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En 1990, la asamblea legislativa de Mississippi aprobó una ley que permitía el juego en las embarcaciones fluviales, con la idea de que unos cuantos barcos de vapor falsos con paletas pudieran remover las aguas del río arriba y abajo mientras paseaban a los jubilados que jugaban al bingo y al blackjack. Sin embargo, los empresarios no perdieron el tiempo y corrieron a montar sus casinos flotantes a lo largo del río Mississippi. Para sorpresa de todos, una vez revisada y analizada la ley, se descubrió que no hacía falta que los barcos abandonaran la orilla, ni siquiera estaban obligados a ir equipados con un motor que los propulsara. Mientras estuvieran tocando el río o alguno de sus saltos de agua, cenagales, meandros abandonados, canales construidos por el hombre o remansos, la ley consideraba que dichas estructuras podían calificarse de embarcaciones fluviales. Under-the-Hill resucitó brevemente.

Por desgracia, tras un análisis más concienzudo, comprendieron que la ley en realidad aprobaba sin restricciones, y sin que esa hubiera sido su intención, el juego de casino al estilo de Las Vegas y en pocos años esta nueva y floreciente industria se había establecido a lo largo de la costa del golfo y en el condado de Tunica, cerca de Memphis. Natchez y las otras ciudades fluviales no supieron aprovechar el auge económico, pero consiguieron aferrarse a unos cuantos de sus casinos inmóviles y sin motor.

Uno de estos establecimientos era el Lucky Jack. Clete Coley estaba sentado en su mesa favorita, con su crupier preferido, encorvado sobre una pila de fichas de veinticinco dólares mientras iba dando sorbos a un ron con soda. Había superado los mil ochocientos dólares y había llegado el momento de retirarse. Miró la puerta, esperando a su cita.

Coley era miembro del colegio de abogados. Tenía un título, la licencia, un anuncio en las páginas amarillas, un despacho con la palabra «Abogado» en la puerta, una secretaria que contestaba las esporádicas llamadas con un «despacho de abogados» muy poco entusiasta y tarjetas de visita con la información necesaria. Sin embargo, Clete Coley en realidad no era abogado. Contaba con muy pocos clientes que pudieran considerarse como tales y no sabría cómo se redactaba un testamento, una escritura o un contrato aunque estuvieran apuntándole con una pistola. No solía aparecer por los juzgados y no podía ni ver a la mayoría de los abogados de Natchez. Clete simplemente era un tunante, un abogado borrachuzo y un sinvergüenza de tomo y lomo que hacía más dinero en los casinos que en el despacho. En una ocasión tuvo algún escarceo con la política y se había salvado por los pelos de que formularan cargos contra él. También había metido mano en ciertos contratos públicos y había vuelto a eludir una condena. En sus tiempos, después de la facultad, había trapicheado con marihuana, pero abandonó esa carrera de la noche a la mañana cuando encontraron muerto a uno de sus socios. De hecho, su conversión fue tan radical que acabó siendo agente secreto de narcóticos. Asistía a la Facultad de Derecho en horario nocturno y al final aprobó el examen de obtención del título de abogado al cuarto intento.

Dobló la apuesta con un ocho y un tres, sacó una jota y se llevó otros cien dólares. Su camarera favorita le llevó otra copa. Nadie pasaba tanto tiempo en el Lucky Jack como el señor Coley. Lo que el señor Coley pidiera. Volvió a mirar la puerta, consultó la hora y siguió jugando.

– ¿Espera a alguien? -preguntó Ivan, el crupier.

– ¿Te lo diría?

– Supongo que no.

El hombre al que estaba esperando también había conseguido eludir varias acusaciones. Se conocían desde hacía veinte años, aunque desde luego no podían considerarse amigos. Aquella sería la segunda ocasión en la que se veían. La primera había ido lo bastante bien como para motivar esta.

Ivan tenía catorce cuando sacó una reina, con la que se pasó. Otros cien para Clete. Coley tenía sus propias reglas.

Cuando ganaba dos mil, lo dejaba, igual que cuando perdía quinientos, pero mientras se mantuviera entre esos dos límites, podía pasarse toda la noche bebiendo y jugando. El fisco no lo sabría nunca, pero superaba los ochenta mil al año. Además, el ron era gratis.

Lanzó dos fichas a Ivan e inició la laboriosa maniobra de bajar su cuerpo descomunal del taburete.

– Gracias, señor Coley -dijo Ivan.

– Siempre es un placer.

Clete se metió el resto de las fichas en los bolsillos de su traje marrón claro. Siempre marrón, siempre con traje, siempre con relucientes botas vaqueras Lucchese. Con su uno noventa y tantos de estatura, pesaba más de ciento veinte kilos, aunque nadie lo sabía seguro, pero estaba más fornido que gordo. Se dirigió tambaleante al bar, donde ya le esperaba su cita. Marlin estaba tomando asiento en una mesa del rincón desde donde dominaba todo el local. No hubo saludos de ningún tipo, ni siquiera se miraron. Clete se dejó caer en una silla y sacó un paquete de cigarrillos. Una camarera les llevó bebidas.

– Tengo el dinero -dijo Marlin, al fin.

– ¿Cuánto?

– El mismo trato, Clete. Nada ha cambiado. Lo único que falta es que nos digas sí o no.

– Vuelvo a repetirte: ¿ quiénes sois ese «nos»?

– No soy yo. Soy un contratista independiente al que le pagan por un trabajo bien hecho, pero no estoy en su nómina. Me han contratado para reclutarte para esta campaña y si dices que no, entonces puede que me contraten para buscar a otro.

– ¿Quién te paga?

– Eso es confidencial, Clete. No sé cuántas veces te lo he repetido.

– Sí, tienes razón, es que tal vez estoy un poco atontado. O puede que un poco nervioso. Quizá quiera respuestas, si no, no hay trato.

Basándose en su anterior encuentro, Marlin dudaba que Clete Coley acabara rechazando cien mil dólares en efectivo, en billetes sin marcar. Marlin prácticamente se los había puesto sobre la mesa. Cien de los grandes por entrar en la campaña y revolver las aguas. Coley sería un candidato magnífico: vocinglero, escandaloso, pintoresco, capaz de decir cualquier cosa sin preocuparle las consecuencias. Justo la imagen contraria del político prototípico que la prensa seguiría en rebaño.

– Esto es todo lo que puedo decirte -dijo Marlin, mirando a Clete directamente a los ojos por primera vez-. Hace quince años, en un condado lejos de aquí, un joven y su joven familia regresaban una noche a casa después de asistir a la iglesia. Ellos no lo sabían, pero dentro de la casa, una casa muy bonita, había dos delincuentes negros, limpiándola. Los delincuentes iban puestos hasta las cejas de crack y llevaban armas, unos tipos despreciables. Cuando la joven familia llegó a casa y los sorprendió, las cosas se salieron de madre: violaron a las niñas y todo el mundo acabó con una bala en la cabeza. Luego, los delincuentes prendieron fuego a la casa. La poli los detuvo al día siguiente. Confesiones, ADN, toda la pesca. Desde entonces se encuentran en el corredor de la muerte de Parchmano Resulta que la familia del joven tiene dinero. Su padre tuvo una crisis nerviosa y se volvió loco, pobre hombre. Sin embargo, se recuperó y está muy cabreado. Le cabrea que esos delincuentes sigan vivos. Le pone furioso que su querido estado no ejecute nunca a nadie. Odia el sistema judicial y sobre todo a los nueve honorables miembros del tribunal supremo del estado. Clete, de él procede el dinero.

Era una burda mentira, pero mentir formaba parte de su trabajo.

– Me gusta esa historia -dijo Clete, asintiendo con la cabeza.