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Empezó a bajar más gente, tanto del tribunal como de la oficina del fiscal; Clete estaba encantado con el público que se estaba reuniendo rápidamente delante de su estrado. El policía regresó con refuerzos. Clete estaba a punto de iniciar su discurso, cuando tuvo que enfrentarse a los agentes.

– Señor, tenemos que pedirle que se vaya.

– Un momento, chicos, serán solo diez minutos.

– No, señor. Es una reunión ilegal. Por favor, dispérsense ahora mismo.

Clete dio un paso al frente, pecho contra pecho con el policía, mucho más bajito que él.

– No sea idiota, ¿ de acuerdo? Tiene cuatro cámaras de televisión que lo están viendo todo. Tranquilícese y me habré ido antes de que se dé cuenta. Lo siento.

Dicho esto, Clete subió al estrado y un muro de voluntarios cerró filas detrás de él.

– Buenos días y gracias por venir -dijo, sonriendo a las cámaras-. Me llamo Clete Coley. Soy abogado en Natchez y vengo a anunciar mi candidatura al tribunal supremo. Mi oponente es la jueza Sheila McCarthy, sin duda el miembro más liberal de este tribunal supremo que se queda de brazos cruzados mientras trata a los delincuentes con guante de seda.

Los voluntarios lanzaron un rugido ensordecedor a modo de aprobaci6n. Los periodistas se sonrieron ante la suerte que acababan de tener. Algunos casi se echaron a reír.

Paul tragó saliva ante aquella salva inesperada. Era un tipo enérgico, bravucón y extravagante que disfrutaba con cada segundo de atención que se le prestaba. Y solo estaba calentando motores.

– Detrás de mí estáis viendo los rostros de ciento ochenta y tres personas. Blancos, negros, abuelas, bebés, personas con estudios, analfabetos, gente de todo el estado, de todas las profesiones y estratos sociales. Personas inocentes, muertas, asesinadas. Mientras estamos aquí charlando, sus asesinos están en Parchman, en el corredor de la muerte, preparándose para la hora de comer. Todos fueron debidamente condenados por jurados de este estado, todos fueron justamente enviados al corredor de la muerte a la espera de su ejecución. -Se detuvo unos instantes e hizo un amplio gesto con el que abarcó los rostros de los inocentes-. En Mississippi, tenemos sesenta y ocho hombres y dos mujeres en el corredor de la muerte. Allí están, a salvo, porque este estado se niega a ejecutarlos. Otros estados no lo hacen. Otros estados se toman en serio su deber de hacer cumplir la ley. Texas ha ejecutado a trescientos treinta y cuatro asesinos desde 1978. Virginia, a ochenta y uno; Oklahoma, a setenta y seis; Florida, a cincuenta y cinco; Carolina del Norte, a cuarenta y uno; Georgia, a treinta y siete; Alabama, a treinta y dos y Arkansas, a veinticuatro. Incluso estados del norte como Missouri, Ohio e Indiana. Maldita sea, Delaware ha ejecutado a catorce asesinos. ¿Dónde queda Mississippi? Ahora mismo en el decimonoveno puesto. Solo hemos ejecutado a ocho asesinos y es por eso, amigos míos, que voy a presentarme al tribunal supremo.

Los guardias del Capitolio ya eran cerca de una docena, pero parecían complacidos con lo que estaban viendo y escuchando. El control de disturbios no era su especialidad y, además, el hombre no andaba desencaminado en lo que decía.

– ¿Y por qué no los ejecutamos? -gritó Clete a su público-. Os diré por qué. Porque nuestro tribunal supremo mima a los criminales y permite que sus apelaciones se eternicen. Bobby Ray Root asesinó a dos personas a sangre fría durante el robo en una licorería. Hace veintisiete años. Y todavía sigue en el corredor de la muerte, donde le sirven tres comidas al día y puede ver a su madre una vez al mes, sin fecha de ejecución a la vista. Willis Briley asesinó a su hijastra de cuatro años. -Se detuvo y señaló una foto de una niñita negra en lo alto del expositor-. Esa era ella, esa ricura del trajecito rosa. Ahora tendría treinta años. Su asesino, un hombre en el que confiaba, lleva veinticuatro años en el corredor de la muerte. Podría seguir así durante horas, pero creo que con esto está todo dicho. Ha llegado el momento de reorganizar este tribunal y demostrar a los que hayan cometido un asesinato, o a los que pudieran hacerlo, que en este estado nos tomamos en serio nuestro deber de hacer cumplir la ley.

Hizo una nueva pausa para recibir una salva de clamorosos aplausos, que obviamente lo estimularon.

– La jueza Sheila McCarthy ha votado a favor de revocar

Más sentencias de muerte que cualquier otro miembro del tribunal. Sus opiniones están llenas de quisquillosidades legalistas que reconfortan a cualquier abogado penalista del estado. La ACLU, la asociación en defensa de los derechos civiles, la adora. Las opiniones de esta señora rezuman compasión por esos asesinos, dan esperanza a los criminales del corredor de la muerte. Señoras y señores, ha llegado el momento de quitarle la toga, la pluma, el voto y el poder de pisotear los derechos de las víctimas.

Paul había pensado anotar lo que decía, pero estaba demasiado paralizado para mover ni un dedo. Dudaba de que su jefa votara tan a menudo a favor de acusados sancionados con la pena capital, pero lo que sí sabía era que prácticamente todas las condenas estaban ratificadas. A pesar del trabajo chapucero de la policía, el racismo, la intención delictuosa de los fiscales, de los jurados amañados y de las estúpidas resoluciones de los jueces que presidían los procesos, a pesar de todos los defectos que pudiera tener el juicio, el tribunal supremo rara vez revocaba una condena. A Paulle asqueaba. La votación solía quedar en seis a tres, y Sheila acostumbraba a encabezar una minoría con voto, pero aventajada en número. Dos de los jueces jamás habían votado a favor de revocar una sentencia de muerte y uno de ellos nunca había votado a favor de revocar la sentencia de un proceso penal.

Paul sabía que, en privado, su jefa se oponía a la pena de muerte, pero también que estaba obligada a hacer cumplir las leyes del estado. Dedicaba gran parte de su tiempo a los casos en que se había dictado una pena capital y jamás había visto que hiciera prevalecer sus creencias personales sobre la ley. Si las actas del juicio estaban limpias, no dudaba en unirse a la mayoría y confirmar una condena.

Clete no cedió a la tentación de excederse hablando. Había dicho lo que quería decir y el anuncio de su candidatura había obtenido un éxito rotundo.

– Animo a todos los ciudadanos de Mississippi a quienes les importe la ley y el orden, a todos los que estén hartos de una delincuencia gratuita y sin sentido, a que se unan a mí para cambiar de arriba abajo este tribunal-acabó diciendo, bajando la voz para parecer más serio y sincero-. Muchas gracias.

Nuevos aplausos.

Dos de los policías más fornidos se acercaron al estrado. Los periodistas empezaron a lanzarle preguntas. ¿Ha ocupado alguna vez la silla de juez? ¿Con qué apoyo financiero cuenta para su campaña? ¿Quiénes son estos voluntarios? ¿Tiene alguna propuesta específica para acortar las apelaciones?

Clete estaba a punto de empezar a responder cuando un lo cogió del brazo.

– Ya está, señor. La fiesta ha terminado.

– Váyase al infierno -dijo Clete, zafándose del policía.

Los demás agentes se adelantaron, abriéndose camino a empujones entre los voluntarios, muchos de los cuales empezaron a gritarles.

– Vamos, amigo -dijo el agente.

– Piérdase. -A continuación se volvió hacia las cámaras para vociferar-: Miren esto. Blandos con el crimen, pero al cuerno con la libertad de expresión.

– Queda usted detenido.

– ¡Detenido! Me detiene porque estoy dando un discurso -protestó, mientras ponía las manos a la espalda sin que nadie se lo ordenara, de manera totalmente voluntaria e intencionada.

– No tiene permiso, señor -contestó otro policía, mientras dos más le ponían las esposas.

– Miren a los guardias del tribunal supremo, enviados desde la cuarta planta por las mismas personas contra las que me presento.

– Vamos, señor.

Clete siguió gritando mientras bajaba del estrado.