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– No tengo el honor.

– Trabaja a siete puertas de aquí, a la izquierda. Lleva ahí desde siempre. Es miembro del club del café de las ocho y media, un hatajo de fanfarrones. Él es un buen tipo, pero su mujer es insoportable. A Clyde le dan miedo los tribunales, por eso se alió con unos picapleitos con pasta de Filadelfia, en Pensilvania, no Mississippi, y presentaron una demanda conjunta en nombre de un grupo de aprovechados que intentan subirse al carro. Corre el rumor de que algunos de esos supuestos clientes ni siquiera viven por aquí. Lo único que buscan es un cheque. -Desenvolvió dos lonchas de queso Cheddar y las colocó sobre el pan caliente-. ¿Mayonesa?

– No.

– ¿Y unas patatas fritas?

– No, gracias.

– En fin, el pueblo está más dividido que nunca. La gente que está realmente enferma está muy enfadada con los que dicen ser las nuevas víctimas. Es curioso lo que el dinero hace hacer a la gente. Siempre buscando una limosna. Algunos abogados creen que Krane acabará dando su brazo a torcer y que llegarán a un acuerdo. La gente se hará rica y los abogados aún más. Sin embargo, también hay quien está convencido de que Krane jamás admitirá que ha hecho nada malo. Es más, nunca lo han hecho. Hace seis años, cuando no paraba de hablarse de demandas, se limitaron a cerrar puertas un fin de semana y se largaron a México, donde estoy segura de que vierten residuos donde les da la gana. Seguramente están matando mexicanos a diestro y siniestro. Es un crimen lo que ha hecho esa compañía. Ha matado a este pueblo.

Cuando el pan estuvo casi negro, unió las dos partes del sándwich, lo partió en dos y se lo sirvió con una rodaja de pepinillo en vinagre.

– ¿Qué ocurrió con los trabajadores de Krane?

– Que los jodieron. A nadie le sorprendió. Muchos de ellos se fueron de aquí para buscar trabajo en otras partes. Por aquí no sobra el trabajo precisamente. Alguno que otro era buena gente, pero había otros que sabían lo que estaba ocurriendo y callaron. Si hablaban, los echaban a la calle. Mary Grace encontró a unos cuantos y los llamó a declarar en el juicio. Unos dijeron la verdad, otros mintieron y Mary Grace los hizo trizas, según lo que he oído. Nunca asistí al juicio, pero tenía informes casi diarios. Todo el pueblo estaba en ascuas. Había un hombre llamado Earl Crouch que estuvo dirigiendo la planta durante muchos años. Hizo mucho dinero y, según se dice, Krane lo compró cuando tuvieron que irse con el rabo entre las piernas. Crouch sabía lo de los vertidos, pero durante su declaración lo negó todo. Mintió como un perro. Eso fue hace dos años. Dicen que Crouch ha desaparecido en misteriosas circunstancias. Mary Grace no consiguió encontrarlo para que testificara en el juicio. Ha desaparecido. Ausente sin permiso. Ni siquiera Krane ha sido capaz de dar con él.

Babe dejó aquel dato valioso en el aire unos segundos, mientras se acercaba un momento para servir a los mecánicos de Chevrolet. Sheila le dio el primer bocado a su sándwich y fingió tener poco interés en la historia.

– ¿Qué tal el sándwich de queso? -preguntó Babe cuando regresó.

– Buenísimo.

Sheila dio un trago de agua y esperó que continuara con su relato. Babe se inclinó hacia ella y bajó la voz.

– Hay una familia en Pine Grave, los Stone. Son duros de pelar. No hacen más que entrar y salir de la cárcel por robar coches y cosas por el estilo. Son del tipo de gente con la que es mejor no pelearse. Cuatro, o puede que cinco años atrás, uno de los pequeños de los Stone enfermó de cáncer y murió muy rápido. Contrataron a los Payton, pero el caso todavía está pendiente. He oído que los Stone encontraron al señor Earl Crouch no sé dónde de Texas y que se vengaron. Solo es un rumor y la gente de por aquí no habla de ello, aunque tampoco me extrañaría que fuera cierto. Nadie toma el pelo a los Stone. Los nervios están a flor de piel. Basta mencionar Krane Chemical para que a esa gente le entren ganas de pelea.

Sheila no tenía intención de mencionarlo. Como tampoco de seguir indagando. Los mecánicos se levantaron, se estiraron, cogieron un mondadientes y se dirigieron a la caja. Babe fue hacia ellos y los increpó mientras les cobraba, unos cuatro dólares cada uno. ¿Por qué trabajaban un sábado? ¿Qué creía su jefe que sacaba con ello? Sheila consiguió tragar la mitad del sándwich.

– ¿Quiere otro? -preguntó Babe, cuando regresó a su taburete.

– No, gracias. Tengo que irme.

Dos adolescentes entraron sin prisas y se acomodaron en una mesa.

Sheila pagó su consumición, agradeció a Babe la conversación y prometió volver a pasar por allí. Se dirigió a su coche y durante la siguiente media hora estuvo recorriendo el pueblo. El artículo de la revista mencionaba Pine Grove y al pastor Denny Ott. Condujo lentamente por el barrio de la iglesia y le sorprendió su estado decadente. El artículo había sido benévolo. Encontró el polígono industrial abandonado, luego la planta de Krane, sombría y apocada, pero protegida detrás de su valla de alambre de cuchillas.

Tras dos horas en Bowmore, Sheila se fue sin intención de volver nunca más. Comprendía la rabia que había conducido hasta aquel veredicto, pero el razonamiento judicial debía excluir cualquier emoción. No cabía duda de que Krane Chemical no había obrado bien, pero el asunto era si los vertidos habían causado los cánceres. El jurado así lo había creído.

Pronto sería tarea de la jueza McCarthy y de sus ocho colegas zanjar el asunto.

Siguieron sus movimientos hasta la costa, hasta su casa, tres manzanas más allá de la bahía de Biloxi. Estuvo allí sesenta y cinco minutos y luego condujo durante cerca de dos kilómetros hasta la casa de la hija, en Howard Street. Después de una larga cena con la hija, el yerno y dos nietos pequeños, regresó a su casa y pasó allí la noche, supuestamente sola. A las diez de la mañana del domingo siguiente, almorzó en el Grand Casino con una amiga. Tras una rápida comprobación de la matrícula, averiguaron que se trataba de una conocida abogada matrimonialista, tal vez una vieja amiga. Después del almuerzo, McCarthy regresó a su casa, se puso unos vaqueros azules y salió con su bolso de viaje. Condujo sin realizar ninguna parada hasta su piso en el norte de Jackson, donde llegó a las cuatro y diez. Tres horas después, una persona que respondía al nombre de Keith Christian (hombre blanco, cuarenta y cuatro años, divorciado, profesor de historia) se presentó con unas generosas provisiones de lo que parecía ser comida china para llevar. No abandonó el piso de McCarthy hasta las siete de la mañana siguiente.

Tony Zachary resumía aquellos informes él mismo, tecleándolos en un ordenador portátil del que echaba pestes. Ya antes de la aparición de internet no se le daba bien la mecanografía y sus aptitudes apenas habían mejorado. Sin embargo, no podía confiar los detalles a nadie, ni a un ayudante ni a una secretaria. El asunto exigía la máxima discreción. De hecho, tampoco podía enviar el resumen de los informes por correo electrónico o fax. El señor Rinehart había insistido en que se los enviara todas las noches a través de Federal Express.

SEGUNDA PARTE. La campaña

17

En la vieja ciudad de Natchez existe un tramo de tierra cerca del río, bajo un risco, conocido como Under-the-Hill. Posee una larga y pintoresca historia que comienza con los primeros días de los barcos de vapor en el Mississippi y que atrajo a todo tipo de personajes -comerciantes, vendedores ambulantes, capitanes de barco, especuladores y jugadores- a Nueva Orleans. Sin embargo, en cuanto el dinero empezó a circular, llegaron rufianes, vagabundos, timadores, contrabandistas, traficantes, prostitutas y todo tipo de inadaptados sociales salidos de los bajos fondos. En Natchez abundaba el algodón, la mayoría del cual se enviaba y comercializaba a través del puerto, Under-the-Hill. El dinero fácil creó la necesidad de lugares donde gastarlo como bares, tugurios de apuestas, prostíbulos y pensiones de mala muerte. Un joven Mark Twain era uno de los clientes habituales, en sus días de piloto de un barco de vapor. Más adelante, la guerra de Secesión acabó con el tráfico fluvial, así como con muchas de las fortunas que se habían hecho en Natchez y con gran parte de su vida nocturna. Under-the- Hill sufrió un largo período de decadencia.