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– Le agradezco que me reciba en sábado y habiendo avisado con tan poco tiempo de antelación -dijo Carl.

– Es un placer -contestó Barry-. Ha sido una semana muy dura.

– He tenido mejores. Asumo que ha hablado personalmente con el senador Grott.

– Por supuesto. Charlamos de vez en cuando.

– Fue bastante vago acerca de a qué se dedican usted y su firma.

Barry se echó a reír y cruzó las piernas.

– Nos dedicamos a las campañas. Eche un vistazo.

– Cogió un mando a distancia y pulsó un botón. Una enorme pantalla blanca bajó del techo y cubrió casi toda la pared. A continuación, apareció toda la nación. La mayoría de los estados estaban coloreados de verde mientras que los demás eran de color amarillo claro-. Treinta y un estados eligen por votación los jueces que presidirán los tribunales de apelación y los tribunales supremos. Son los que están en verde. Los estados en amarillo tienen el sentido común de designarlos. Nosotros nos dedicamos a las verdes.

– Elecciones judiciales.

– Sí. Es a lo único a lo que nos dedicamos, y lo hacemos de manera muy discreta. Cuando nuestros clientes necesitan ayuda, nos concentramos en un magistrado del tribunal supremo estatal poco afín y lo borramos de la ecuación.

– Así sin más.

– Así sin más.

– ¿Quienes son sus clientes?

– No puedo darle nombres, pero todos se encuentran en su mismo barco. Grandes consorcios energéticos, aseguradoras, farmacéuticas, químicas, madereras, todo tipo de fabricantes, además de médicos, hospitales, geriátricos y bancos. Recaudamos mucho dinero y contratamos a la gente sobre el terreno para que dirija campañas agresivas.

– ¿Han trabajado en Mississippi?

– Todavía no. -Barry pulsó otro botón y volvió a aparecer Estados Unidos. Los estados de color verde fueron oscureciéndose poco a poco hasta volverse negros-o Los estados más oscuros son aquellos en los que hemos trabajado. Como puede ver, se extienden de costa a costa. Estamos presentes en los treinta y nueve.

Carl probó el café y asintió, como si quisiera que Barry siguiera hablando.

– Tenemos cerca de cincuenta empleados aquí, todo el edificio es nuestro, y almacenamos gran cantidad de datos. La información es poder, y lo sabemos todo. Revisamos las apelaciones de los estados verdes, conocemos a los jueces de los tribunales de apelación, su historial personal y profesional, familias, divorcios, quiebras, hasta el último detalle escabroso. Revisamos las decisiones, lo que nos permite predecir el resultado de casi todas las causas que se encuentran en estos momentos en los tribunales de apelación. Seguimos las asambleas legislativas y estamos al tanto de las leyes que pudieran afectar al derecho civil. También controlamos los procesos civiles importantes.

– ¿Qué me dice del de Hattiesburg?

– Ah, sí. No nos sorprende el veredicto.

– Entonces, ¿por qué, en cambio, sí sorprendió a mis abogados?

– Sus abogados eran buenos, pero no los mejores. Además, la demandante llevaba todas las de ganar. He estudiado muchos casos de vertidos tóxicos y Bowmore es uno de los peores.

– ¿Quiere decir que volveremos a perder?

– Eso creo. Las aguas van a salirse de madre.

Carl miró el océano y bebió un poco más de café.

– ¿Qué pasa con la apelación?

– Depende de quién esté en el tribunal supremo del estado de Mississippi. Ahora mismo, hay muchas posibilidades de que el veredicto sea ratificado en una votación por cinco a cuatro. El estado se ha demostrado notoriamente complaciente con los demandantes durante estas dos últimas décadas y, como ya sabrá, se ha forjado una bien ganada reputación de ser terreno abonado para los pleitos. Asbesto, tabaco, fentormina, todo tipo de procesos judiciales. A los abogados dedicados a los casos de responsabilidad civil les encanta ese lugar.

– ¿Y perderé por un solo voto?

– Más o menos. El tribunal no siempre es predecible, pero, sí, por lo general suelen votar cinco a cuatro.

– Entonces, ¿lo único que necesitamos es un juez de nuestra parte?

– Sí.

Carl dejó la taza en la mesa y se levantó de un salto. Se quitó la chaqueta, la dejó colgada en el respaldo de una silla y luego se acercó a los ventanales para mirar el océano. Un carguero se alejaba a lo lejos, lentamente, y lo siguió con la mirada unos minutos. Barry fue dando sorbitos a su café.

– ¿Tiene algún juez en mente? -preguntó Carl, al fin. Barry volvió a pulsar uno de los botones del mando a distancia. La pantalla se apagó y desapareció en el techo. Se estiró como si le doliera la espalda.

– Tal vez primero deberíamos hablar de negocios -dijo.

Carl asintió y volvió a sentarse.

– Adelante.

– Nuestra propuesta es más o menos la siguiente: usted nos contrata, el dinero se envía a las cuentas correspondientes y luego le hago entrega de un plan para reestructurar el tribunal supremo del estado de Mississippi.

– ¿Cuánto?

– Estaríamos hablando de dos tipos de pago. Primero, un millón en concepto de anticipo. Todo adecuadamente documentado. Usted se convertirá oficialmente en nuestro cliente y nosotros le proporcionaremos servicios de asesoramiento en el área de relaciones gubernamentales, un término bastante vago que lo cubre prácticamente todo. El segundo pago es de siete millones de dólares y se realiza en un paraíso fiscal. Parte de ese dinero se utilizará para financiar la campaña, pero nos lo quedamos casi todo. El primer pago es el único que constará en los libros.

Carl asentía, sabía muy bien de lo que estaba hablando.

– Por ocho millones me compro mi propio magistrado del tribunal supremo estatal.

– Ese es el plan.

– Ese juez, ¿ cuánto gana al año?

– Ciento diez mil.

– Ciento diez mil dólares -repitió Carl.

– Todo es relativo. Su alcalde de Nueva York se gastó setenta y cinco millones para salir elegido para un cargo con cuyo sueldo apenas paga una diminuta fracción de esa cantidad. Todo es política.

– Política -dijo Carl, como si fuera a escupir. Suspiró hondo y se arrellanó en su sillón-. Supongo que es más barato que una sentencia.

– Mucho más, y habrá más veredictos. Ocho millones es una ganga.

– Hace que parezca muy fácil.

– No lo es. Se trata de campañas durísimas, pero sabemos cómo ganarlas.

– Quiero saber en qué se emplea mi dinero. Quiero saber lo fundamental.

Barry se levantó y se sirvió más café de un termo plateado.

A continuación, se acercó a los magníficos ventanales y se quedó mirando el mar. Carl echó un vistazo a su reloj de pulsera. Tenía un partido de golf a las doce y media en el club de campo de Palm Beach, aunque tampoco le preocupaba demasiado. Era un golfista social que solo jugaba porque era lo que se esperaba de él.

Rinehart apuró su taza y regresó al sillón.

– Señor Trudeau, lo cierto es que en realidad no desea saber en qué se emplea su dinero. Lo que quiere es ganar. Lo que quiere es una cara amiga en el tribunal supremo estatal para que, cuando se falle el caso Baker contra Krane Chemical dentro de dieciocho meses, esté seguro del resultado. Eso es lo que quiere yeso es lo que tendrá.

– Por ocho millones, eso espero, desde luego.

Tiraste dieciocho kilos en una birria de escultura hace tres noches, pensó Barry, aunque no se atrevió a decirlo en voz alta. Tienes tres jets privados que te cuestan cuarenta millones cada uno. La «restauración» de los Hamptons te va a costar un mínimo de diez millones. Yesos son solo algunos de tus caprichos. Aquí estamos hablando de negocios, no de caprichitos. El dossier que Barry tenía sobre Carl era mucho más grueso que el de Carl sobre Barry. Aunque, para ser justos, el señor Rinehart intentaba por todos los medios no llamar la atención mientras que el señor Trudeau se desvivía por atraerla.