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Barry Rinehart cogió el puente aéreo a La Guardia y desde allí subió a un coche particular que lo llevó al hotel Mercer, en el SoHo. Se registró, se dio una ducha y se puso un traje de lana, más grueso, porque decían que iba a nevar. Recogió un fax en el mostrador y luego se acercó dando un paseo hasta un pequeño restaurante vietnamita, a ocho manzanas del hotel, cerca del Village, un local que todavía no aparecía en las guías turísticas. El señor Trudeau lo prefería para las reuniones privadas. Estaba vacío y era pronto, así que Barry se acomodó en uno de los taburetes de la barra y pidió algo de beber.

Tal vez la chapucera demanda conjunta de F. Clyde Hardin no hubiera tenido demasiada repercusión en Mississippi, pero desde luego el eco había llegado a Nueva York. Las publicaciones financieras diarias recogían la noticia y las ya de por sí maltrechas acciones ordinarias de Krane recibieron un nuevo varapalo.

El señor Trudeau se había pasado el día pegado al teléfono y gritándole a Bobby Ratzlaff. Las acciones de Krane se habían estado cotizando entre los dieciocho y los veinte dólares, pero la demanda conjunta les costó varios dólares. Cerraron a catorce y medio, un nuevo mínimo, y Carl se fingió afectado por la noticia. Ratzlaff, que había sacado un millón de dólares de su plan de pensiones, parecía bastante más hundido.

Cuanto más bajaran, mejor. Carl quería que las acciones cayeran lo máximo posible. En teoría ya había perdido mil millones, pero podía perder más porque un día todo le sería devuelto con creces. Sin que nadie lo supiera, salvo dos banqueros en Zurich, Carl estaba comprando las acciones de Krane a través de una convenientemente imprecisa compañía panameña. Ponía mucho cuidado en adquirirlas en lotes pequeños para no afectar a la tendencia a la baja. Cinco mil acciones en un día tranquilo y veinte mil en uno de los animados, pero nada que pudiera llamar la atención. Pronto tendrían que presentar los beneficios del cuarto trimestre, y Carl había estado falsificando la contabilidad desde Navidades. Las acciones seguirían cayendo en picado y Carl continuaría comprando.

Despachó a Ratzlaff cuando ya había oscurecido y luego devolvió unas cuantas llamadas. Se acomodó en el asiento trasero de su Bentley a las siete y Toliver lo llevó al local vietnamita.

Carl no había vuelto a ver a Rinehart desde su primer encuentro en Boca Ratón, en noviembre, tres días después del veredicto. No utilizaban ni el correo ordinario, ni el electrónico, ni el fax, ni la mensajería, ni los teléfonos fijos, ni los móviles habituales. Cada uno de ellos contaba con un teléfono inteligente que se comunicaba únicamente con el otro y, una vez a la semana, cuando Carl tenía tiempo, lo llamaba para que lo pusiera al día.

Los acompañaron a través de una cortina de bambú hasta una estancia lateral tenuemente iluminada, en la que solo había una mesa. Un camarero les llevó la bebida. Carl se había lanzado a despotricar contra las demandas conjuntas y los abogados que las presentaban.

– Es que hemos llegado a cosas como una hemorragia nasal o un sarpullido -decía-. Ahora, a cualquier paleto que se le ocurre pasar junto a la planta de repente se convierte en un demandante. A todos se les han olvidado los buenos tiempos en los que pagábamos el salario más alto de todo el sur de Mississippi. Los abogados han provocado una estampida y esto se ha convertido en una carrera a los tribunales.

– Pues podría ponerse peor -dijo Barry-. Sabemos que otro grupo de abogados ronda por allí en busca de clientes. Si presentan una demanda, su demanda conjunta se añadirá a la primera, aunque yo no me preocuparía.

– ¡Que no te preocuparías! Claro, como no es tu dinero el que se funde en honorarios de abogados…

– Pero si vas a recuperarlo, Carl. Relájate.

Ahora se tuteaban, se llamaban por el nombre de pila y se trataban con gran familiaridad.

– Que me relaje. Krane ha cerrado hoya catorce dólares y medio. Si tuvieras veinticinco millones de acciones, puede que no te resultara tan fácil relajarte.

– Me relajaría y compraría.

Carl apuró su whisky.

– Te estás volviendo muy gallito.

– Hoy he visto a nuestro hombre. Ha hecho la ronda de visitas en Washington. Un tipo bien parecido y tan honrado que da miedo. Inteligente, buen orador y no se maneja mal. Todo el mundo se quedó impresionado.

– ¿Ya ha firmado?

– Lo hará mañana. Ha comido con el senador Rudd y el amigo sabe qué teclas tocar.

– Myers Rudd -dijo Carl, sacudiendo la cabeza-. Menudo imbécil.

– Y que lo digas, pero se le puede comprar.

– A todos se les puede comprar. El año pasado me gasté más de cuatro millones en Washington. Fui repartiéndolos como caramelos en Navidad.

– Estoy seguro de que Rudd se llevó su parte. Ambos sabemos que es idiota, pero la gente de Mississippi no. Es el rey y por allí abajo lo adoran. Si él quiere que nuestro hombre se presente, ya tenemos la carrera en marcha.

Carl se liberó de la chaqueta y la arrojó a una silla. Se quitó los gemelos, se arremangó y, a salvo de miradas indiscretas, se aflojó la corbata y se arrellanó en la silla. Le dio un trago al whisky.

– ¿Conoces la historia del senador Rudd y la EPA? -preguntó, sabiendo que menos de cinco personas conocían los detalles.

– No -contestó Barry, dándole un tirón a su propia corbata.

– Hace siete años, quizá ocho, antes de que empezara el juicio, la EPA fue a Bowmore y empezó a hacer de las suyas. La gente de allí llevaba años quejándose, pero la EPA no es precisamente famosa por actuar con rapidez. Empezaron a husmear, realizaron pruebas, se asustaron y entonces se preocuparon de verdad. Nosotros no les quitábamos los ojos de encima. Teníamos a gente por todas partes. Joder, si hasta teníamos gente dentro de la EPA. Tal vez fuimos demasiado lejos con lo de los residuos tóxicos, no sé, pero los burócratas se volvieron muy beligerantes. Empezaron a hablar de investigaciones criminales, de llamar a la oficina del fiscal general, nada bueno, pero por el momento nada salió a la luz. Estaban a punto de hacerlo público, acompañándolo de todo tipo de demandas: una limpieza de tropecientos millones, multas desorbitadas, incluso se planteaban el cierre. Un hombre llamado Gabbard era uno de los altos ejecutivos de Krane en aquellos momentos. Ahora ya no sigue con nosotros, pero era de los que sabían cómo convencer a cualquiera. Envié a Gabbard a Washington con un cheque en blanco; en realidad, con varios. Se reunió con nuestros grupos de presión y crearon un nuevo comité de acción política, un PAC, otro más que supuestamente trabajaba en el interés de los fabricantes de productos químicos y plásticos. Diseñaron un plan cuyo objetivo era lograr que el senador Rudd estuviera de nuestro lado. Ahí abajo le tienen miedo, y si quiere que la EPA se esfume, ya puedes olvidarte de ella. Rudd lleva un siglo en el Comité Presupuestario y si la EPA amenaza con oponerse a él, solo tiene que contraatacar amenazando con cerrar el grifo. Es un poco lioso, pero sencillo al mismo tiempo. Además, se trata de Mississippi, terreno de Rudd, por lo que tenía más contactos e influencia que cualquier otro. Así que nuestra gente del nuevo PAC empezó a dorarle la píldora a Rudd, pero él enseguida los caló. Es un simplón, pero lleva tanto tiempo en ese mundillo que creo que ha escrito la mayoría de las reglas.

Llegaron varios platos de gambas y fideos, que apenas recibieron atención, y una nueva ronda de bebidas.

– Rudd consideró que necesitaba un millón de dólares para sus fondos de campaña y nosotros accedimos a enviárselo a través de todas esas empresas fantasma que soléis utilizar para ocultarlo. El Congreso le ha dado una pátina de legalidad, pero no por eso deja de ser un soborno. Después de eso, Rudd quiso algo más. Resulta que tiene un nieto con un pequeño retraso mental que, a su vez, tiene una extraña fijación con los elefantes. El chaval adora a los elefantes. Tiene las paredes llenas de pósteres, ve documentales de fauna salvaje y todo eso. Bien, pues lo que al senador realmente le apetecía era uno de esos safaris en África de primera clase, un cinco estrellas, para poder llevar a su nieto a ver una manada de elefantes. Ningún problema. Luego decide que toda la familia disfrutaría con un viaje así, y nuestra gente le organiza el puñetero viaje. Veintiocho personas, dos jets privados, quince días en la sabana africana bebiendo Dom Pérignon, comiendo langosta y solomillo y, por descontado, contemplando embobados miles de elefantes. La broma ascendió a cerca de trescientos de los grandes y él jamás supo que salieron de mi bolsillo.