El escrito estaba muy bien redactado, razonado, era muy persuasivo y, tras dos horas de lectura ininterrumpida, Mary Grace acabó con un dolor de cabeza espantoso. Se tomó tres analgésicos y luego se lo pasó a Sherman, que lo miró con la misma cautela con la que miraría a una serpiente cascabel.
El tercer acontecimiento, y la noticia más preocupante, llegó con una llamada del pastor Denny Ott. Wes la atendió cuando ya había oscurecido, luego entró en el despacho de su mujer y cerró la puerta.
– Era Denny -dijo.
Cuando Mary Grace vio la cara de su marido, enseguida pensó que había muerto otro cliente. Habían llegado tal cantidad de tristes llamadas desde Bowmore, que casi las preveía. -
– ¿Qué ocurre?
– Ha hablado con el sheriff. El señor Lean Gatewood no aparece por ninguna parte.
Aunque no era precisamente aprecio lo que sentían por el hombre, la noticia era perturbadora. Gatewood era un ingeniero industrial que había trabajado en la planta de Krane en Bowmore durante treinta y cuatro años. Hombre leal a la empresa hasta la muerte, se jubiló cuando Krane se trasladó a México y había admitido, tanto en su declaración como en las repreguntas, que la compañía le había entregado un finiquito correspondiente a tres años de salario, unos ciento noventa mil dólares. Krane no era famosa por su generosidad precisamente. Los Payton no habían encontrado a ningún otro empleado al que se le hubiera concedido un trato tan favorecedor.
Gatewood se había retirado a una pequeña granja de ovejas en el sudoeste del condado de Cary, tan lejos de Bowmore y de su agua como podía, pero sin salir del condado. Durante su declaración, que duró tres días, negó rotundamente cualquier vertido realizado por la planta. En el juicio, Wes lo había acribillado sin compasión con una pila de documentos. Gatewood llamó mentirosos a los demás empleados de la compañía. Se negó a creer los informes que demostraban que había toneladas de derivados tóxicos que no habían salido de Bowmore, sino que simplemente se habían perdido. Se rió de las fotografías inculpatorias de algunos de los seiscientos bidones de DeL descompuesto desenterrados en el barranco de detrás de la planta. «Ustedes las han retocado», le dijo a Wes. Su testificación fue una sarta de mentiras tan evidente que el juez Harrison habló sin ambages, a puerta cerrada, de acusarlo de perjuro. Gatewood era arrogante, beligerante e irascible y consiguió que el jurado despreciara a Krane ChemicaL Fue un testigo de peso para la demandante, aunque testificó únicamente después de que tuvieran que arrastrarlo hasta el tribunal con una citación. Jared Kurtin lo habría estrangulado.
– ¿Cuándo ha ocurrido? -preguntó Mary Grace.
– Hace dos días se fue a pescar solo. Su mujer todavía lo espera.
La desaparición de Earl Crouch en Texas dos años atrás seguía siendo un misterio sin resolver. Crouch era el jefe de Gatewood. Ambos habían defendido vehementemente a Krane y habían negado lo que era obvio. Ambos se habían quejado de acoso, incluso de amenazas de muerte. Y no eran los únicos. Mucha gente que había trabajado allí, los que fabricaron los pesticidas y vertieron el veneno, habían recibido amenazas. La mayoría había abandonado Bowmore para huir del agua, en busca de trabajo y para evitar verse atrapados en la tormenta judicial que se avecinaba. Al menos cuatro habían muerto de cáncer.
Algunos habían testificado y dicho la verdad. Otros, incluidos Crouch, Gatewood y Buck Burleson, habían testificado y mentido. Ambos grupos se odiaban y el condado de Cary los odiaba a todos ellos.
– Me temo que los Stone han vuelto a hacer de las suyas -dijo Wes.
– No lo sabes.
– Nadie lo sabrá jamás. Al menos me alegro de que sean clientes nuestros.
– Nuestros clientes empiezan a ponerse nerviosos -dijo Mary Grace-. Es hora de convocar una reunión.
– Es hora de cenar. ¿A quién le toca cocinar?
– A Ramona.
– ¿Tortillas o enchilada?
– Espaguetis.
– ¿Por qué no vamos a tomar una copa a un bar, solos, tú y yo? Tenemos que celebrarlo, cariño. Ese caso de Bogue Chitto podría acabar en un rápido acuerdo millonario.
– Brindaré por ello.
19
Después de diez apariciones, la gira de los Rostros de la Muerte de Coley llegó a su fin. Se quedó sin fuelle en Pascagoula, la última de las ciudades con mayor población del distrito sur. Aunque había hecho todo lo que estaba en sus manos para que volvieran a detenerlo, no lo consiguió. Sin embargo, se las apañó para generar mucha expectación allí donde iba. Los periodistas lo adoraban; los admiradores aceptaban los panfletos y firmaban cheques, si bien es cierto que de escaso importe; la policía local vigilaba sus apariciones con muda aprobación.
Sin embargo, después de diez días, Clete necesitaba un descanso. Regresó a Natchez y no tardó demasiado en aparecer en el Lucky Jack a aceptar las cartas que le repartía Ivan. En realidad no tenía ni una estrategia ni un plan de campaña. No había dejado nada en los lugares en los que se había detenido, salvo una efímera publicidad. No contaba con una organización, excepto los escasos voluntarios, que pronto dejaba a un lado. Sinceramente, no estaba preparado para invertir el tiempo y el dinero necesarios para animar una campaña de importancia. No estaba dispuesto a tocar el dinero que Marlin le había dado, al menos en gastos de campaña. Destinaría a esta las contribuciones que recibía en cuentagotas, pero no entraba en sus planes perder dinero en esa empresa. La atención creaba adicción y aparecería siempre que fuera necesario para lanzar un discurso, atacar a su oponente y a los jueces liberales de todas las tendencias políticas, pero sus prioridades eran el juego y la bebida. Clete no soñaba con ganar. Joder, no aceptaría el cargo ni aunque se lo sirvieran en bandeja. Siempre había odiado esos tochos de derecho.