– No vaya quedarme mucho tiempo en la cárcel, y en cuanto salga voy a patear las calles para contar la verdad sobre esos cabrones liberales. De eso pueden estar seguros.
Sheila observaba el espectáculo desde la seguridad de su ventana. Otro letrado, cerca de los periodistas, le relataba lo que sucedía a través de un móvil.
Aquel chiflado de allí abajo la había escogido a ella.
Paul no se movió de allí hasta que lo recogieron todo y no quedó nadie; entonces, subió corriendo al despacho de Sheila, que estaba sentada a su escritorio, con su otro letrado y el juez McElwayne. El ambiente estaba cargado y el humor era sombrío. Miraron a Paul, como si por un casual pudiera traer buenas noticias.
– Ese tipo está loco -dijo.
Los demás asintieron con la cabeza, dándole la razón. -No parece en absoluto un títere del gran capital-comentó McElwayne.
– No había oído nunca hablar de él-dijo Sheila; con un hilo de voz. Parecía conmocionada-. Creo que un año tranquilo acaba de complicarse.
La idea de empezar una campaña desde la nada la abrumaba.
– ¿Cuánto costó tu campaña? -preguntó Paul.
Solo hacía dos años que había entrado a trabajar para el tribunal, por la época en que el juez McElwayne había tenido que librar su propia batalla por el cargo.
– Un millón cuatrocientos mil dólares.
Sheila soltó un bufido y se echó a reír.
– Tengo seis mil dólares en los fondos de campaña. Llevan años ahí.
– Pero yo tuve que enfrentarme a un oponente de verdad -repuso McElwayne-. Ese tipo es un chiflado.
– Los chiflados salen elegidos.
Veinte minutos después, Tony Zachary observaba el espectáculo encerrado en su despacho, a cuatro manzanas de allí. Marlin lo había grabado en vídeo y estaba encantado de volver a verlo.
– Hemos creado un monstruo -dijo Tony, riendo.
– Es bueno.
– Tal vez demasiado.
– ¿Quieres que se presente alguien más?
– No, creo que la papeleta ya está llena. Buen trabajo.
Marlin se fue y Tony marcó el número de Ron Fisk con decisión. Como era de esperar, el atribulado abogado respondió al primer timbrazo.
– Me temo que es cierto -dijo Tony, muy serio, y a continuación le relató el anuncio de la candidatura y la detención.
– Ese tipo está loco -dijo Ron.
– Totalmente. Mi primera impresión es que no es tan malo. De hecho, podría venirnos bien. Ese payaso atraerá mucha atención por parte de los medios de comunicación y parece que está dispuesto a desenterrar el hacha de guerra e ir a por McCarthy.
– ¿Por qué tengo un nudo en el estómago?
– La política no es un juego de niños, Ron, eso es algo que pronto aprenderás. No estoy preocupado, ahora mismo no. Sigamos ciñéndonos a nuestro plan, nada ha cambiado.
– A mi entender, unas elecciones con demasiados candidatos solo benefician al titular del cargo -observó Ron, y en general, tenía razón.
– No necesariamente. No hay razón para preocuparse.
Además, no podemos hacer nada si hay más gente que desea presentarse. Tú concéntrate, consúltalo con la almohada y hablamos mañana.
18
El pintoresco lanzamiento de Clete Coley se había producido en el momento más oportuno: no había ninguna otra historia interesante en todo el estado. La prensa informó del anuncio de la candidatura de Coley a bombo y platillo. ¿Y quién podía reprochárselo? ¿Con qué frecuencia llegan al público imágenes tan llenas de vitalidad como la de un abogado esposado al que se llevan arrastrando mientras grita contra «esos cabrones de los liberales»? Y de un abogado tan grande y con un vozarrón como aquel. La inquietante exposición de rostros de fallecidos era irresistible. Los voluntarios, sobre todo los familiares de las víctimas, estuvieron encantados de hablar con los periodistas y contarles sus casos. El descaro de celebrar la concentración justo debajo de las narices del tribunal supremo no estaba exento de humor, era incluso admirable.
Se lo llevaron de inmediato a la comisaría, donde lo ficharon, le tomaron las huellas y lo fotografiaron. Coley supuso, correctamente, que la foto del archivo policial acabaría en la prensa de un modo u otro, por lo que tuvo unos momentos para pensar en el mensaje. Un ceño fruncido podría confirmar la sospecha de que a ese tipo le faltaba un tornillo. Una sonrisa socarrona podría cuestionar su seriedad, ¿quién sonríe cuando acaba de llegar a comisaría? Se decidió por un rostro inexpresivo, con una ligera mirada de curiosidad, como si se preguntara por qué la habían tomado con él.
El procedimiento exigía que el preso se desnudara, se duchara y se pusiera un mono naranja, yeso solía ocurrir antes de la foto de marras. Sin embargo, Clete no tendría que pasar por todo eso. Solo se le acusaba de entrar sin autorización en una propiedad ajena, infracción castigada con una multa de doscientos cincuenta dólares, como máximo. La fianza doblaba esa cantidad, y Clete, con los bolsillos abultados por los billetes de cien, fue exhibiendo el dinero por todas partes para que las autoridades supieran que iba a salir de la cárcel y no a entrar en ella. Así que se saltaron la ducha y el mono y fotografiaron a Clete con su mejor traje marrón, la camisa blanca almidonada y la corbata de seda con estampado de cachemir y nudo perfecto. Ni siquiera se le había movido un pelo de su largo cabello canoso.
Todo el proceso les llevó menos de una hora y cuando salió de la comisaría, siendo un hombre libre, le complació descubrir que la mayoría de los periodistas lo habían seguido. Contestó a sus preguntas en la acera, hasta que se cansaron.
Fue la noticia con la que abrieron todos los informativos de la noche, junto con el resto de sucesos del día, y volvió a aparecer en los titulares de las noticias de madrugada. Coley lo siguió todo a través de una pantalla panorámica de un bar de moteros al sur de Jackson, donde se escondió a pasar la noche e invitó a beber a todo el mundo que entrara por la puerta. La cuenta superó los mil cuatrocientos dólares. Gastos de campaña.
Los moteros quedaron encantados y le prometieron que acudirían en tropel para que saliera elegido. Por descontado, ni uno de ellos estaba censado, por lo que no podían votar. Cuando cerró el bar, un reluciente Cadillac Escalade rojo, alquilado para la campaña por mil dólares al mes, se llevó a Clete de allí. Al volante iba uno de sus nuevos guardaespaldas, el blanco, un joven apenas algo más sobrio que su jefe. Llegaron al motel sin que volvieran a detenerlos.
En las oficinas de la Asociación de Abogados Litigantes de Mississippi, la ALM, en State Street, Barbara Mellinger, directora ejecutiva y principal miembro del grupo de presión, se reunió con su ayudante, Skip Sánchez, para tomar un primer café de buena mañana. Solían comentar las noticias de los periódicos matutinos con la primera taza. Les llegaban ejemplares de cuatro de los diarios del distrito sur -Biloxi, Hattiesburg, Laurel y Natchez- y el rostro del señor Coley aparecía en la primera plana de todos ellos. El periódico de J ackson apenas hablaba de otra cosa. The Times-Picayune, de fuera de Nueva Orleans, tenía lectores a lo largo de la costa y publicaba un artículo de la Associated Press, con foto (unas esposas), en la página cuatro.
– Tal vez deberíamos aconsejar a nuestros candidatos que se hicieran detener cuando anuncien sus candidaturas -dijo Barbara, con sequedad, sin un atisbo de humor.
Hacía veinticuatro horas que no sonreía. Apuró su primera taza y fue a servirse otra.
– ¿Quién coño es ese tal Clete Coley? -preguntó Sánchez, fijándose en las imágenes del hombre.
Los periódicos de Jackson y Biloxi habían incluido la foto de la ficha policial, en la que aparecía con la mirada de un hombre que primero dispara y luego pregunta.
– Anoche llamé a Walter a Natchez -dijo Mellinger-.