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Era el primer comentario que hacía a Ron referente a esa cuestión y, desde luego, no sería el último.

El G5 despegó. Era uno de los tres aviones privados propiedad de varias entidades controladas por el Trudeau Group y arrendado a través de una compañía aérea sin relación alguna, que hacía imposible llegar a descubrir quién era el verdadero dueño. Ron vio desaparecer la ciudad de Jackson a lo lejos. Minutos después, cuando se estabilizó a cuarenta y un mil pies, empezó a oler el delicioso aroma del beicon en la sartén.

Una vez en el aeropuerto de Dulles, subieron sin perder tiempo a la parte de atrás de una larga limusina negra y cuarenta minutos después llegaban al centro, a K Street. Tony le fue explicando por el camino que tenían una reunión a las diez de la mañana con un grupo de posibles patrocinadores, luego una comida tranquila y después, sobre las dos de la tarde, una nueva reunión con otro grupo. Ron estaría en casa a la hora de cenar. La cabeza le daba vueltas después del emocionante viaje rodeado de lujo y de que le hicieran sentirse tan importante.

Entraron en el anodino vestíbulo de la Alianza de la F amilia Americana, en la decimoséptima planta de un edificio nuevo, y se dirigieron a una recepcionista aún más anodina. El resumen que Tony le había hecho en el avión había sido: «Este grupo es probablemente el más conservador de todos los formados por abogados cristianos conservadores. Tiene muchísimos miembros, dinero e influencia. Los políticos de Washington los adoran y los temen por igual. Está dirigido por Walter Utley, un antiguo congresista que se hartó de los liberales del Congreso y los abandonó para formar su propio grupo».

Fisk había oído hablar de Walter Utley y su Alianza de la Familia Americana.

Los acompañaron hasta una enorme sala de reuniones, donde el señor Utley los esperaba con una agradable sonrisa y un cálido apretón de manos, a lo que siguió la presentación de los demás hombres de la sala, a quienes Tony también había incluido en la breve puesta al día del jet. Representaban a grupos como Sociedad de la Oración, Luz Global, Mesa Redonda de la Familia, Iniciativa Evangélica y muchos otros. Según Tony, todos desempeñaban un papel importante en la política nacional.

Se distribuyeron alrededor de la mesa, ante libretas e informes, como si se dispusieran a tomar declaración bajo juramento al señor Fisk. Tony inició la reunión con un resumen de la situación del tribunal supremo del estado de Mississippi, positivo en términos generales. La mayoría de los jueces eran hombres de bien con un historial de votaciones coherente; sin embargo, claro, también estaba el caso de la jueza Sheila McCarthy y sus devaneos con el liberalismo. No se podía confiar en ella en cuanto a sus resoluciones. Estaba divorciada y se rumoreaba que era de moral relajada, aunque Tony se detuvo ahí, sin entrar en detalles.

Para enfrentarse a ella, necesitaban que aquel hombre, Ron, recogiera el testigo. Tony repasó el currículo de su hombre, aunque no les ofreció ni un solo dato que los presentes no conocieran de antemano. Cedió la palabra a Ron, que se aclaró la garganta y les agradeció la invitación. Empezó a hablar de su vida, de la educación que había recibido, de cómo se había criado, de sus padres, su mujer y sus hijos. Era un devoto cristiano, diácono de la iglesia baptista de Sto Luke y profesor de catequesis. También era miembro del Rotary Club, de una asociación que velaba por la conservación del medio ambiente y entrenaba a un equipo juvenil de béisbol. Alargó la explicación de su currículo todo lo que pudo y luego se encogió de hombros, como queriendo decir que no había nada más.

Su mujer y él habían rezado en busca de inspiración para tomar una decisión. Incluso se habían reunido con su pastor para que sus súplicas llegaran más alto. Ya no les quedaban dudas. Estaban preparados.

Los presentes siguieron mostrándose cálidos, amistosos, encantados de tenerlo allí. Le preguntaron sobre su pasado: ¿había algo que lo atormentara? ¿Un lío de faldas, una detención por conducir bajo el efecto de cualquier sustancia, una estúpida broma estudiantil en la universidad? ¿Algún conflicto ético? ¿ Primer y único matrimonio? Sí, bien, eso creíamos. ¿ Alguna demanda por acoso sexual por parte de algún miembro de su plantilla? ¿Nada por el estilo? ¿Absolutamente nada que tuviera que ver con el sexo? Porque el sexo es el as en la manga de cualquier elección reñida. Y ya que estaban, ¿qué opinión le merecían los gays? ¿Y el matrimonio entre homosexuales? ¡Totalmente en contra! ¿Y las uniones civiles? No, señor, en Mississippi no. ¿ La adopción de niños por homosexuales? No, señor.

¿El aborto? En contra. ¿Cualesquiera que fueran las circunstancias? En contra.

¿La pena de muerte? Completamente a favor.

Nadie pareció percatarse de la contradicción entre ambas convicciones.

¿ Las armas, la Segunda Enmienda, el derecho a llevar armas y todo eso? Ron estaba encantado con sus armas, pero por un momento se preguntó por qué a unos hombres religiosos les preocupaban las armas. y entonces cayó en la cuenta: se trataba de política y de salir elegido. Su largo historial de cazador los satisfizo enormemente y lo alargó todo lo que le fue posible. No se salvaba ni un solo animal.

A continuación, el presidente de la Mesa Redonda de la Familia, de voz chillona, derivó la conversación hacia temas relacionados con la separación de la Iglesia y el Estado que, por el semblante aburrido de los demás, solo parecían interesarle a él. Ron no se amilanó, respondió pensando muy bien lo que contestaba y dio la impresión de satisfacer a los pocos que parecían estar escuchándolo. También empezó a comprender que todo aquello era una farsa. Aquellos hombres ya habían tomado una decisión mucho antes de que él saliera de Brookhaven esa mañana. Era su hombre, y en esos momentos únicamente estaba gastando saliva.

La siguiente tanda de preguntas estuvo relacionada con la libertad de expresión, especialmente de la expresión religiosa. La pregunta fue: ¿un juez comarcal debería tener la potestad de colgar los Diez Mandamientos en su sala del tribunal? Ron tuvo la sensación de que aquella cuestión les interesaba en particular y al principio se sintió inclinado a ser completamente sincero y contestar que no. El Tribunal Supremo de Estados Unidos había dictaminado que era una violación de la separación entre la Iglesia y el Estado, y Ron estaba de acuerdo. Sin embargo, no quería ser un aguafiestas.

– Uno de mis modelos es el juez de distrito del tribunal de Brookhaven -respondió al fin. A continuación empezaron las fintas y los amagos-. Un gran hombre. Hace treinta años que tiene los Diez Mandamientos colgados en la pared y siempre lo he admirado.

Una hábil respuesta que, a pesar de no engañar a nadie, les sirvió como ejemplo de los recursos de los que el señor Fisk podría valerse para sobrevivir en una campaña reñida. No insistieron en ello, no hubo ninguna objeción. Después de todo, eran combatientes experimentados en el campo de batalla de la política y sabían reconocer una respuesta ingeniosa e inteligente.

Al cabo de una hora, Walter Utley echó un vistazo a su reloj y anunció que iba un poco retrasado. Ese día tenía otras reuniones importantes. Dio por concluida la pequeña toma de contacto, les aseguró que el señor Ron Fisk lo había impresionado profundamente y que no veía ninguna razón por la que su Alianza de la Familia Americana no pudiera, ya no solo respaldarlo, sino ponerse manos a la obra allí abajo y obtener algunos votos. Todos los presentes asintieron con un gesto de cabeza y Tony Zachary pareció tan orgulloso como quien acaba de ser padre.

– Ha habido un cambio de planes para la comida -dijo, cuando volvieron a subir a la limusina-. El senador Rudd quiere verte.

– ¿El senador Rudd? -preguntó Fisk, incrédulo.

– El mismo -contestó Tony, ufano.

Myers Rudd había cumplido la mitad de su séptimo mandato (treinta y nueve años) en el Senado, y se había presentado sin oposición a las tres últimas elecciones. El 40 por ciento de la gente lo despreciaba profundamente mientras que el 60 por ciento restante lo adoraba. Había perfeccionado el arte de echar un cabo a los que se encontraban en su mismo barco y a hacer caso omiso de los demás. Era una leyenda en el ámbito político de Mississippi, el que apañaba y siempre metía mano en los comicios locales, el rey que elegía a sus candidatos, el asesino que pasaba a cuchillo a quien se presentara contra los suyos, el banco que financiaba cualquier campaña con montañas de dinero, el sabio anciano que lideraba su partido y el matón que destruía a los demás.