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Continuaron presentando las siguientes peticiones.

– Denegadas -sentenció el juez Harrison al cabo de unos minutos de una poco inspirada argumentación.

Cuando los abogados terminaron de hablar, y mientras recogían los papeles y cerraban los maletines, Jared Kurtin se dirigió al tribunal.

– Señoría, ha sido un placer -dijo-. Estoy seguro de que volveremos a repetir lo mismo de aquí a unos tres años. -Se levanta la sesión -contestó su señoría, con aspereza, y golpeó el martillo con fuerza.

Dos días después de Navidad, oscurecía cuando Jeannette Baker salió de su caravana y atravesó Pine Grave a pie en dirección a la iglesia y al cementerio de la parte de atrás, en una tarde fría y ventosa. Besó la pequeña lápida de la tumba de Chad y luego se sentó y se apoyó en la de su marido, Pete. Había muerto un día como ese, cinco años atrás.

En cinco años había aprendido a pensar, sobre todo, en los buenos recuerdos, aunque no conseguía desprenderse de los malos. Pete, todo un hombretón, pesaba menos de cincuenta y cinco kilos y era incapaz de comer, y finalmente incluso de beber agua, por culpa de los tumores que le bloqueaban la garganta y el esófago. Pete, con treinta años, tan demacrado y pálido como un moribundo que le doblara la edad. Pete, el hombre duro, llorando a causa del dolor insoportable y suplicándole más morfina. Pete, el hablador, el que se sabía tantas historias y las contaba tan bien, incapaz de emitir más que un gemido lastimero. Pete, implorándole que le ayudara a poner fin a aquel infierno.

Los últimos días de Chad habían sido relativamente tranquilos. Los de Pete habían sido una agonía. Jeannette había visto demasiado.

Se acabaron los malos recuerdos. Había ido allí para hablar de la vida que habían compartido, de su noviazgo, de su primer piso en Hattiesburg, del nacimiento de Chad, de los planes que tenían para aumentar la familia y comprar una casa más espaciosa, y de todos los sueños con los que habían reídos juntos. El pequeño Chad con su caña y una impresionante ristra de pescados del estanque de su tío. El pequeño Chad con su primer uniforme de béisbol y el entrenador Pete a su lado. Navidad y Acción de Gracias, unas vacaciones en Disney World cuando ambos ya estaban enfermos y muriéndose.

Se quedó hasta mucho después de anochecer, como siempre. Denny Ott la observaba desde la ventana de la cocina de la casa del párroco. En esos días, el pequeño cementerio que cuidaba con tanto mimo estaba recibiendo muchas más visitas de las habituales.

10

El Año Nuevo se estrenó con un nuevo funeral. Inez Perdue murió después de un largo y doloroso deterioro de sus riñones. Tenía sesenta y un años, era viuda y tenía dos hijos adultos que, con suerte, se irían de Bowmore en cuanto fueran lo bastante mayores. No tenía seguro médico y murió en su pequeña casa de las afueras de la ciudad, rodeada de sus amigos y su pastor, Denny Ott. Después de dejarla, el pastor Ott fue al cementerio de detrás de la iglesia de Pine Grove y, con la ayuda de otro diácono, empezó a cavar la tumba, la número diecisiete.

En cuanto la gente empezó a irse, subieron el cuerpo de Inez a una ambulancia y lo llevaron al depósito de cadáveres del Forrest County Medical Center, en Hattiesburg. Allí, un médico contratado por el bufete de los Payton extrajo tejido, le sacó sangre y llevó a cabo una autopsia durante tres horas. Inez había accedido a someterse a aquel lúgubre procedimiento cuando firmó un contrato con los Payton un año antes. La investigación de sus órganos y el examen de sus tejidos tal vez les aportarían pruebas que algún día podían llegar a ser cruciales en un juicio.

Ocho horas después de su muerte, estaba de vuelta en Bowmore, en un ataúd barato, a resguardo de la noche, en el santuario de la iglesia de Pine Grave.

Hacía tiempo que el pastor Ott había logrado convencer a sus feligreses de que una vez que el cuerpo ya no posee vida y el alma asciende a los cielos, los ritos terrenales son superfluos y carecen de importancia. Los funerales, los velatorios, el embalsamamiento, las flores, los féretros caros… todo era una pérdida de tiempo y dinero. Polvo eres y en polvo te convertirás. Dios nos envió desnudos al mundo y así deberíamos abandonarlo.

Celebró el oficio religioso de Inez al día siguiente, ante un templo abarrotado. Entre los asistentes se encontraban Wes y Mary Grace, así como un par de abogados que observaban con curiosidad. El pastor Ott se esforzaba en animar a sus feligreses durante los oficios religiosos, a veces con toques humorísticos, y estaba convirtiéndose en todo un experto. Inez era la pianista suplente de la iglesia y, aunque tocaba con decisión y gran entusiasmo, solía saltarse la mitad de las notas. Además, teniendo en cuenta que prácticamente era sorda, no tenía ni la más remota idea de lo mal que tocaba. El recuerdo de sus interpretaciones levantó el ánimo general.

Habría sido fácil cargar contra Krane Chemical y su ristra de pecados, pero el pastor Ott no mencionó a la compañía. Inez estaba muerta y nada iba a cambiar eso. Todos sabían quién la había matado.

Después de un oficio de una hora, los portadores del féretro colocaron el ataúd de madera en la calesa del señor Earl Mangram, la única auténtica que quedaba en el condado. El señor Mangram había sido una de las primeras víctimas de Krane, el funeral número tres en la carrera de Denny Ott, y había pedido específicamente que su féretro saliera de la iglesia y se llevara al cementerio en la calesa de su abuelo, con su vieja mula, Blaze, con los arreos puestos. La breve procesión gustó tanto que Pine Grave adoptó aquella nueva tradición de inmediato.

Cuando subieron el féretro de Inez a la calesa, el pastor Ott, aliado de Blaze, tiró de las riendas y la vieja mula empezó a avanzar pesadamente, encabezando el pequeño desfile que partió de la puerta de la iglesia, dobló la esquina y se detuvo en el cementerio.

Aferrándose a las tradiciones sureñas, al último adiós de Inez le siguió una cena en la sala anexa, en la que todos aportaron algún plato. Para una gente tan acostumbrada a la muerte, el convite que sucedia al funeral permitía que los dolientes se consolaran mutuamente y compartieran sus lágrimas. El pastor Ott iba de un grupo a otro, charlando con unos y rezando con otros.

La gran pregunta en esas horas tan aciagas siempre era quién sería el siguiente. Tenían la sensación de encontrarse en el corredor de la muerte por muchos motivos: estaban aislados, sufrían y no sabían quién sería la próxima víctima que elegiría el verdugo. Rory Walker tenía catorce años y estaba perdiendo la batalla contra la leucemia a marchas forzadas, una guerra que ya duraba diez años. Seguramente sería el siguiente. Había ido al colegio y por eso no había asistido al funeral de Perdue, pero su madre y su abuela estaban allí.

Los Payton se habían retirado a un rincón con Jeannette Baker, donde charlaban de cualquier cosa menos del caso, mientras daban cuenta de los cuatro míseros trocitos de brécol con queso que se habían servido en sus platos de cartón. Se enteraron de que Jeannette estaba trabajando de dependienta en el turno de noche en un establecimiento de comida preparada y que le había echado el ojo a una caravana mejor equipada. Bette y ella empezaban a tener problemas. Bette tenía un novio que solía pasar la noche con ella, y parecía demasiado interesado en la situación legal de Jeannette.

Daba la impresión de que Jeannette pensaba con mayor claridad, y física y mentalmente se la veía más fuerte. Había ganado algo de peso y aseguraba que había dejado de tomar antidepresivos. La gente la trataba de manera diferente. Todo eso lo explicaba en voz baja, mientras miraba a los demás.

– Al principio, la gente estaba realmente orgullosa. Les habíamos devuelto el golpe, habíamos ganado. Por fin alguien de fuera nos había oído, a nosotros, a la gente insignificante de un pueblo insignificante. Todo el mundo danzaba a mi alrededor y tenía buenas palabras para conmigo. Cocinaban para mí, limpiaban la caravana, siempre había alguien en casa. Cualquier cosa por la pobre Jeannette. Pero a medida que el tiempo ha ido pasando, he empezado a oír hablar de dinero. Cuánto tiempo va a durar la apelación, cuándo vaya recibir el dinero, qué vaya hacer con él, e infinidad de otras preguntas. El hermano pequeño de Bette se quedó una noche, bebió demasiado y me pidió prestados mil dólares. Tuvimos una pelea y dijo que todo el pueblo sabía que ya había recibido parte del dinero. Me quedé muy sorprendida. La gente hablaba, corrían todo tipo de rumores. Veinte millones por aquí, veinte millones por allá. Cuánto vaya regalar, qué coche me vaya comprar, dónde voy a construirme una casa nueva. Miran con lupa hasta el último centavo que me gasto, que no es mucho. y los hombres… No hay calavera en cuatro condados a la redonda que no haya llamado para ver si podía pasarse por aquí a saludar o a llevarme al cine. Sé a ciencia cierta que un par de ellos ni siquiera están divorciados, porque Bette conoce a sus primos. Ahora mismo, los hombres son en lo último que pienso.