Dice que Coley lleva varios años en la profesión y que siempre ha andado metido en asuntos turbios, pero que ha sido lo bastante listo para no dejarse atrapar. Cree que en algún momento estuvo trabajando en la extracción de crudo y gas, y tuvo problemas con unos préstamos para negocios de poca monta. Ahora se las da de jugador. Nunca se le ha visto a menos de seis manzanas de un juzgado. Un don nadie.
– Ya no.
Barbara se levantó y empezó a pasear lentamente por la oficina. Volvió a llenarse la taza, tomó asiento y resumió lo que decían los diarios.
– No es un reformista del sistema de agravios -dijo Skip, aunque no las tenía todas consigo-, no encaja en el perfil. Arrastra demasiado equipaje para una campaña seria: hay como mínimo un arresto por conducción bajo los efectos del alcohol y dos divorcios.
– Creo que tienes razón, pero si nunca antes le ha interesado, ¿por qué se pone ahora a gritar a favor de la pena de muerte? ¿De dónde le vienen esas convicciones? ¿Esa pasión? Además, el espectáculo de ayer estaba muy bien organizado. Hay alguien detrás de todo esto. ¿De dónde han salido?
– ¿Y a nosotros qué? Sheila McCarthy le da cien mil vueltas. Deberíamos estar encantados de que sea quien es, un bufón que, a nuestro entender, no está financiado ni por la Junta de Comercio ni por ninguno de esos. ¿ Por qué no saltamos de alegría?,
– Porque somos abogados litigantes. Skip volvió a ponerse sombrío.
– ¿Debería concertar una cita con la jueza McCarthy?-preguntó Barbara, al cabo de un largo y denso silencio.
– Dentro de un par de días. Dejemos que las aguas vuelvan a su cauce.
La jueza McCarthy se había levantado muy temprano. ¿Para qué iba a seguir en la cama si no podía dormir? Se la vio salir de su casa a las siete y media. La siguieron hasta el sector de Belhaven, en Jackson, un barrio más antiguo. Aparcó en la entrada de su señoría el juez James Henry McElwayne.
A Tony no le sorprendió aquel pequeño encuentro.
La señora McElwayne la saludó calurosamente y la invitó a entrar. Cruzaron el salón, la cocina y dieron la vuelta a la casa para entrar en el estudio. Jimmy, como lo conocían sus amigos, estaba terminando de leer los periódicos de la mañana.
McElwayne y McCarthy. Big Mac y Little Mac, como los llamaban a veces. Charlaron unos minutos sobre el señor Coley y la sorprendente repercusión que había obtenido en la prensa y luego se pusieron manos a la obra.
– Anoche repasé los archivos de mi campaña -dijo McElwayne, mientras le tendía una carpeta de varios centímetros de grosor-. En la primera sección hay una lista de contribuyentes, empieza por los peces gordos y va bajando. Todos los cheques importantes están firmados por abogados litigantes.
En la siguiente sección se resumían los gastos de campaña, cifras que Sheila consideró difíciles de creer. Después de eso venían estudios de asesores, pruebas de anuncios, resultados de encuestas y varias docenas más de informes relacionados con la campaña.
– Esto me trae malos recuerdos -dijo McElwayne.
– Lo siento. No es lo que pretendía, créeme.
– Te compadezco.
– ¿Quién está detrás de este tipo?
– Le he estado dando vueltas toda la noche. Podría ser un señuelo, pero desde luego está como una cabra. Sea lo que sea, no te lo puedes tomar a la ligera. Si es tu único oponente, tarde o temprano los chicos malos acabarán cayendo sobre él y le entregarán su dinero. Ese tipo con un talonario nutrido podría ser peligroso.
McElwayne había sido senador del estado y luego juez electo. Se había batido en el terreno político. Hacía dos años, Sheila había visto, impotente, cómo se ensañaban con él en una campaña muy reñida. En los momentos en que su índice de popularidad estaba más bajo, su oponente lo había acusado, a través de anuncios televisivos (que luego se supo que habían estado financiados por la Asociación Americana del Rifle), de estar a favor del control de armas (no hay mayor pecado en Mississippi) y Sheila se había prometido que nunca, ante ninguna circunstancia, permitiría que la degradaran hasta ese punto. No valía la pena. Volvería a Biloxi, abriría una boutique y vería crecer a sus nietos. Ya podía quedarse quien quisiera con el cargo.
Ahora no estaba tan segura. Los ataques de Coley la habían sacado de sus casillas. Todavía no le hervía la sangre, pero no faltaba mucho. A los cincuenta y un años era demasiado joven para renunciar y demasiado mayor para empezar desde cero.
Charlaron sobre política durante más de una hora. McElwayne se perdía en batallitas de elecciones pasadas y políticos atípicos, y Sheila intentaba hacerlo regresar con delicadeza a los conflictos a los que se enfrentaban en esos momentos. Un joven abogado, que había pedido una pequeña excedencia en un bufete importante de Jackson, había dirigido con mano experta la campaña de McElwayne. Le prometió llamarlo más tarde para ver cómo respiraba. También le aseguró que se pondría en contacto con los contribuyentes importantes y con los agentes locales. Conocía a los directores de los periódicos. Haría todo lo que estuviera en su mano para proteger la plaza de Sheila en el tribunal.
Sheila se fue a las 9.14, se dirigió derecha al palacio de justicia y aparcó.
En Payton amp; Payton tomaron nota del anuncio de Coley, pero poco más. El 18 de abril, un día después, ocurrieron tres acontecimientos trascendentales que eclipsaron el interés por cualquier otra noticia. El primero fue bien recibido. Los demás, no.
La buena noticia era que un joven abogado de un pueblecito de Bogue Chitto se había dejado caer por allí y había firmado un trato con Wes. El abogado, un profesional sin experiencia en los tribunales ni en casos de daños personales, había conseguido convertirse en el abogado de los familiares de un triturador de pasta de madera que había fallecido en un horrible accidente en la interestatal 55, cerca de la frontera con Louisiana. Según la patrulla de carreteras, la temeridad del conductor de un tráiler de dieciocho ruedas, perteneciente a una gran compañía, había sido la causa del accidente. Una testigo ocular había prestado declaración y aseguraba que el camión la había pasado como una exhalación y que ella iba «aproximadamente» a unos ciento diez kilómetros por hora. El abogado ya había logrado un acuerdo de contingencia por el que obtenía el 30 por ciento de cualquier indemnización. Wes y él acordaron ir a medias. El triturador de pasta de madera tenía treinta y seis años y ganaba cerca de cuarenta mil dólares al año. Los cálculos eran sencillos. No descartaban poder conseguir un acuerdo de un millón de dólares. Wes redactó la demanda en menos de una hora y la dejó lista para su presentación. El caso era especialmente gratificante porque el joven abogado había escogido el bufete de los Payton debido a su reciente reputación. La sentencia Baker por fin había atraído a un cliente que valía la pena.
La noticia no tan halagüeña fue la llegada del escrito interponiendo el recurso de apelación de Krane. Tenía ciento dos páginas -el doble de la extensión máxima- y daba la impresión de estar exhaustivamente documentado y redactado por un equipo de brillantes abogados. Era demasiado largo y llegaba con dos meses de retraso, pero el tribunal le había dado el visto bueno. Jared Kurtin y sus hombres habían sido muy persuasivos en sus razonamientos durante más tiempo y más páginas. Era obvio que no se trataba de un caso rutinario.
Mary Grace tenía sesenta días para responder. Después de que el resto del bufete se quedara boquiabierto ante el escrito de apelación, se lo llevó a su escritorio para hacer la primera lectura. Krane alegaba haber hallado un total de veinticuatro defectos durante el proceso, merecedores de enmienda mediante una apelación. Empezaba en tono agradable haciendo un repaso exhaustivo de todos los comentarios y resoluciones del juez Harrison, los cuales, supuestamente, demostraban sus prejuicios hacia el demandado. A continuación, ponía en entredicho la elección del jurado. Atacaba a los expertos llamados a declarar por parte de Jeannette Baker: al toxicólogo que testificó en relación con los niveles cercanos al máximo de DCL, cartolyx y aklar en el agua de boca de Bowmore; al patólogo que describió las características altamente cancerígenas de esas sustancias; al investigador médico que habló de una incidencia inusual de casos de cáncer en Bowmore y alrededores; al geólogo que siguió el rastro de los residuos tóxicos que se filtraron en el suelo y fueron a parar al acuífero bajo el pozo de la ciudad; al perforador que excavó los pozos de prueba; a los médicos forenses que llevaron a cabo las autopsias tanto de Chad como de Pete Baker; al científico que estudió los pesticidas y dijo cosas espantosas sobre el pillamar 5, y al experto clave, al investigador médico que relacionó el DCL y el cartolyx con las células cancerígenas que encontraron en los cuerpos. Los Payton habían utilizado catorce expertos, y cada uno de ellos era criticado extensamente y declarado no cualificado. A tres de ellos se les tildaba de charlatanes. El juez Harrison se había equivocado una y otra vez al haberles permitido testificar. Los informes de dichos expertos, aceptados como pruebas después de mucho batallar, se analizaban uno por uno, se desautorizaban en un lenguaje erudito y se calificaban de «ciencia basura». Incluso el veredicto iba en contra del peso abrumador de las pruebas y era una clara indicación de las simpatías excesivas del jurado. Utilizaba palabras duras, aunque hábiles para atacar la parte punitiva de la sentencia. Por mucho que se hubiera esforzado, el demandante no había conseguido demostrar que Krane había contaminado el agua de boca, ni por negligencia grave ni por intención manifiesta. El escrito finalizaba con una clamorosa petición de revocación y celebración de nuevo juicio o, mejor aún, que el tribunal supremo desestimara el caso. «Esta sentencia desorbitada e injustificada debería ser revocada», acababa diciendo. En otras palabras: rechazada para siempre.