– Hablemos de los próximos tres meses -propuso Huffy. Las cuatro patas de la silla plegable no eran iguales y se balanceaba ligeramente mientras hablaba.
Wes respiró hondo y puso los ojos en blanco. El agotamiento le sobrevino de repente.
– Antes obteníamos unos ingresos brutos de cincuenta mil al mes y nos sacábamos unos treinta mil netos. La vida nos iba bien, ¿ lo recuerdas? Tardaremos un año en volver a arrancar el negocio, pero podemos hacerlo. No nos queda más remedio. Sobreviviremos hasta que las apelaciones sigan su curso. Si el veredicto sigue en pie, Kirkhead puede coger su dinero e irse a paseo, y nosotros nos retiraremos y tendremos tiempo para salir a navegar. Si lo revocan, estaremos en la bancarrota y empezaremos a anunciarnos como abogados de divorcios rápidos.
– Seguro que el fallo atraerá clientela.
– Por supuesto, pero la mayoría será morralla.
Al utilizar la palabra «bancarrota», Wes había devuelto elegantemente a Huffy a su área, junto con el viejo Kirkabrón y el banco. La sentencia no podía considerarse un activo, y sin ella el balance de los Payton tenía un aspecto tan poco alentador como el día anterior. Lo habían perdido prácticamente todo, por lo que declararse en quiebra era una humillación más que estaban dispuestos a soportar. Exagerando.
Volverían a ser los de antes.
– No voy a darte un calendario, Huffy. Gracias por preguntar. Vuelve dentro de treinta días y entonces hablaremos. Ahora mismo tengo clientes a los que llevo varios meses sin atender.
– ¿Y qué le digo al señor Kirkabrón?
– Sencillo: que apriete un poquito más y que use el préstamo para limpiarse. Relájate; dadnos tiempo y satisfaremos la deuda.
– Se lo diré.
Mary Grace y Tip Shepard tomaron asiento en uno de los reservados junto a los ventanales del Babe's Coffee Shop de Main Street y charlaron sobre la ciudad. Ella recordaba aquella calle como una de las más transitadas, donde la gente se reunía e iba a comprar. Bowmore era demasiado pequeña para tener grandes almacenes, y gracias a eso sobrevivían los comerciantes del centro. Recordaba que de pequeña solía haber bastante tráfico y que era difícil encontrar un sitio donde aparcar. Ahora, la mitad de los escaparates estaban tapados con planchas de contrachapado y la otra mitad apenas hacía caja.
Una adolescente con delantal les llevó dos tazas de café y se alejó sin una palabra. Mary Grace se puso azúcar mientras Shepard la observaba con atención.
– ¿Está segura de que el café puede beberse? -preguntó.
– Por supuesto. Al final, el ayuntamiento emitió una ordenanza por la que se prohibía utilizar el agua en los restaurantes. Además, conozco a Babe desde hace treinta años. Fue una de las primeras que empezó a comprar agua embotellada.
Shepard dio un sorbo con reticencia y luego sacó la grabadora y la libreta.
– ¿Por qué aceptó los casos? -preguntó.
Mary Grace sonrió, sacudió la cabeza y siguió removiendo el azúcar.
– Me he hecho esa misma pregunta millones de veces, pero la respuesta es muy sencilla. Pete, el marido de Jeannette, trabajaba para mi tío. Yo conocía a varias de las víctimas. Es una ciudad pequeña y cuando enferma tanta gente es obvio que tiene que haber una razón. Los casos de cáncer se multiplicaban y la gente sufría mucho. Después de asistir a los primeros tres o cuatro funerales, comprendí que había que hacer algo.
Shepard siguió anotando en su libreta, sin aprovechar la pausa para hacerle otra pregunta, así que Mary Grace continuó:
– Krane era el mayor contratante de los alrededores y el rumor de los vertidos alrededor de la planta corría desde hacía años. Muchos de los que enfermaron trabajaban allí. Recuerdo que al volver a casa de la universidad, después de mi segundo año, empecé a oír que la gente decía que el agua sabía mal. Vivíamos a un par de kilómetros de la ciudad y nos abastecíamos de nuestro propio pozo, por eso nunca fue un problema para nosotros. Sin embargo, las cosas en la ciudad empeoraron. Al cabo de los años, los rumores sobre los vertidos fueron cobrando fuerza, hasta que todo el mundo los dio por ciertos. Por entonces, el agua se había convertido en un líquido pútrido imbebible. Luego vino lo del cáncer: de hígado, riñones, próstata, estómago, vejiga, muchos casos de leucemia. Un domingo, estando en la iglesia con mis padres, me fijé en cuatro calvas relucientes. Quimio. Pensé que estaba en una película de terror.
– ¿Se arrepiente de haber aceptado el caso?
– No, en absoluto. Hemos perdido mucho, pero mi ciudad también. Esperemos que todo haya terminado. Wes y yo somos jóvenes, sobreviviremos, pero mucha gente de aquí ha muerto o está gravemente enferma.
– ¿Piensa en el dinero?
– ¿En qué dinero? El recurso llevará dieciocho meses y ahora mismo eso me parece una eternidad. Hay que planteárselo a largo plazo.
– ¿ Y eso cuánto es?
– Unos cinco años. En cinco años habrán limpiado los vertidos tóxicos y nadie más volverá a enfermar por su culpa. Habrá un acuerdo extrajudicial, un gran acuerdo colectivo, por el que Krane Chemical y sus aseguradoras se verán obligados a sentarse a la mesa con todos sus millones y tendrán que compensar a las familias que han destruido. Todo el mundo obtendrá una compensación por los daños sufridos.
– Incluidos los abogados.
– Por supuesto. Si no fuera por los abogados, Krane seguiría fabricando pillamar 5 y vertiendo sus derivados en los pozos de detrás de la planta y nadie le pediría cuentas.
– Sin embargo, ahora están en México…
– Sí, fabricando pillamar 5 y vertiendo sus derivados en los pozos de detrás de las plantas. y a nadie le importa. Allí no se celebran este tipo de juicios.
– ¿Qué posibilidades tienen ante el recurso?
Mary Grace dio un sorbo al café quemado y demasiado azucarado. Estaba a punto de contestar, cuando un agente de seguros se detuvo a su lado, le estrechó la mano, la abrazó, le dio las gracias repetidas veces y al final se alejó al borde de las lágrimas. A continuación, el señor Greenwood, su antiguo director de instituto, ahora jubilado, la vio al entrar y prácticamente la asfixió en un abrazo de oso. El señor Greenwood ni siquiera se percató de la presencia de Shepard mientras divagaba sobre lo orgulloso que se sentía de ella. Le dio las gracias, le prometió que seguiría rezando por ella y le preguntó por la familia. Cuando ya se marchaba, despidiéndose por enésima vez, Babe, la dueña, se acercó para darle otro abrazo y una nueva ronda de felicitaciones.
Al final, Shepard se levantó y salió por la puerta disimuladamente. Minutos después, Mary Grace lo siguió.
– Lo siento -se disculpó-. Es un gran logro para la ciudad.
– Están muy orgullosos.
– Vayamos a ver la planta.
La Planta Número Dos de Krane Chemical de Bowmore, como se la conocía oficialmente, se levantaba en un polígono industrial abandonado al este de las afueras de la población. Las instalaciones estaban compuestas por un conjunto de edificios de hormigón ligero y tejado plano, comunicados por tuberías y gigantescas correas transportadoras. Depósitos de agua y silos se alzaban detrás de los edificios. El kudzu y las malas hierbas lo habían conquistado todo. A causa del pleito, la compañía había protegido las instalaciones con kilómetros de vallas de tela metálica de tres metros y medio de alto, coronadas por un reluciente alambre de cuchillas. Las enormes puertas estaban cerradas con candados. La planta le cerraba la puerta al mundo y guardaba sus secretos enterrados en su interior, como una cárcel donde han ocurrido hechos atroces.
Mary Grace la había visitado durante el proceso, pero siempre con una multitud de abogados, ingenieros, antiguos empleados de Krane, guardias de seguridad, incluso con el juez Harrison. Había realizado la última visita un par de meses atrás, cuando también fueron a verla los miembros del jurado.
Shepard y ella se detuvieron en la entrada principal y se fijaron en los candados. Una enorme señal, muy deteriorada, identificaba la planta y su dueño.
– Hace seis años, cuando fue obvio que el juicio era inevitable -dijo Mary Grace, mientras escudriñaban a través de la valla de tela metálica-, Krane se trasladó a México. Dieron tres días de preaviso a los trabajadores y quinientos dólares en concepto de indemnización por despido, cuando muchos de ellos llevaban trabajando aquí más de treinta años. No pudieron hacerlo peor al marcharse de la ciudad de esa manera, porque muchos de sus antiguos trabajadores acabaron siendo algunos de nuestros mejores testigos durante el juicio. Existía, y sigue existiendo, un gran rencor. Si Krane tenía algún amigo en Bowmore, lo perdió cuando jodió a sus empleados.
Un fotógrafo que trabajaba con Shepard se reunió con ellos en la puerta principal y empezó a sacar fotos. Fueron paseando a lo largo de la valla, mientras Mary Grace dirigía la breve visita.
– No utilizaron candados durante años y fue objeto de muchos actos vandálicos. Los adolescentes venían aquí a beber y drogarse. Ahora la gente se mantiene lo más alejada posible de este lugar. En realidad, las puertas y las vallas no son necesarias, a nadie le apetece acercarse por aquí.
Hacia el norte, una larga hilera de enormes cilindros metálicos se alzaba en medio de la planta.
– A eso se lo conocía como Unidad de Extracción Dos -explicó Mary Grace, señalándolos-. El dicloronileno se obtenía como un derivado reducido y se almacenaba en esos tanques. De ahí, una parte se enviaba a otro lugar para eliminarla de manera adecuada, pero la mayoría se llevaba al bosque de allí, detrás de la propiedad, y simplemente se tiraba a un barranco.
– ¿En el Pozo de Proctor?
– Sí, el señor Proctor era el supervisor a cargo de la eliminación de residuos. Murió de cáncer antes de que pudiéramos citarlo. -Recorrieron veinte metros junto a la valla-o Desde aquí no se ven, pero hay tres barrancos en el bosque, donde arrojaban los bidones y luego los cubrían con tierra y barro. Al cabo de los años, los tanques empezaron a perder, ni siquiera los habían sellado como era debido, y los productos químicos se filtraron al subsuelo. Este proceso continuó igual durante años, toneladas y más toneladas de dicloronileno, cartolyx, aklar y otros productos demostradamente cancerígenos. Según nuestros expertos, y el jurado así lo creyó, los contaminantes acabaron en el acuífero del que Bowmore se abastecía.
Un equipo de seguridad en un carrito de golf se dirigió hacia ellos desde el otro lado de la valla. Dos guardias orondos y armados se detuvieron a su lado y los miraron con atención.
– No les haga caso -murmuró Mary Grace.
– ¿Qué andan buscando? -preguntó uno de los guardias.
– No hemos cruzado la valla -contestó la abogada.
– ¿Qué andan buscando? -repitió el guardia.
– Soy Mary Grace Payton, uno de los abogados. Así que circulen, amigos.
Ambos asintieron al unísono y se alejaron lentamente. Mary Grace consultó la hora.
– Tengo que irme.
– ¿Cuándo podemos volver a vernos?
– Ya veremos, no le prometo nada. Últimamente vamos como locos.
Volvieron a la iglesia de Pine Grave y se despidieron.
Cuando Shepard se hubo ido, Mary Grace se acercó caminando hasta la caravana de Jeannette, a tres manzanas de allí. Bette estaba trabajando y reinaba el silencio. Durante una hora, se sentó con su cliente bajo un arbolito y bebieron limonada embotellada. No hubo lágrimas ni pañuelos, solo estuvieron charlando sobre la vida, la familia y los últimos cuatro meses que habían pasado juntas en una sala del tribunal.