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Wes pensaba en los cuarenta y un millones de dólares mientras luchaba contra sus emociones. El bufete sobreviviría, así como su matrimonio, la reputación de ambos y todo lo demás.

Cuando finalmente el juez Harrison anunció: «Se levanta la sesión», los asistentes salieron en tropel de la sala con el teléfono móvil en la mano.

El señor Trudeau seguía de pie junto al ventanal contemplando las últimas luces del atardecer más allá de New Jersey. En el otro extremo del amplio despacho, Stu, su ayudante, contestó la llamada y se aventuró un par de pasos al frente antes de reunir el valor para hablar.

– Señor, han llamado de Hattiesburg. Tres millones en daños y perjuicios, treinta y ocho en punitivos.

Desde su posición, distinguió un ligero vencimiento de los hombros, un mudo suspiro de frustración y luego una retahíla de obscenidades murmuradas.

El señor Trudeau se volvió lentamente y fulminó con la mirada a su ayudante como si deseara matar al mensajero. -¿ Estás seguro de que has oído bien? -preguntó.

Stu deseó con todas sus fuerzas haberse equivocado. -Sí, señor.

La puerta seguía abierta a su espalda. Bobby Ratzlaff irrumpió en el despacho, sin aliento, conmocionado y asustado, en busca del señor Trudeau. Ratzlaff era el jefe de abogados de la casa y su cabeza sería la primera en peligrar. Ya estaba sudando.

– Quiero aquí a tu equipo en cinco minutos -le ladró el señor Trudeau, antes de volverse de nuevo hacia la ventana.

La conferencia de prensa se celebró en la primera planta de los juzgados. En dos grupos pequeños, Wes y Mary Grace hablaron pacientemente con los periodistas. Ambos ofrecieron las mismas respuestas a las mismas preguntas. No, el veredicto no era un récord en el estado de Mississippi. Sí, creían que estaba justificado. No, no lo esperaban, al menos no una cantidad tan alta. Era evidente que apelarían. Wes sentía un gran respeto por Jared Kurtin, pero no por su cliente. Su bufete representaba en esos momentos a treinta querellantes más que habían interpuesto una demanda a Krane Chemical. No, no esperaban llegar a un acuerdo en esos casos.

Sí, estaban exhaustos.

Al cabo de media hora se disculparon y salieron de los juzgados de distrito del condado de Forrest de la mano, llevando un pesado maletín en la otra. Los fotografiaron cuando entraron en el coche y cuando enfilaron la calle.

Por fin a solas, permanecieron callados. Cuatro manzanas, cinco, seis. Pasaron diez minutos sin intercambiar ni una sola palabra. El coche, un Ford Taurus destartalado, con millón y medio de kilómetros, al menos una de las ruedas medio deshinchadas y el ruidito constante de una válvula obstruida, avanzaba sin rumbo por las calles que rodeaban la universidad.

Wes fue el primero en hablar.

– ¿Cuánto es una tercera parte de cuarenta y un millones?

– Ni lo pienses.

– No lo pienso, solo bromeaba.

– Limítate a conducir.

– ¿ A algún sitio en concreto?

– No.

El Taurus se adentró en las urbanizaciones de las afueras, sin rumbo aparente, aunque decididamente no hacia el bufete. Se mantuvieron lejos del barrio donde seguía la bonita casa que una vez habían compartido.

La realidad se asentó lentamente a medida que los abandonaba el aturdimiento. Un pleito que habían iniciado a regañadientes hacía cuatro años acababa de decidirse de la manera más espectacular posible. La agotadora maratón había llegado a su fin y aunque habían logrado una victoria provisional, lo habían pagado caro. Las heridas seguían abiertas y las cicatrices de la batalla no se habían cerrado.

El indicador de la gasolina anunciaba que les quedaba menos de un cuarto de depósito, algo en lo que Wes ni siquiera habría reparado un par de años atrás. Ahora se trataba de un problema bastante más serio. Por entonces conducía un BMW -Mary Grace tenía un Jaguar- y cuando necesitaba repostar, se limitaba a detenerse en su gasolinera preferida y a llenar el depósito pagando con una tarjeta de crédito. Nunca repasaba las facturas, de eso se encargaba su contable, a quien se las entregaba. Ahora ya no tenía tarjeta de crédito, ni BMW, ni Jaguar, aunque seguía trabajando con ellos la misma contable, que cobraba la mitad y administraba el dinero con cuentagotas para mantener el despacho de los Payton a flote.

Mary Grace también miró el indicador, una costumbre que había adquirido recientemente. Se fijó en el indicador y recordó los precios de todo: del litro de gasolina, de una barra de pan, de un litro de leche. Ella era la ahorradora y él el derrochador, pero no muchos años atrás, cuando los clientes acudían a ellos y ganaban casos, se había relajado demasiado y había disfrutado del éxito. Ahorrar e invertir no era prioritario. Eran jóvenes, el bufete estaba creciendo y el futuro parecía no tener límites.

Sin embargo, hacía tiempo que el caso Baker había devorado todo lo que había conseguido poner en fondos de inversión inmobiliaria.

Hacía apenas una hora, sobre el papel, estaban en la miseria y las deudas exorbitantes superaban con creces los contados bienes que pudieran quedarles. Ahora las cosas eran distintas. Las obligaciones no habían desaparecido, pero su balance de situación había mejorado notablemente.

¿O no?

¿Cuándo iban a ver toda o parte de esa maravillosa indemnización? ¿Les ofrecería Krane llegar a un acuerdo? ¿Cuánto tiempo duraría la apelación? ¿Cuánto tiempo podían destinar ahora al resto de los casos?

Ninguno de los dos deseaba pensar en las cuestiones que los atormentaban. Sencillamente estaban demasiado cansados y aliviados. Durante una eternidad apenas habían hablado de otra cosa, y ahora no hablaban de nada. Ya empezarían el informe al día siguiente, o al otro.

– Casi no nos queda combustible -dijo Mary Grace.

– ¿Y la cena? -preguntó Wes, incapaz de hacer pensar una respuesta a su agotada mente.

– Macarrones con queso, con los niños.

El proceso no solo había consumido su energía y sus ahorros sino que también había quemado todas las calorías que pudieran sobrarles al principio del litigio. Wes había adelgazado cerca de siete kilos como mínimo, aunque no estaba seguro, porque hacía meses que no se subía a una báscula. No tenía intención de preguntar a su mujer acerca de un tema tan delicado, pero era evidente que ella también necesitaba alimentarse. Se habían saltado muchas comidas: desayunos mientras bregaban con los niños para vestirlos y llevarlos al colegio, comidas durante las que uno presentaba alguna petición en el despacho de Harrison mientras el otro se preparaba para el siguiente turno de preguntas, cenas en las que trabajaban hasta entrada la medianoche y simplemente se olvidaban de comer. Las barritas y las bebidas energéticas les habían ayudado a ir tirando.

– Me parece genial-dijo, y viró el volante a la izquierda, hacia una calle que les llevaría a casa.

Ratzlaff y dos abogados más tomaron asiento alrededor de la elegante mesa forrada de cuero, en uno de los rincones del despacho del señor Trudeau. El cristal de los ventanales ocupaba toda la pared, lo que proporcionaba unas vistas espectaculares de los rascacielos que se apiñaban en el distrito financiero, aunque nadie estaba de humor para apreciar la vista. El señor Trudeau estaba al teléfono en la otra punta de la estancia, detrás de su escritorio cromado. Los abogados esperaban nerviosos. Se habían mantenido en comunicación constante con los testigos presenciales que tenían en Mississippi, pero seguían disponiendo de pocas respuestas.

El jefe acabó de hablar por teléfono y atravesó la estancia con paso decidido.

– ¿Qué ha ocurrido? -les espetó-. No hace ni una hora estabais muy gallitos y ahora resulta que nos han machacado. ¿Qué ha pasado?

Tomó asiento y miró a Ratzlaff, iracundo.

– Un juicio con jurado está siempre lleno de riesgos -se justificó Ratzlaff.

– He pasado por otros juicios, por muchos, y suelo ganarlos. Creía que habíamos contratado a los mejores picapleitos de la profesión. A los mejores que el dinero puede comprar. No hemos reparado en gastos, ¿no es cierto?