– Continuará -le susurró.
De camino a casa, Wes disfrutó recordando la celebración durante unos kilómetros antes de dejarse vencer por el pánico al acordarse del rumor sobre McCarthy. Se lo contó todo a Mary Grace, con pelos y señales, y después de cenar, salieron del piso y fueron a dar un largo paseo. Ramona y los niños se quedaron viendo una película antigua.
Como buenos abogados, siempre seguían de cerca las resoluciones del tribunal supremo. Leían y comentaban todas las opiniones que se redactaban, una costumbre que se había iniciado en el momento de asociarse y que habían seguido cultivando con convicción. En los viejos tiempos, los integrantes del tribunal apenas cambiaban. Las vacantes se debían a la muerte del que había ocupado el cargo y los nombramientos temporales solían acabar haciéndose vitalicios. Con los años, los gobernadores habían escogido a los sustitutos con criterio y el tribunal seguía siendo respetado. Una campaña ruidosa era algo insólito. El tribunal se enorgullecía de mantener la política alejada de sus asuntos y decisiones. Sin embargo, esos días habían pasado a la historia.
– Pero con McElwayne les ganamos -repitió Mary Grace una vez más.
– Por tres mil votos.
– Es una victoria.
Hacía dos años, el juez Jimmy McElwayne había sido víctima de una emboscada, y aunque por entonces los Payton estaban demasiado empantanados con el juicio de Bowmore para contribuir económicamente, habían dedicado el poco tiempo libre que tenían a un comité local. Incluso habían trabajado de voluntarios el día de las elecciones.
– Hemos ganado el juicio, Wes, y no vamos a perder la apelación -dijo Mary Grace.
– Estoy de acuerdo.
– Seguramente solo es un rumor.
El siguiente lunes por la tarde, Ron y Doreen Fisk salieron de Brookhaven sin decir nada a nadie y fueron a Jackson para encontrarse con Tony Zachary. Tenían que conocer a ciertas personas.
Habían llegado al acuerdo de que Tony sería el director oficial de la campaña. La primera persona que hizo pasar a la sala de reuniones fue al director financiero que proponía, un joven elegante y con un largo historial de campañas estatales en no menos de doce estados. Se llamaba Vancona y, desbordando seguridad en sí mismo, les presentó la estructura básica de su plan financiero en un abrir y cerrar de ojos. Encendió el portátil y un proyector y expuso la información con vivos colores en una pantalla blanca. En la columna de ingresos, la coalición de simpatizantes contribuiría con dos millones y medio de dólares. Gran parte procedería de las personas que Ron había conocido en Washington y, por si acaso, Vancona les pasó una larga lista de grupos. Los nombres estaban borrosos, pero la cantidad era abrumadora. Podían contar con otros quinientos mil, que provendrían de donantes de todo el distrito, dinero que se generaría cuando Ron iniciara la campaña y empezara a ganarse amistades y a impresionar a la gente.
– Sé cómo recaudar dinero -repitió Vancona en más de una ocasión, aunque sin intención de parecer agresivo.
Tres millones de dólares era la cifra mágica, la que prácticamente garantizaba una victoria. Ron y Doreen estaban aturdidos.
Tony los observaba con atención. No eran idiotas, simplemente se sentían tan perdidos como lo estaría cualquiera en sus mismas circunstancias. Hicieron varias preguntas, pero solo porque era lo que se esperaba de ellos.
En la columna de gastos, Vancona lo tenía todo controlado: anuncios en televisión, radio y periódicos, publicidad por correo, viajes, salarios (el suyo sería de noventa mil dólares), el alquiler de la oficina y todo lo demás, hasta las pegatinas, los carteles, las vallas publicitarias y los coches de alquiler. La suma total era de dos millones ochocientos mil dólares, lo que les dejaba un margen.
Tony deslizó sobre la mesa dos gruesas carpetas, cada una de ellas rotulada con un rimbombante: «TRIBUNAL SUPREMO, DISTRITO SUR, RON FISK CONTRA SHEILA MCCARTHY. CONFIDENCIAL».
– Está todo ahí -dijo.
Ron pasó unas cuantas páginas e hizo varias preguntas inocentes.
Tony asintió con solemnidad, como si su hombre poseyera una gran perspIcaCIa.
La siguiente visita -Vancona se quedó en la sala, ahora que era miembro del equipo- fue la de una mujer de la ciudad, llena de vitalidad, de unos sesenta años y experta en publicidad. Se presentó como Kat algo. Ron tuvo que echar un vistazo a su libreta para confirmarlo: Broussard. Su cargo estaba al lado del nombre: directora de publicidad.
¿Dónde habría encontrado Tony a esa gente?
Kat todavía llevaba el ritmo de la gran ciudad. Su empresa estaba especializada en elecciones estatales y había trabajado en más de un centenar.
Ron quería preguntar qué porcentajes de elecciones habían ganado, pero Kat apenas dejaba margen para encajar nada en medio de su discurso. Le encantaba la cara y la voz de Ron y estaba segura de que podría preparar el «material audiovisual» que transmitiera adecuadamente su profundidad y sinceridad. Con gran astucia, se dirigió a Doreen en casi todo momento mientras hablaba, y las mujeres conectaron. Kat se había ganado su puesto.
De las comunicaciones se encargaría una empresa de Jackson. Estaba dirigida por otra mujer de conversación fluida, llamada Candace Grume y, por descontado, contaba con una amplia experiencia en este campo. Les explicó que una campaña destinada al éxito debía coordinar las comunicaciones en todo momento.
– Por la boca muere el pez -dijo, risueña-, y por ella también se pierden las elecciones.
El gobernador actual era uno de sus clientes, pero se había guardado lo mejor para el finaclass="underline" su empresa había representado al senador Rudd durante más de una década. Con eso estaba todo dicho.
Cedió la palabra al especialista en encuestas, un estadístico sesudo llamado Tedford que se las arregló para asegurar, en menos de cinco minutos, que había predicho correctamente el resultado de casi todas las elecciones de la historia más reciente. Era de Atlanta. Por lo visto, ser de la gran ciudad de Atlanta y encontrarse en el interior conminaba a recordar a todo el mundo que se era de Atlanta. Al cabo de veinte minutos ya estaban hartos de Tedford.
El coordinador no era de Atlanta, sino de Jackson. Se llamaba Hobbs, y les pareció vagamente familiar, al menos a Ron. Se jactó de dirigir campañas de éxito en el estado-a veces al frente, otras en la retaguardia- durante quince años. Les leyó una larga lista de ganadores, aunque se guardó mucho de mencionar a los perdedores. Les sermoneó acerca de la necesidad de la organización local, de la importancia de hacer hincapié en los problemas cotidianos de la gente corriente, de ir de puerta en puerta, de arrancar votos, etc. Tenía una voz zalamera y a veces le brillaban los ojos con el fervor de un orador de calle. Ron le cogió manía desde el principio. Más tarde, Doreen admitiría que ella lo había encontrado encantador.
Dos horas después de que empezara el desfile, Doreen se sentía medio catatónica y la libreta de Ron estaba repleta de los garabatos que escribía para no perder el hilo.
El equipo estaba completo. Cinco profesionales bien pagados. Seis, incluyendo a Tony, aunque su salario corría a cargo de Visión Judicial. Ron estudió con atención su libreta mientras Hobbs seguía hablando por los codos y encontró la columna donde había anotado los «salarios de los profesionales»: doscientos mil dólares, y los de los «asesores»: ciento setenta y cinco mil. Añadió una nota para consultar más tarde esas cantidades con Tony. Le parecían demasiado altas, aunque ¿qué sabía él sobre los ingresos y los gastos de una campaña de altos vuelo
Hicieron una pausa para tomar un café, y Tony acompañó a los demás fuera de la sala. Se despidieron con calurosos apretones de manos, emocionados por la expectación creada por la campaña que tenían por delante y con promesas de volver a reunirse lo antes posible.