Tony Zachary voló a Boca Ratón, donde lo recogió un chófer. Solo había visitado el despacho del señor Rinehart en una ocasión y esperaba ansioso poder volver. En los siguientes dos días apenas se separarían.
Disfrutaron repasando las payasadas de su títere, Clete Coley, durante una comida espléndida con una vista maravillosa del océano. Barry Rinehart había leído todos los recortes de prensa y había seguido todas sus apariciones en televisión. Estaban muy satisfechos con su señuelo.
A continuación, analizaron los resultados de su primera encuesta importante. Se la habían realizado a quinientos votantes de los veintisiete condados del distrito sur el día después de que finalizara la gira de Coley. Tal como esperaban, al menos Barry Rinehart, el 66 por ciento desconocía el nombre de los tres jueces del tribunal supremo del distrito sur. E169 por ciento ni siquiera sabía que los votantes elegían a los miembros de dicho tribunal.
– Y hablamos de un estado que elige a sus responsables estatales de obras públicas, a los de administración, hacienda, a los responsables de agricultura, a los de recaudación de impuestos de cada condado, a los jueces de instrucción 'de los juzgados de primera instancia… Menos al de la perrera, á todos los demás -dijo Barry.
– Todos los años tienen elecciones -dijo Tony, echando un vistazo a las cifras por encima de sus gafas de lectura.
Había dejado de comer y miraba los gráficos.
– No se salva ni uno. Ya sean municipales, judiciales, estatales, locales o federales, van a las urnas cada año. Menudo desperdicio. No me extraña que haya tanta abstención. Joder, la gente está harta de los políticos.
Del 34 por ciento que sabía el nombre de algún juez del tribunal supremo, solo la mitad habían mencionado el de Sheila McCarthy. Si las elecciones se celebraran ese día, el 18 por ciento la votaría a ella, el 15 por ciento lo haría por Clete Coley y el resto no lo tenía decidido o simplemente no iría a votar porque no conocían a ninguno de los que se presentaban.
Después de unas sencillas preguntas iniciales, la encuesta empezaba a desvelar su verdadera inclinación. ¿Votaría a un candidato al tribunal supremo que se opusiera a la pena de muerte? El 73 por ciento había contestado que no.
¿Votaría a un candidato que apoyara el matrimonio entre homosexuales? El 88 por ciento no.
¿Votaría a un candidato que estuviera a favor de leyes de control de armas más restrictivas? El 85 por ciento había dicho que no.
¿Posee al menos un arma? El 96 por ciento había contestado que sí.
Las preguntas constaban de varias partes y subpartes y estaban obviamente encaminadas a dirigir al votante hacia un camino flanqueado de cuestiones conflictivas. En ningún momento se explicaba a la gente que el tribunal supremo no era un cuerpo legislativo y que no tenía ni la responsabilidad ni la capacidad de elaborar leyes relacionadas con esos temas. En ningún momento se allanaba el terreno. Como otras muchas encuestas, la de Rinehart daba un brusco y maquiavélico giro y en vez de preguntar, atacaba.
¿Apoyaría a un candidato liberal para el tribunal supremo?
El 70 por ciento admitía que no.
¿Sabe que la jueza Sheila McCarthy está considerada el miembro más liberal del tribunal supremo del estado de Mississippi? El 84 por ciento no lo sabía.
Si fuera el miembro más liberal del tribunal, ¿la votaría? El 65 por ciento no, pero a la mayoría de los encuestados no le había gustado la pregunta. ¿ Si…,? ¿ Era la más liberal o no? De todos modos, Barry consideraba que no era una pregunta relevante. Lo prometedor era la escasa incidencia que tenía Sheila McCarthy después de nueve años en el cargo, aunque, según su experiencia, era lo habitual. En privado, defendería ante quien fuera que aquella era otra buena razón por la que los jueces del tribunal supremo estatales no deberían ser escogidos por votación popular. No deberían ser políticos y, por tanto, sus nombres no deberían ser conocidos.
A partir de ahí, la encuesta volvía a dar un giro y se olvidaba del tribunal supremo para concentrarse en los candidatos que se presentaban. Había preguntas sobre creencias religiosas, la asistencia a oficios religiosos y la financiación de la Iglesia, además de cuestiones como el aborto, la investigación con células madre, etc.
La encuesta acababa solicitando los datos básicos: raza, estado civil, número de hijos en caso de tenerlos, ingresos aproximados e historial de voto.
Los resultados generales confirmaron lo que Barry sospechaba: los votantes eran conservadores, de clase media, blancos (78 por ciento) y sería fácil ponerlos en contra de un juez liberal. La clave residía en convertir a la moderada y sensata Sheila McCarthy en la liberal radical que ellos necesitaban que fuera. Los investigadores de Barry estaban analizando hasta la última palabra que hubiera escrito en una resolución, tanto en calidad de jueza de distrito como de tribunal supremo. No podría escapar de sus palabras, ningún juez podía, y Barry tenía intención de crucificarla gracias a ellas.
Después de comer, se trasladaron a la mesa de reuniones, donde Barry había dispuesto las pruebas iniciales de los folletos para la campaña de Ron Fisk. Había cientos de fotografías nuevas de la familia Fisk en todo su esplendor: entrando en la iglesia, en el porche delantero, en el campo de béisbol, los padres juntos, solos, desbordando amor y ternura.
Los anuncios blandos todavía estaban en fase de edición, pero Barry quiso enseñárselos de todos modos. Los había filmado un equipo enviado expresamente a Mississippi desde Washington. En el primero aparecía Fisk junto a un monumento de la guerra de Secesión, en el campo de batalla de Vicksburg, oteando el horizonte como si oyera retumbar los cañones a lo lejos. Su voz suave y de fuerte acento se oía encima: «Me llamo Ron Fisk. Mi tatarabuelo murió en este lugar en julio de 1863. Era abogado, juez y miembro de la asamblea legislativa del estado. Su sueño era servir en el tribunal supremo. Hoy, ese también es mi sueño. Mi familia ha vivido en Mississippi durante siete generaciones y os pido vuestro apoyo».
Tony parecía sorprendido.
– ¿La guerra de Secesión?
– Por supuesto, les encanta.
– ¿Y el voto de los negros?
– Conseguiremos el 30 por ciento de esos votos en las iglesias. No necesitamos más.
El siguiente anuncio se había grabado en el despacho de Ron, que, sin chaqueta, arremangado, con la mesa ordenada con cuidadoso descuido y dirigiéndose a la cámara con una mirada sincera, hablaba del amor que sentía por la ley, de que siempre había que perseguir la verdad y de que debía exigirse imparcialidad a aquellos que ocupan un cargo en el tribunal. Era un anuncio bastante simplón, pero transmitía afabilidad e inteligencia.
Había un total de seis anuncios.
– Estos son los blandos -aseguró Barry.
Un par seguramente no sobrevivirían al proceso de edición posterior y había muchas posibilidades de que el equipo de filmación tuviera que volver a Mississippi.
– ¿Y los duros? -preguntó Tony.
– Todavía están con el guión. No los necesitamos hasta septiembre, después del Día del Trabajador.
– ¿ Cuánto llevamos gastado hasta el momento?
– Un cuarto de millón. Un granito de arena en el desierto.
Se pasaron las siguientes dos horas con un asesor en internet cuya compañía se dedicaba a recaudar dinero para las carreras electorales. Hasta el momento, había reunido una base de datos con unas cuarenta mil direcciones de correo electrónico: personas que habían contribuido en campañas anteriores, miembros de las asociaciones y grupos que ya se habían embarcado en su empresa, conocidos activistas políticos del ámbito local y un número más pequeño de gente de fuera de Mississippi que podría simpatizar con ellos y enviarles un cheque. Calculaba que la lista aumentaría en otros diez mil y presumía que las contribuciones totales rondarían los quinientos mil dólares. Lo más importante de todo era que su lista estaba a punto. En cuanto le dieran luz verde, solo tenía que pulsar un botón para enviar la solicitud y los cheques empezarían a llegar.