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Antes de levantar la sesión, Tony les pidió discreción encarecidamente, algo vital para la campaña.

– Si los abogados litigantes descubren en estos momentos que vamos a presentarnos a las elecciones, pondrán en marcha su máquina de recaudar dinero, y la última vez os ganaron.

Les molestó aquella segunda alusión a «su» derrota en las últimas elecciones, como si hubieran podido ganar de haber contado con Tony. Sin embargo, todos lo pasaron por alto. La sola mención de los abogados litigantes volvió a concentrarlos en el objetivo de la reunión.

Estaban demasiado emocionados con la idea de la campaña como para ponerse a discutir.

La demanda conjunta aseguraba incluir a «más de trescientos» afectados, en distintos grados, por la negligencia grave cometida por Krane Chemical en la planta de Bowmore. Solo veinte constaban como demandantes y, de esos veinte, tal vez la mitad sufrían lesiones de importancia. Si sus dolencias estaban relacionadas con el agua contaminada era otra cuestión.

La demanda conjunta se presentó en Hattiesburg, en el tribunal federal, un buen ataque lanzado desde el juzgado de distrito del condado de Forrest, donde la doctora Leona Rocha y su jurado habían pronunciado su veredicto apenas dos meses antes. Los abogados Sterling Bintz, de Filadelfia, y F. Clyde Hardin, de Bowmore, se habían presentado en el edificio para interponer la demanda colectiva y para charlar con cualquier periodista que hubiera contestado a la nota informativa que previamente habían enviado a la prensa. Por desgracia, no había cámaras de televisión, solo un par de redactores de publicaciones ecologistas. Al menos, para F.Clyde era una aventura. Hacía más de treinta años que no pisaba un tribunal federal.

En cambio, para el señor Bintz, la escasa repercusión que habían conseguido era descorazonadora. Había imaginado grandes titulares, reportajes extensos y espléndidas fotos. Había presentado muchas demandas conjuntas importantes y casi siempre había conseguido que los medios de comunicación cubrieran la noticia como se merecía. ¿Qué le pasaba a esa gente de campo?

F.Clyde regresó a Bowmore de inmediato, a su despacho, donde Miriam le esperaba, ávida de noticias.

– ¿ En qué canal salís? -le preguntó.

– En ninguno.

– ¿Qué?

Sin duda alguna era el día más importante de la historia del bufete de F.Clyde Hardin amp; Associates, y Miriam deseaba verlo en televisión.

– Al final decidimos sortear a los periodistas, no se puede confiar en ellos -dijo F.Clyde, echando un vistazo al reloj de pulsera. Eran las cinco y cuarto, ya hacía rato que Miriam debería haberse ido-. No hace falta que te quedes -dijo, arrojando la chaqueta a un lado-. Lo tengo todo controlado.

Miriam se fue enseguida, desilusionada, y F. Clyde se dirigió derecho a la botella que guardaba en el despacho. El denso y frío vodka lo tranquilizó inmediatamente, y Hardin empezó a repasar los acontecimientos del gran día. Con un poco de suerte, aparecería su foto en el periódico de Hattiesburg.

Bintz representaba a trescientos clientes. A quinientos dólares cada uno, a F. Clyde se le debía una buena tajada. Hasta el momento solo le habían pagado tres mil quinientos dólares, la mayoría de los cuales se habían destinado a pagar impuestos atrasados.

Se sirvió una segunda copa y lo mandó todo a la porra.

Bintz no iba a joderlo porque lo necesitaba. Él, F. Clyde Hardin, era ahora uno de los abogados que constarían en una de las demandas conjuntas más importantes del país. Todos los caminos conducían a Bowmore y F.Clyde era su hombre.

13

Se dijo en el bufete que el señor Fisk estaría en Jackson todo el día, algo relacionado con asuntos personales. En otras palabras: que no preguntaran. Como socio, se había ganado el derecho de ir y venir a su antojo, aunque Fisk era tan disciplinado y organizado que cualquiera del bufete podía localizarlo en menos de cinco minutos.

Se despidió de Doreen en la entrada, de madrugada. Ella también estaba invitada, pero con el trabajo y tres niños era imposible, sobre todo habiéndoles avisado con tan poco tiempo de antelación. Ron se fue sin desayunar, a pesar de que tampoco había prisa; sin embargo, Tony Zachary le había dicho que almorzarían en el avión yeso había sido suficiente para convencer a Ron para que se saltara los cereales con fibra de la mañana.

La pista de aterrizaje de Brookhaven era demasiado pequeña para el jet, así que Ron accedió de buen grado a acercarse hasta el aeropuerto de Jackson, aunque para ello tuviera que madrugar. Nunca había estado a menos de cien metros de un avión privado y ni siquiera había llegado a imaginar que algún día subiría a uno. Tony Zachary estaba esperándolo en la terminal de aviación general, con un vigoroso apretón de manos y un animado «Buenos días, señoría». Atravesaron el asfalto con paso decidido y pasaron junto a varios turbohélices ya muy viejos, aparatos más pequeños e inferiores. A lo lejos esperaba un avión magnífico, tan exótico y de líneas tan elegantes como una nave espacial. Las luces de navegación parpadeaban. La espléndida escalera estaba extendida, una magnífica invitación a sus pasajeros especiales. Ron siguió a Tony hasta el descansillo, donde una atractiva auxiliar de vuelo con falda corta les dio la bienvenida a bordo, se ocupó de sus chaquetas y los acompañó hasta sus asientos.

– ¿Has estado antes en un Gulfstream? -le preguntó Tony, cuando tomaron asiento.

Uno de los pilotos los saludó mientras pulsaba el botón para retirar la escalera.

– No -contestó Ron, admirando la caoba pulida, la suave piel y los adornos dorados.

– Es un G5, el Mercedes de los jets privados. Este podría llevarnos a París en un vuelo sin escalas.

Entonces vayamos a París en vez de a Washington, pensó Ron mientras se inclinaba hacia el pasillo para hacerse una idea de la longitud y el tamaño del avión. Tras un breve cálculo, estimó que allí había espacio para al menos una docena de niños mimados.

– Es precioso -dijo.

También le habría gustado preguntar de quién era, quién pagaba el viaje o quién estaba detrás de un reclutamiento tan lujoso, pero se dijo que preguntar sería de mala educación. Solo tenía que relajarse, disfrutar del viaje, del día y recordar todos los detalles, porque Doreen querría oírlos.

La auxiliar de vuelo volvió a aparecer. Les explicó el procedimiento de emergencia y a continuación les preguntó qué querrían para desayunar. Tony pidió huevos revueltos, beicon y patatas salteadas con cebolla. Ron pidió lo mismo.

– El lavabo y la cocina están al fondo -dijo Tony, como si viajara en un G5 todos los días-. El asiento es reclinable, si quieres echar una cabezadita. -Llegó el café cuando empezaron a rodar por la pista. La auxiliar de vuelo les ofreció varios periódicos. Tony escogió uno, lo abrió con resolución, esperó unos segundos y luego preguntó-: ¿Sigues de cerca el caso de Bowmore?

Ron fingió leer el diario mientras seguía admirando el lujoso jet.

– Más o menos -contestó.

– Ayer presentaron una demanda conjunta -dijo Tony, indignado-. Uno de esos bufetes de Filadelfia especializados en casos de responsabilidad civil. Me temo que ya han llegado los buitres.