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– Una ganga.

– Una verdadera ganga. Calló a la EPA, que se fue de Bowmore. Éramos intocables y, como no hay mal que por bien no venga, ahora el senador Rudd es un experto en todo lo tocante a África: sida, genocidios, hambrunas, violación de los derechos humanos… Da igual el tema, él lo sabe todo porque pasó dos semanas en medio de la sabana de Kenia viendo la fauna salvaje desde detrás de un Land Rover.

Se echaron a reír y atacaron los fideos.

– ¿Te pusiste en contacto con él cuando empezaron las demandas? -preguntó Barry.

– No. Los abogados enseguida se pusieron manos a la obra. Recuerdo que una vez, hablando con Gabbard sobre Rudd, llegamos a la iluminada conclusión de que la política no se vería mezclada con el juicio. Confiábamos en que saldríamos vencedores. Qué equivocados estábamos.

Se concentraron en la cena unos minutos, aunque ninguno de los dos parecía demasiado entusiasmado con la comida.

– Nuestro hombre se llama Ron Fisk -dijo Barry, tendiéndole un sobre grande de papel Manila-. Ahí encontrarás lo fundamental. Fotos, un repaso a su trayectoria vital, unas ocho páginas en total, tal como pediste.

– ¿Fisk?

– El mismo.

La madre de Brianna se había pasado por allí en una de sus dos visitas anuales, para las que Cad insistía en que utilizaran la casa de los Hamptons y a él lo dejaran en paz en la ciudad. Cad le sacaba dos años y ella todavía fantaseaba con la idea de conservar suficiente atractivo como para llamar su atención. Cad no pasaba más de una hora al año en presencia de aquella mujer y no había ocasión en que no se sorprendiera prácticamente rezando por que Brianna no hubiera heredado sus genes. Odiaba a aquella mujer. La madre de una esposa trofeo no es automáticamente una suegra trofeo; además, por lo general suelen estar bastante más obsesionadas con el tema del dinero. Carl había aborrecido a todas y cada una de sus suegras. Para empezar, detestaba la idea de tener una suegra.

Se habían ido. Tenía el ático de la Quinta Avenida solo para él. Brianna había cargado en el coche a Sadler MacGregor, la niñera rusa, su ayudante, la nutricionista y un par de asistentas y había salido en caravana hacia la isla, donde podría invadir su magnífica casa como le placiera y maltratar al servicio a su antojo.

Carl salió del ascensor privado, se topó de bruces con Abused ¡me/da, la maldijo por enésima vez, no hizo caso de su ayudante de cámara, despachó al resto del servicio y ya por fin en la maravillosa intimidad de su dormitorio, se puso el pijama, una bata y unos gruesos calcetines de lana. Fue a buscar un puro, se sirvió un whisky de malta sin hielo y salió a la pequeña terraza que daba a la Quinta Avenida y a Central Park. El aire era cortante y hacía viento, perfecto.

Rinehart le había recomendado que no se preocupara por los detalles de la campaña.

– No hace falta que lo sepas todo -le había dicho en más de una ocasión-o Confía en mí. Me dedico a esto y soy bueno.

Sin embargo, Rinehart nunca había perdido mil millones de dólares. Según uno de los artículos que había leído nada menos que sobre él mismo, solo había seis hombres más, aparte de él, que hubieran perdido mil millones de dólares en un día. Barry jamás sabría hasta qué punto se sentía uno humillado cuando la caída era tan rápida y tan dura en aquella ciudad. De repente no había manera de localizar a los amigos, los chistes de Cad ya no hacían gracia y había puertas del círculo social que parecían cerradas (a pesar de saber que se trataba de algo temporal). Incluso su mujer parecía algo más fría y menos aduladora. Por no mencionar el vacío que le hacían los que realmente importaban: los banqueros, los administradores de fondos, los gurús de las finanzas, la élite de Wall Street.

Admiró tranquilo los edificios de la Quinta Avenida mientras el viento enrojecía sus mejillas. Multimillonarios por todas partes. ¿Habría alguno que se compadeciera de él o todos se regodeaban con su caída? Sabía la respuesta por lo mucho que había disfrutado con los tropiezos de los demás.

Reíd, reíd, se dijo, dando un largo trago a su copa. Reíd todo lo que queráis porque yo, Carl Trudeau, cuento con un arma secreta. Se llama Ron Fisk, un joven agradable e inocentón que he adquirido (fuera de aquí) por una miseria.

Tres manzanas al norte, en lo alto de un edificio que Carl apenas alcanzaba a ver, estaba el ático de Pete Flint, uno de sus muchos enemigos. Dos semanas antes, Pete había aparecido en la portada de Hedge Fund Reports, ataviado con un traje de firma que no le favorecía. Estaba engordando. El artículo ponía por las nubes a Pete, su fondo de inversión libre y en particular los fabulosos resultados del último trimestre del año anterior gracias, casi en su totalidad, al acierto de deshacerse de Krane Chemical. Pete aseguraba que había ganado unos quinientos millones de dólares gracias a Krane y a la brillante predicción sobre el resultado del juicio. No se mencionaba el nombre de Carl, aunque no era necesario. Era de dominio público que había perdido mil millones de dólares, y allí estaba Pete Flint, asegurando haber sacado tajada de la mitad. No tenía palabras para describir lo dolorosa que era la humillación.

El señor Flint no sabía nada acerca del señor Fisk. Cuando oyera su nombre, ya sería demasiado tarde y Carl habría recuperado su dinero. Además de un buen pico adicional.

15

La reunión invernal de la ALM, la Asociación de Abogados Litigantes de Mississippi, se celebraba cada año en Jackson, a principios de febrero, mientras la asamblea legislativa todavía celebraba sesiones. Solía ser un fin de semana lleno de discursos, seminarios, actualizaciones políticas y cosas por el estilo. Teniendo en cuenta que los Payton habían obtenido el veredicto más suculento del estado, los abogados tenían gran interés en oírlos. Mary Grace puso objeciones. Era un miembro activo, pero aquello no estaba hecho para ella. Las convenciones solían incluir largas horas de cócteles amenizadas por batallitas. Las mujeres no estaban excluidas de este tipo de reuniones, pero tampoco acababan de encajar en aquel ambiente. Además, alguien tenía que quedarse en casa con Mack y Liza.

Wes se prestó voluntario a regañadientes. Él también era un miembro activo, pero los congresos de invierno acostumbraban a ser tediosos. Las convenciones de verano en la playa eran mucho más divertidas y estaban más dirigidas a la familia, por lo que el clan Payton había asistido a un par.

Wes condujo hasta Jackson una mañana de sábado y encontró la pequeña convención en un hotel del centro de la ciudad. Aparcó bastante lejos para que ninguno de sus colegas abogados viera qué vehículo conducía en esos momentos. Eran conocidos por sus coches deslumbrantes y otros caprichos, y a Wes le avergonzaba el Taurus desvencijado que había sobrevivido al viaje desde Hattiesburg. Tampoco pasaría la noche en el hotel, porque no podía permitirse una habitación de cien dólares. Sobre el papel podría decirse que era millonario, pero tres meses después de la sentencia, Wes todavía seguía contando hasta el último centavo. La llegada del día de cobro del caso de Bowmore seguía siendo un sueño muy lejano. Incluso con ese veredicto, Wes seguía preguntándose si estaba en su sano juicio cuando aceptó el caso.