La comida se servía en la gran sala de baile con cabida para doscientas personas, una gran asistencia. Mientras avanzaban los prolegómenos, Wes observó a los presentes desde su asiento en el estrado.
Los abogados litigantes siempre eran un grupo variopinto y ecléctico: vaqueros, granujas, radicales, progres, corporativos, inconformistas extravagantes, moteros, diáconos, el típico sureño, charlatanes, buitres; rostros que aparecían en vallas publicitarias, páginas amarillas y programas de televisión de madrugada. De lo más aburrido. Discutían entre ellos como una familia mal avenida, aunque eran capaces de dejar de lanzarse los trastos a la cabeza, formar un círculo con los carromatos y atacar unidos al enemigo. Venían de las grandes ciudades, donde reñían por obtener casos y clientes, y también de ciudades pequeñas, donde perfeccionaban sus aptitudes ante jurados no demasiado complicados y muy poco dispuestos a gastarse el dinero de los demás. Algunos poseían aviones privados e iban arriba y abajo por todo el país dando forma a la última demanda conjunta del último litigio de daños colectivos. A otros les repelía el juego de los procesos colectivos de responsabilidad civil y se aferraban orgullosos a la tradición de resolver una causa cada vez. La nueva hornada era una generación de emprendedores que aceptaba casos a granel y los resolvían de la misma forma, sin necesidad de tener que enfrentarse a un jurado. Otros, en cambio, no sabían vivir sin la emoción de una sala del tribunal. Unos pocos trabajaban en bufetes donde aportaban su dinero y su talento, pero las firmas de abogados defensores tenían serias dificultades para mantenerse unidas. La mayoría eran pistoleros solitarios demasiado excéntricos para mantener un despacho. Algunos ganaban millones al año, otros sacaban lo justo para vivir, pero la mayoría rondaba los doscientos cincuenta mil dólares. Unos pocos estaban arruinados en esos momentos. Muchos estaban en la cima un año y se despeñaban al siguiente, pero jamás bajaban de la montaña rusa y siempre estaban dispuestos a volver a lanzar los dados.
Si compartían algo, era una rabiosa independencia y la emoción de representar a David contra Goliat.
En la derecha política se encontraba la clase dirigente, el dinero, las grandes empresas y los miles de grupos que estas financiaban. En la izquierda se encontraban las minorías, los sindicatos de trabajadores, los maestros y los abogados litigantes. Los abogados eran los únicos que tenían dinero, aunque una miseria en comparación con las grandes empresas.
Aunque había ocasiones en las que Wes hubiera querido estrangularlos a todos, entre ellos se sentía como en casa. Eran sus colegas, sus compañeros de batalla, y los admiraba. Podían ser arrogantes, optimistas, dogmáticos y a menudo sus peores enemigos, pero nadie se entregaba como ellos por los más desfavorecidos.
Mientras daban cuenta del pollo frío y del brécol congelado, el presidente del comité de cuestiones legislativas fue poniéndolos al día con un discurso sombrío sobre varios proyectos de ley que todavía seguían vivos en el Capitolio. Los reformistas del sistema de agravios habían vuelto y estaban presionando fuerte para promulgar medidas que restringieran la responsabilidad civil y cerraran las puertas de las salas de tribunal. Le siguió el presidente de cuestiones políticas, un hombre un poco más optimista. Las elecciones judiciales se celebrarían en noviembre y, aunque todavía era demasiado pronto para asegurarlo, parecía ser que los jueces «buenos», tanto los de primera instancia como los de apelación, no tendrían que enfrentarse a una oposición de la que tuvieran que preocuparse.
Después de la tarta helada y el café, llegó el momento de presentar a Wes Payton, que recibió una calurosa bienvenida. Empezó disculpándose por la ausencia de su compañera, el verdadero cerebro detrás del proceso de Bowmore. Mary Grace lamentaba perderse el acto, pero en esos momentos se sentía más útil en casa con los niños. Wes emprendió a continuación una larga recapitulación del caso Baker, el fallo y el estado actual de otras demandas contra Krane Chemical. Entre un público como aquel, un veredicto de cuarenta y un millones de dólares era un trofeo reverenciado y podrían haberse pasado horas escuchando al hombre que lo había obtenido. Solo unos pocos habían experimentado la emoción de una victoria como aquella, pero todos habían probado la amarga medicina de un mal veredicto.
Cuando terminó recibió un clamoroso aplauso, seguido de una tanda de ruegos y preguntas improvisada. ¿Qué expertos habían resultado útiles? ¿A cuánto ascendían los costes del proceso? (Wes se negó educadamente a decir la cantidad. Aunque se encontrara en una sala llena de profesionales acostumbrados a grandes cifras, la suma era demasiado dolorosa para convertirla en un tema de debate.) ¿En qué estado estaban las conversaciones para llegar a un acuerdo, si es que estas se estaban llevando a cabo? ¿ Cómo afectaría la demanda conjunta al demandado? ¿Y la apelación? Wes podría haber seguido hablando durante horas sin peder la atención del público.
Esa misma tarde, durante un cóctel temprano, volvió a recibir en audiencia, contestó nuevas preguntas y disolvió rumores. Un grupo, que estaba cercando un vertido tóxico en el norte del estado, cayó sobre él con zalamerías en busca de consejo. ¿Le importaría echarle un vistazo a su caso? ¿Podría recomendarles a algún experto? ¿Y si fuera a visitar el lugar? Al final consiguió escapar en dirección al bar, donde tropezó con Barbara Mellinger, la inteligente y veterana directora ejecutiva de la ALM Y uno de los miembros más importantes del grupo de presión.
– ¿Tienes un minuto? -le preguntó Mellinger, mientras se apartaban a un rincón donde nadie pudiera oírles-o He oído un rumor escalofriante -dijo, dando un sorbo a su ginebra y mirando a los presentes. Mellinger se había pasado veinte años en las salas del Capitolio y conocía como nadie el terreno que pisaba. Además, no era dada a los chismorreos. Le llegaban más que a nadie, pero cuando ella decidía contar uno, por lo general era porque se trataba de algo más que un simple rumor-. Van a por McCarthy -dijo.
– ¿Ellos? -preguntó Wes a su lado, mirando a los presentes.
– Los sospechosos habituales: la Junta de Comercio y ese hatajo de matones.
– No pueden con McCarthy.
– Bueno, pero pueden intentarlo.
– ¿Ella lo sabe?
Wes acababa de perder el interés en su refresco sin calorías.
– No creo. No lo sabe nadie.
– ¿Tienen un candidato?
– Si lo tienen, no sé quién es, pero tienen una gran habilidad en dar con la persona adecuada.
¿Qué se suponía que debía decir o hacer Wes? Contar con unos buenos fondos de campaña era la única defensa posible y él no podía contribuir ni con un solo centavo.
– ¿Y ellos lo saben? -preguntó Wes, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a los corrillos que se habían formado.
– Todavía no. En estos momentos estamos intentando no hacer ruido, a la espera. McCarthy, como suele ocurrir, no tiene ni un centavo en el banco. Los jueces del supremo se creen invencibles, piensan que están por encima de la política y todo eso, y cuando de repente aparece un rival, les han hecho la cama.
– ¿Tienes un plan?
– No. Por ahora me limito a observar y esperar. Y a rezar, para que solo sea un rumor. Hace dos años, en las elecciones de McElwayne, esperaron hasta el último minuto para anunciar la candidatura y para entonces ya tenían un millón en el banco.
– Sin embargo, ganamos esas elecciones.
– Así es, pero dime que no se te pusieron por corbata.
– Y que lo digas.
Un hippie entrado en años y con coleta avanzó hacia ellos con paso inestable y una deslumbrante sonrisa.
– Les habéis dado una buena patada en el culo por ahí abajo, ¿eh?
La frase de presentación parecía anunciar que iba a ocupar como mínimo la siguiente media hora de la vida de Wes, así que Barbara decidió despedirse.