Casi eran las dos de la tarde y no había nadie en la barra.
Dos mecánicos del taller de Chevrolet comían en uno de los reservados de enfrente. La cafetería era un lugar muy tranquilo, polvoriento, necesitado de una capa de pintura y un suelo nuevo y daba la impresión de no haber cambiado en décadas. Las paredes estaban cubiertas con calendarios de fútbol americano que se remontaban a 1961, fotos de promoción, artículos de periódicos viejos y todo lo que a cualquiera le apeteciera colgar. Un enorme cartel anunciaba: «Solo usamos agua embotellada».
Babe apareció al otro lado del mostrador.
– ¿ Qué le pongo, querida? -le preguntó, cordialmente. Llevaba un uniforme blanco almidonado, un delantal inmaculado de color burdeos con su nombre «Babe» bordado en rosa y calcetines y zapatos blancos, como si acabara de salir de una película de los años cincuenta. Seguramente estaba allí desde entonces, aunque llevaba el cabello cardado teñido de un color muy intenso, que casi combinaba con el delantal. En los ojos tenía arrugas de fumadora, aunque los pequeños surcos no eran rival para la espesa capa de maquillaje con que Babe se embadurnaba cada mañana.
– Solo un agua -dijo Sheila.
Le intrigaba lo del agua. Babe realizaba casi todas sus tareas mientras miraba tristemente la calle a través de los enormes ventanales.
– No es de por aquí -dijo, sacando un botellín.
– Estoy de paso -contestó Sheila-. Tengo unos parientes en el condado de Jones.
Y era cierto, tenía una tía lejana, que tal vez todavía estuviera viva, que siempre había vivido en el condado de Jones.
Babe colocó delante de ella un botellín de agua con la sencilla etiqueta de «Embotellada para Bowmore» y le explicó que también tenía parientes en el condado de Jones. Antes de que se adentraran en su árbol genealógico, Sheila se apresuró a cambiar de tema. De un modo u otro, todo el mundo está emparentado en Mississippi.
– ¿Qué es esto? -preguntó, señalando el botellín.
– Agua -contestó Babe, con una mirada sorprendida.
Sheila lo miró más de cerca, permitiendo que Babe llevara el peso de la conversación-o Toda el agua en Bowmore está embotellada. La traen en camiones desde Hattiesburg. No se puede beber la que sacan con las bombas de por aquí, está contaminada. ¿De dónde es?
– De la costa.
– ¿No ha oído hablar del agua de Bowmore?
– Lo siento. -Sheila desenroscó el tapón y le dio un trago-. Sabe a agua -dijo.
– Debería probar la otra.
– ¿Qué le pasa a la otra?
– Dios bendito, querida -exclamó Babe, y miró a su alrededor para ver si alguien más había oído aquella pregunta tan sorprendente. No había nadie más, así que Babe abrió un refresco bajo en calorías y se acercó furtivamente a ella-. ¿No ha oído hablar del condado del Cáncer?
– No.
Volvió a mirarla con incredulidad.
– Pues somos nosotros. Este condado posee la mayor tasa de incidencia de cáncer del país porque el agua de boca está contaminada. Antes había por aquí una planta química, Krane Chemical, un hatajo de listillos de Nueva York. Durante muchos años, veinte, treinta, cuarenta, depende de a quién quiera creer, estuvieron vertiendo todo tipo de mierda tóxica, perdone mi lenguaje, en unos barrancos que había detrás de la planta. Un montón de barriles, bidones, toneladas de mierda que fueron a parar a ese pozo y que acabaron filtrándose en un acuífero subterráneo sobre el que el ayuntamiento, gobernado por unos burros de tomo y lomo, se lo digo yo, había construido una bomba de extracción a finales de los ochenta. El agua de boca pasó de cristalina a gris clara y acabó volviéndose amarillenta. Ahora es marrón. Al principio empezó a oler raro y luego ya apestaba. Estuvimos peleándonos con el ayuntamiento durante años para que la limpiara, pero como si oyeran llover. Nos tomaron por el pito del sereno. Al final la cuestión del agua se convirtió en nuestro caballo de batalla y, ay, corazón, entonces fue cuando las cosas empezaron a torcerse de verdad. La gente empezó a caer como moscas. El cáncer cayó sobre este pueblo como una plaga. La gente moría a diestro y siniestro, y la cosa sigue igual. Inez Perdue cayó en Enero. Creo que fue la que hacía el número sesenta y cinco o algo así. Todo salió a la luz en el juicio.
Se detuvo para observar a dos peatones que paseaban por la acera. Sheila dio un trago al agua.
– ¿Hubo juicio? -preguntó.
– ¿Tampoco ha oído hablar del juicio?
Sheila se encogió de hombros con aire de inocencia.
– Soy de la costa.
– Ay, Señor. -Babe cambió de codo y se apoyó en el otro-. Se estuvo hablando de demandarlos durante años. Tuve a todos los abogados por aquí cuando venían a charlar mientras se tomaban un café y por lo visto nadie les había enseñado a bajar la voz. Lo oí todo, y lo sigo oyendo. Se les llenaba la boca de grandes palabras. Que si iban a empapelar a Krane Chemical por esto o por aquello, pero no ocurrió nada. Creo que el caso les iba demasiado grande, además de tener que enfrentarse a una gran empresa química con mucho dinero y abogados con mucha labia. Cada vez se oía hablar menos de demandarlos, pero los casos de cáncer seguían. Los niños morían de leucemia, a la gente le salían tumores en los riñones, el hígado, la vejiga, el estómago, en fin, querida, un horror. Krane se forró con un pesticida llamado pillamar 5 que había sido ilegalizado hacía veinte años. Ilegalizado aquí, pero no en Guatemala y sitios por el estilo. Así que continuaron fabricando el dichoso pillamar 5 aquí y luego lo enviaban a esas repúblicas bananeras donde lo echaban sobre las frutas y las hortalizas que luego volvían a enviarnos a nosotros. También salió en el juicio y me dijeron que enfadó mucho al jurado. Desde luego algo tuvo que tocarles la fibra.
– ¿Dónde se celebró el juicio?
– ¿Está segura de que no tiene parientes por aquí?
– Estoy segura.
– ¿Ni ningún amigo en Bowmore?
– Ninguno.
– Y no es periodista, ¿verdad?
– No. Solo estoy de paso.
Satisfecha con el público que tenía, Babe hizo una honda inspiración y siguió adelante.
– Se lo llevaron fuera de Bowmore, una jugada inteligente porque cualquier jurado de aquí habría sentenciado a Krane y a los sinvergüenzas de sus dueños a la pena de muerte, por eso lo celebraron en Hattiesburg. Lo llevó el juez Harrison, uno de mis preferidos. El condado de Cary está en su distrito y come aquí desde hace años. Le gustan mucho las faldas, pero me parece bien, a mí me gustan los hombres. Bueno, el caso es que durante mucho tiempo esos abogados se limitaron a hablar, pero nadie se atrevió a demandar a Krane. Entonces, una chica de por aquí, una mujer joven, imagínese, uno de los nuestros, lo mandó todo a la porra e interpuso una demanda colectiva. Mary Grace Payton. Creció a poco más de un kilómetro del pueblo y pronunció el discurso de despedida en el instituto de Bowmore. Recuerdo cuando era solo una niña. Su padre, el señor Truman Shelby, todavía se pasa por aquí de vez en cuando. Adoro a esa chiquilla. Su marido también es abogado, ejercen juntos en Hattiesburg. Interpusieron la demanda en nombre de Jeannette Baker, la pobre, cuyo marido e hijo pequeño habían muerto de cáncer con ocho meses de diferencia. Krane contraatacó con fuerza, por el vaivén que hubo por aquí yo diría que tenía como un centenar de abogados. El juicio duró meses y, por lo que he oído, estuvo a punto de llevar a la ruina a los Payton. Pero ganaron. El jurado le dio su merecido a Krane. Cuarenta y un millones de dólares. N o puedo creer que no haya oído hablar de él. ¿Cómo es posible? Por fin la gente supo dónde estaba Bowmore. ¿Quiere algo para comer, querida?
– ¿Un sándwich caliente de queso?
– Oído cocina. -Babe lanzó dos trozos de pan de molde en la parrilla con puntería certera-. El caso está ahora en el tribunal de apelación y rezo todas las noches para que ganen los Payton. Ahora los abogados ya vuelven a merodear por aquí en busca de nuevas víctimas. ¿Conoce a Clyde Hardin?