposa de este, gente agradable que prefería charlar sobre arte. El urólogo de Cad estaba justo enfrente de él. Tanto él como su mujer estaban invitados porque apenas abrían la boca. El extraño hombre desparejado era un ejecutivo de poca relevancia del Trudeau Group que simplemente había sacado la pajita más corta y estaba allí por obligación.

El cocinero de renombre había preparado un menú de degustación que empezaba con caviar y champán para pasar luego a una sopa de langosta, espuma de foie gras salteado con guarnición, codorniz para los carnívoros y ramillete de algas para los vegetarianos. El postre era una espectacular creación de helado estratificado. Cada plato requería un vino distinto, incluido el postre.

Carl dejó impolutos todos los platos que le pusieron delante y bebió en exceso. Charlaba únicamente con el banquero porque este había oído las noticias que llegaban del sur y parecía compadecerse de él. Brianna y Sandy cuchicheaban maleducadamente y a lo largo de la cena destriparon a todos los arribistas que se les pusieron a tiro. Juguetearon con la comida, esparciéndola por el plato sin apenas probar bocado. Cad, medio borracho, estuvo a punto de intercambiar unas palabras con su mujer al verla incordiar con las algas. «¿Sabes cuánto cuesta esta maldita comida?», tuvo ganas de preguntarle, pero no valía la pena iniciar una discusión.

Presentaron al chef de renombre, alguien de quien Carl jamás había oído hablar, y los cuatrocientos comensales se levantaron para ovacionarlo, prácticamente todos ellos hambrientos después de cinco platos. Sin embargo, la velada no se había organizado para ensalzar la cena, sino el dinero.

El subastador subió al estrado tras un par de breves discursos. Abused ¡melda fue introducida en la sala colgada de manera efectista de una pequeña grúa que la mantuvo en vilo a seis metros del suelo para que todos pudieran contemplarla.

La luz de unos focos, como los que se usan en los conciertos, le añadía mayor exotismo. La gente guardó silencio mientras un batallón de inmigrantes ilegales con traje y corbata negros recogía las mesas.

El subastador empezó a divagar sobre las excelencias de Imelda y la gente le escuchó. A continuación habló del artista, y la gente escuchó con todavía más atención. ¿ Estaba loco de verdad? ¿ Era un demente? ¿ Estaba a punto de suicidarse? Querían saber los detalles, pero el subastador no entró en particularidades escabrosas. Era británico y tenía un aire distinguido, lo que como mínimo sumaría un millón de dólares a la oferta que se llevara la obra.

– Propongo empezar la subasta en cinco millones -dijo con voz nasal, y los invitados ahogaron un grito.

Brianna perdió súbitamente el interés por Sandy. Se acercó a Carl, parpadeó zalamera y le puso una mano sobre el muslo. Carl respondió haciendo un gesto de cabeza al ayudante del salón que tenía más cerca, un hombre con el que había hablado previamente. El ayudante hizo una señal en dirección al estrado e Imelda cobró vida.

– Alguien ofrece cinco millones -anunció el subastador.

Aplausos clamorosos-. Un buen comienzo, gracias. ¿Quién ofrece seis?

Seis, siete, ocho, nueve, y Carl volvió a hacer un gesto de cabeza al llegar a diez. Mantenía la sonrisa en su rostro, pero tenía el estómago revuelto. ¿Cuánto iba a costarle esa abominación? En la sala había seis multimillonarios como mínimo y otros tantos les iban a la zaga. No escaseaban ni los egos desmedidos, ni el dinero, pero en esos momentos ninguno necesitaba una primera plana tan desesperadamente como Carl Trudeau.

Y Pete Flint lo sabía.

Dos postores se retiraron en la carrera hacia los once millones.

– ¿Cuántos quedan? -le susurró Carl al banquero, que observaba a los comensales para controlar a la competencia. -Pete Flint y tal vez uno más.

Ese hijo de puta. Cuando Carl asintió para pujar hasta doce, Brianna prácticamente le había metido la lengua en la oreja.

– Ofrecen doce. -Los invitados estallaron en aplausos y ovaciones-o Tomémonos un respiro -dijo el subastador, con prudencia.

Todo el mundo cogió su copa. Carl bebió más vino. Pete Flint estaba detrás de él, dos mesas más allá, pero Carl no se atrevió a volverse y reconocer que habían entablado una pequeña batalla.

Si Flint no había mentido y se había desprendido de las acciones de Krane, el veredicto le reportaría millones. Obviamente, Carl acababa de perderlos por el mismo motivo. En teoría, claro, pero ¿ no ocurría lo mismo con todo?

Con Imelda no. Eral real, tangible, una obra de arte que Carl no podía permitir que se la arrebataran, y mucho menos Pete Flint.

El subastador alargó con destreza los asaltos trece, catorce y quince hasta obtener un rendido aplauso al final de todos ellos. Había corrido la voz y todo el mundo sabía que la disputa estaba entre Carl Trudeau y Pete Flint. Cuando se acallaron los aplausos, los dos pesos pesados se prepararon para un nuevo asalto. Carl asintió en los dieciséis y agradeció las felicitaciones.

– ¿ Diecisiete, alguien ofrece diecisiete millones? -preguntó el subastador con voz de trueno, incapaz de disimular la emoción.

Un largo silencio. La tensión se respiraba en el aire. -Muy bien, vamos con dieciséis. Dieciséis a la una, dieciséis a las dos, ah, sí, ofrecen diecisiete.

Carl había estado haciéndose promesas y rompiéndolas durante toda aquella tortura, pero estaba decidido a no pasar de los diecisiete millones de dólares. Cuando ya no se oyeron más aclamaciones, se recostó en su asiento, impasible como cualquier otro tiburón de los negocios con miles de millones en juego. Estaba acabado, pero se sentía feliz. Flint estaba tirándose un farol y ahora tendría que cargar con el muerto por diecisiete millones.