Para desviar la conversación del cariz que estaba tomando, Ron decidió introducir una pregunta medianamente inteligente.
– ¿Qué me dice de la costa del golfo? Tengo muy pocos contactos por allí.
Como era de esperar, a Rudd le hizo gracia la pregunta.
No había ningún problema.
– Mi mujer es de la bahía de St. Louis -dijo, como si solo eso garantizara una victoria aplastante para su elegido-. Tienes a los contratistas de defensa, los astilleros, la NASA, joder, tengo a esa gente comiendo de la palma de mi mano.
Ron pensó que lo contrario también debía de ser cierto.
Una especie de relación simbiótica.
Un móvil vibró junto al vaso de té del senador.
– Tengo que responder -dijo, después de mirarlo y fruncir el ceño-, es la Casa Blanca.
Parecía bastante irritado.
– ¿Quiere que salga? -preguntó Ron, tan impresionado que casi se había quedado sin habla y al mismo tiempo temeroso de oír algo sobre un asunto de importancia crucial que no debiera oír.
– No, no -contestó Rudd, y lo invitó a retomar asiento con un gesto.
Fisk intentó concentrarse en la sopa, el té y el bollito, y a pesar de ser una comida que no olvidaría jamás, de repente deseaba que terminara cuanto antes. Al contrario que la conversación telefónica. Rudd mascullaba y hablaba entre dientes, aunque sin dejar entrever qué tipo de crisis estaba solucionando. El camarero regresó con el pez espada, que todavía crepitaba ligeramente, si bien enseguida se enfrió. Las acelgas de acompañamiento nadaban en mantequilla.
Rudd colgó cuando el mundo volvía a estar a salvo y ensartó el pescado con el tenedor.
– Disculpa -dijo-. Malditos rusos. Bueno, da igual, quiero que te presentes, Ron. Es importante para el estado. Debemos meter en vereda a nuestro tribunal.
– Sí, señor, pero…
– Cuentas con mi todo mi apoyo. No oficialmente, recuérdalo, pero me dejaré los cuernos en la sombra. Te conseguiré dinero de verdad. Haré restallar el látigo, romperé algunos brazos, lo típico de por allí. Sé de lo que hablo, hijo, créeme.
¿Y si…?…
– Nadie me gana en Mississippi. Pregúntale al gobernador. Le sacaban veinte puntos a dos meses de la votación y lo estaba intentando él solo. No necesitaba mi ayuda. Me acerqué hasta allí, rezamos juntos, el tipo se convirtió y obtuvo una victoria arrolladora. N o me gusta inmiscuirme en los asuntos de por allí, pero lo haré. Además, estas elecciones se lo merecen. ¿Tú estás dispuesto?
– Eso creo.
– No seas tonto, Ron. Es una oportunidad única en la vida de hacer algo grande. Piénsalo, tú, con… ¿ cuántos años?
– Treinta y nueve.
– Con treinta y nueve años, un chaval, pero ya estás en el tribunal supremo del estado de Mississippi. Además, una vez dentro, el cargo es para ti para siempre. Tú solo piénsalo.
– Lo estoy pensando muy en serio, señor.
– Bien.
El teléfono volvió a zumbar, seguramente era el presidente.
– Disculpa -dijo Rudd, llevándoselo al oído y engullendo un enorme trozo de pescado.
La tercera y última parada del recorrido fue en la oficina de la Red Pro Reforma de la Responsabilidad Civil, en Connecticut Avenue. Tony volvía a estar al mando y despacharon las presentaciones y las cortesías de rigor en un abrir y cerrar de ojos. Fisk contestó varias preguntas inocuas, un entrante en comparación con el plato fuerte que le habían servido esa mañana las organizaciones religiosas. Una vez más le abrumó la impresión de que todo el mundo hacía aquello por inercia. Para ellos era importante tocar y oír a su candidato, pero no parecían demasiado interesados en llevar a cabo una evaluación real. Confiaban en Tony, y si él había encontrado a su hombre, ellos también.
Aunque Ron Fisk no lo supiera, los cuarenta y cinco minutos que duró la reunión fueron grabados con una cámara oculta que enviaba las imágenes a una pequeña sala de audiovisuales varios pisos más arriba, donde Barry Rinehart no perdía detalle. Tenía una voluminosa carpeta sobre Fisk que contenía fotografías y varios informes, pero estaba ansioso de oír su voz, estudiar sus miradas, sus gestos y escuchar sus respuestas. ¿Era lo bastante fotogénico, telegénico, elegante, atractivo? ¿Transmitía su voz seguridad, confianza? ¿Sonaba como un tipo inteligente o gris? ¿Se ponía nervioso ante un grupo como aquel o estaba tranquilo y seguro de sí mismo? ¿Podía empaquetarse y venderse?
Barry se convenció al cabo de quince minutos. Lo único negativo era un atisbo de nerviosismo, pero eso era lo mínimo que cabía esperar. Saca a un hombre de Brookhaven y lánzalo en medio de gente desconocida en una ciudad extraña y seguro que tartamudea un par de veces. Bonita voz, bonita cara, traje pasable. Ciertamente, Barry había trabajado con menos.
Nunca conocería en persona a Ron Fisk y, como en todas las campañas de Barry, el candidato jamás tendría ni la más remota idea de quién manejaba los hilos.
De vuelta a casa en avión, Tony pidió un whisky sour e intentó que Ron pidiera también algo de beber, pero este declinó la invitación y se ciñó a su café. Era la ocasión perfecta para tomar una copa: a bordo de un jet lujoso, servidos por una mujer preciosa, al final de un día estresante y sin que nadie los estuviera vigilando.
– Solo café -dijo Ron.
A pesar de la ocasión, sabía perfectamente que seguían evaluándolo. Además, de todos modos era abstemio. La decisión había sido fáciL
Tony tampoco era un gran bebedor. Le dio unos cuantos sorbos a su copa, se aflojó la corbata y se arrellanó en el asiento. -Se dice por ahí que esa tal McCarthy le da a la botella de lo lindo -comentó.
Ron se limitó a encogerse de hombros. El rumor no había llegado hasta Brookhaven. Calculaba que al menos el 50 por ciento de la gente de allí sería incapaz de nombrar ni a uno de los tres jueces del distrito sur, así que mucho menos sabrían de sus costumbres, buenas o malas.
Tony bebió un nuevo trago antes de continuar.
– Sus padres también eran bebedores empedernidos. Claro que eran de la costa, así que tampoco es de sorprender. Suele frecuentar un bar llamado Tuesday's, cerca del embalse. ¿ Has oído hablar de él?
– No.
– Es una especie de mercado de carne para la gente de mediana edad a la que le va la marcha, al menos eso he oído. Nunca he estado allí.
Fisk se negó a picar el anzuelo. Ese tipo de cotilleos parecían aburrirle, algo que a Tony no le molestó. En realidad, lo encontró admirable. Que el candidato mantuviera su superioridad moral, ya se arrastrarían los demás por el fango.
– ¿Cuánto hace que conoces al senador Rudd? -preguntó Fisk, cambiando de tema.
– Bastante.
Siguieron charlando sobre el gran senador y su pintoresca carrera durante el resto del corto viaje.
Ron corrió a casa sin bajar de la nube en la que flotaba después del emocionante encuentro que había tenido con el poder y todo lo que lo acompañaba. Doreen quería conocer hasta el último detalle. Cenaron espaguetis recalentados mientras los niños acababan los deberes y se preparaban para irse a la cama.
Doreen tenía muchas preguntas y Ron tuvo problemas para encontrar alguna de las respuestas. ¿Por qué había tantos grupos y tan distintos dispuestos a invertir esas cantidades en un político desconocido y sin experiencia? Porque estaban entregados a la causa. Porque preferían jóvenes brillantes y de buen parecer, con creencias afines y que no hubieran servido antes en la administración pública. Además, si Ron decía que no, encontrarían a otro candidato como él. Estaban decididos a ganar, a limpiar el tribunal. Era un movimiento nacional, y uno de los importantes.
La comida privada de su marido con el senador Myers Rudd fue lo que decantó la balanza. Iban a jugarse el todo por el todo en el desconocido mundo de la política y vencerían.