Kurtin y él se estrecharon la mano en la puerta principal.
Ambos sabían que volverían a hablar por teléfono antes de que acabara el día. Ambos estaban secretamente encantados con la partida. Dos furgonetas de alquiler llevaron a Kurtin y a diez personas más al aeropuerto, donde un precioso y pequeño jet privado les esperaba para emprender el viaje, de setenta minutos de vuelo, a pesar de que no tenían ninguna prisa. Echaban de menos sus casas y a sus familias, pero ¿ qué podía haber más humillante que regresar renqueantes de un pueblo de mala muerte con el rabo entre las piernas?
Carl permaneció parapetado, a salvo en la planta cuarenta y cinco, mientras los rumores rugían en la calle. A las nueve y cuarto, llamó su banquero de Goldman Sachs, era la tercera vez que lo hacía, y le comunicó la mala noticia: cabía la posibilidad de que la bolsa no pusiera en circulación las acciones ordinarias de Krane de inmediato. Eran demasiado volátiles. Había demasiada presión para vender.
– Parece una liquidación total por incendio -dijo sin tapujos, y a Carlle entraron ganas de maldecirlo.
La bolsa abrió a las nueve y media, y las operaciones bursátiles de Krane se pospusieron. Carl, Ratzlaff y Felix Bard estaban en la sala de reuniones, exhaustos, con las mangas arremangadas, los codos hundidos en montañas de papeles y con un teléfono en cada mano por los que hablaban frenéticamente. Al final, la bomba cayó poco después de las diez, cuando Krane empezó a cotizarse a cuarenta dólares por acción. No hubo compradores, ni tampoco a treinta y cinco dólares la acción. El desplome sufrió un repunte temporal en veintinueve dólares y medio, cuando los especuladores entraron en acción y empezaron a comprar. Estuvieron subiendo y bajando durante la hora siguiente. Al mediodía estaban a veintisiete con veinticinco, en un día de gran volumen de operaciones, y para empeorar las cosas, Krane era la comidilla empresarial de la mañana. Para saber el estado de la bolsa, los programas por cable contactaban alegremente con sus analistas en Wall Street, quienes les informaban con entusiasmo de la caída aplastante de Krane Chemical.
Luego volvían al resumen de las noticias: más muertes en Irak, el desastre natural del mes y Krane Chemical.
Bobby Ratzlaff pidió permiso para ir a su despacho. Bajó por la escalera, un solo piso, y apenas tuvo tiempo de llegar al servicio de caballeros. Los cubículos estaban vacíos. Se dirigió al último, levantó la tapa y vomitó violentamente.
Sus noventa mil acciones ordinarias de Krane habían pasado de valer unos cuatro millones y medio de dólares a unos dos y medio, y la caída todavía no se había detenido. Utilizaba la bolsa como una garantía real para sus caprichos: la casita de los Hamptons, el Porsche Carrera y sus participaciones en un barco de vela. Por no mencionar otros gastos generales, como el colegio privado y el carnet de socio del club de golf. Bobby estaba extraoficialmente en la ruina.
Por primera vez en su trayectoria profesional, comprendió por qué la gente saltaba por las ventanas en 1929.
Los Payton habían pensado ir juntos en coche hasta Bowmore, pero la visita inesperada de su asesor financiero a última hora cambió sus planes. Wes decidió quedarse y atender a Huffy mientras Mary Grace cogía el Taurus y visitaba su ciudad natal.
Primero fue a Pine Grove y luego a la iglesia, donde Jeannette Baker la esperaba, junto al pastor Denny Ott y otro grupo de víctimas que también representaba el bufete de los Payton. Se vieron en privado en la sala anexa y comieron sándwiches. Jeannette se acabó uno, algo que no era demasiado corriente. Estaba serena, descansada, contenta de estar lejos del juzgado y de todo lo demás que envolvía el proceso.
La conmoción que había provocado el veredicto empezaba a mitigarse. La posibilidad de que el dinero cambiara de manos animaba el ambiente, pero también conllevaba un aluvión de preguntas. Mary Grace intentó cautelosamente rebajar las expectativas. Les detalló los recursos de apelación que se interpondrían en el caso Baker. No confiaba en obtener una resolución extrajudicial, ni en llegar a un acuerdo, ni siquiera las tenía todas consigo en el caso de que tuvieran que embarcarse en un nuevo juicio. Sinceramente, Wes y ella no disponían de los fondos ni de la energía para llevar a Krane a otro largo juicio, aunque no compartió esos pensamientos con los demás.
Se mostró firme y segura de sí misma. Sus clientes estaban en el bando correcto; Wes y ella lo habían demostrado. Pronto habría una legión de abogados merodeando por Bowmore en busca de las víctimas de Krane, a quienes harían promesas e incluso ofrecerían dinero. y no se refería únicamente a los abogados de la zona, sino a los chicos de reclamación de daños de todo el país que iban a la caza de casos, de costa a costa, y que solían llegar al lugar de los hechos incluso antes que los bomberos. No confiéis en nadie, les dijo con suavidad, pero con firmeza. Krane enviará a un ejército de investigadores, chivatos e informadores para que busquen cualquier cosa que un día puedan utilizar contra vosotros en un juicio. No habléis con los periodistas, porque algo dicho de broma podría sonar de manera muy distinta ante un tribunal. No firméis nada salvo que lo hayan revisado los Payton. No habléis con otros abogados.
Les dio esperanza. El veredicto resonaba en el sistema judicial. Los legisladores tendrían que tomar nota. La industria química no podía seguir dándoles la espalda. Las acciones de Krane caían en picado en esos momentos, y cuando los accionistas hubieran perdido el dinero suficiente, exigirían cambios.
Cuando terminó, Denny Ott rezó con ellos. Mary Grace abrazó a sus clientes, les deseó buena suerte, prometió volver a verlos al cabo de unos días y luego salió de la iglesia acompañada de Ott, para dirigirse a su siguiente cita.
El periodista se llamaba Tip Shepard. Había llegado un mes antes y, tras muchos intentos, se había ganado la confianza del pastor Ott, quien lo presentó a Wes y a Mary Grace. Shepard era un free lance con unas credenciales increíbles, varios libros en su haber y un acento texano que desarmaba parte de la desconfianza que Bowmore sentía hacia los medios de comunicación. Los Payton se habían negado a hablar con él durante el juicio, por muchas y diversas razones. No obstante, ahora que se había acabado, Mary Grace había accedido a concederle su primera entrevista. Si iba bien, puede que hubiera otra.
– El señor Kirkhead quiere su dinero -dijo Huffy. Estaba en el despacho de Wes, una oficina provisional con paredes de pladur sin pintar, suelo de cemento lleno de manchas y mobiliario procedente de los excedentes del ejército.
– No lo dudo -contestó Wes. Le irritaba que su asesor financiero se presentara con exigencias apenas unas horas después del veredicto-. Dile que se ponga a la cola.
– Vamos, Wes, el pago venció hace siglos.
– ¿Acaso Kirkhead es imbécil? ¿Cree que el jurado falla un día y que el demandado firma el cheque al siguiente?
– Sí, es imbécil, pero no tanto.
– ¿Te ha enviado él?
– Sí. Esta mañana le ha faltado tiempo para saltarme a la yugular y me temo que vaya tener que seguir aguantándolo bastante más.
– ¿ Es que no podéis esperar ni un día, dos, una semana?
Dejadnos respirar un poquito, ¿no?, y disfrutar del momento.
– Quiere que le presente un calendario, por escrito, con plazos de pago y cosas por el estilo.
– Ya le daré yo calendario -contestó Wes, arrastrando las palabras.
No quería discutir con Huffy. A pesar de que no podía considerarlo un amigo, Huffy le caía bien y disfrutaban de su mutua compañía. Wes le estaba profundamente agradecido por el valor que había tenido al jugársela por ellos. Huffy admiraba a los Payton por haberlo perdido todo al arriesgarse. Había pasado interminables horas con ellos mientras hipotecaban la casa, el despacho, los coches y los planes de pensiones.