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Para unas personas que llevaban sufriendo tanto tiempo, no era una noticia que acogieran con agrado. Ya tenían suficiente de lo que preocuparse.

Las preguntas se sucedieron durante más de una hora. Los Payton hicieron todo lo que estuvo en sus manos para transmitirles seguridad, para mostrarles comprensión y para darles esperanzas; sin embargo, lo más duro fue intentar enfriar sus expectativas.

Si a alguno de los presentes le preocupaban las elecciones al tribunal supremo, nadie dijo nada.

20

Cuando se puso al frente y miró a la numerosa congregación que había asistido al oficio religioso ese domingo por la mañana, Ron Fisk ni siquiera sospechaba cuántos púlpitos visitaría en los siguientes seis meses, ni tampoco que ese estrado se convertiría en un símbolo de su campaña.

Agradeció a los pastores la oportunidad que le habían brindado y luego dio las gracias a la congregación, a los miembros de la iglesia baptista de Sto Luke, por su indulgencia.

– Mañana, en el juzgado de Lincoln, al final de la calle, anunciaré mi candidatura al tribunal supremo del estado de Mississippi. Doreen y yo llevamos luchando y rezando por esto varios meses. Lo hemos consultado con el pastor Rose y lo hemos hablado con nuestros hijos, nuestras familias y nuestros amigos. Y ahora que por fin hemos encontrado la paz en nuestra decisión, queremos compartirla con vosotros antes del anuncio de mañana.

Echó un vistazo a sus notas, nervioso, y continuó:

– No tengo experiencia en política; para ser sincero, nunca me había llamado la atención. Doreen y yo llevamos una vida feliz aquí, en Brookhaven; criamos a nuestros hijos, rezamos aquí con vosotros y colaboramos con la comunidad. Nos sentimos muy afortunados y damos gracias a Dios por su bondad. Damos gracias a Dios por esta iglesia y por amigos como vosotros. Sois nuestra familia.

Hizo una nueva pausa, sin poder reprimir el nerviosismo.

– Deseo ocupar ese cargo en el tribunal supremo porque respeto los valores que todos compartimos, valores extraídos de la Biblia y de nuestra fe en Cristo, porque creemos en la familia, en la unión sagrada entre hombre y mujer, en el milagro divino de la vida, en la libertad de disfrutar de la vida sin temer el crimen y la intervención del gobierno. Igual que vosotros, me frustra ver cómo se pierden nuestros valores, atacados por nuestra sociedad, nuestra depravada cultura y muchos de nuestros políticos. Sí, también por nuestros tribunales. Mi candidatura es la de un hombre que lucha contra los jueces liberales. Con vuestra ayuda puedo ganar. Gracias.

Misericordiosamente breves -ya que a continuación seguramente venía otro prolijo sermón-, las palabras de Ron fueron tan bien recibidas que incluso se oyeron unos breves aplausos mientras él regresaba a su sitio y se sentaba con su familia.

Dos horas después, mientras los fieles blancos de Brookhaven se iban a comer y los negros empezaban a ponerse en marcha, Ron dirigía sus pasos por la alfombra roja hacia el enorme estrado de la Iglesia de Dios en Cristo, de Mount Pisgah, al oeste de la ciudad, desde donde leyó una versión más larga del discurso de la mañana. (Omitió la palabra «liberales».) Dos días antes ni siquiera conocía al reverendo de la mayor congregación negra de la ciudad. Un amigo tiró de varios hilos y se formalizó una invitación.

Esa misma noche, en medio de un animado oficio divino en la iglesia pentecostal, se aferró al púlpito, esperó a que el bullicio se apagara, se presentó e hizo su llamamiento. No miró las notas, dilató un poco más su exposición y volvió a cargar contra los liberales.

De vuelta a casa, se sorprendió de la poca gente que conocía en su pequeña ciudad. Sus clientes eran compañías aseguradoras, no personas. Casi nunca se aventuraba más allá de la seguridad de su barrio, su iglesia y su círculo social. En realidad, lo prefería así.

A las nueve de la mañana del lunes se reunió en los escalones del juzgado con Doreen y los niños, su bufete, un nutrido grupo de amigos, empleados y clientes habituales del tribunal, la mayoría de los miembros de su Rotary Club y anunció su candidatura al resto del estado. No se había planeado como una presentación mediática, por lo que únicamente aparecieron unos pocos periodistas y cámaras de televisión.

Barry Rinehart era partidario de alcanzar el apogeo el día de las elecciones, no el de la presentación.

Durante quince minutos, Ron hizo los comentarios pertinentes, cuidadosamente redactados y ensayados, intercalados de numerosos aplausos, y luego respondió a las preguntas de los periodistas. A continuación, entró en el pequeño y desierto juzgado, donde concedió encantado una exclusiva de media hora a uno de los comentaristas políticos del periódico de Jackson.

Más tarde, el séquito se trasladó a tres manzanas de allí, donde Ron cortó la cinta de la puerta de la sede oficial de su campaña, en un viejo edificio que acaban de pintar y cubrir con propaganda electoral. Entre cafés y galletas, charló con los amigos, posó para fotos y concedió otra entrevista, esta a un periodista del que nunca había oído hablar. Tony Zachary estaba allí, supervisando el festejo y controlando la hora.

Al mismo tiempo, se enviaba el comunicado de prensa del anuncio de su candidatura a todos los periódicos del estado y a los diarios más importantes del sudeste del país. También se envió por correo electrónico a los miembros del tribunal supremo, a los de la asamblea legislativa, a los cargos electos del estado, a los grupos de presión inscritos en el censo, a miles de funcionarios, a los médicos con titulación para ejercer la medicina y a los letrados aceptados en el Colegio de Abogados. El censo electoral del distrito sur contaba con trescientos noventa mil votantes. Los consultores en internet de Rinehart habían encontrado direcciones de correo electrónico de una cuarta parte de ellos y los afortunados recibieron la noticia por ordenador mientras Ron seguía en el juzgado dando su discurso: Se enviaron un total de ciento veinte mil correos de una sola vez.

También se enviaron cuarenta y dos mil solicitudes de dinero por los mismos medios, junto con un mensaje que alababa las virtudes de Ron Fisk al tiempo que atacaba los males sociales causados por «jueces liberales e izquierdistas que anteponen sus agendas a las del pueblo».

Trescientos noventa mil sobres se trasladaron a la oficina central de correos desde un almacén alquilado al sur de Jackson, un edificio del que Ron Fisk no sabía nada y que nunca vería. En cada sobre iba un folleto electoral con fotos enternecedoras, una carta cordial del propio Ron, un sobre más pequeño por si alguien quería enviar un cheque y una pegatina de regalo para el parachoques. Los colores utilizados eran el rojo, el blanco y el azul, y era evidente que el diseño era profesional. Todos los detalles de la publicidad por correo eran de la mejor calidad.

A las once de la mañana, Tony trasladó el espectáculo al sur, a McComb, la undécima ciudad más grande del distrito. (Brookhaven ocupaba la decimocuarta posición, con una población de diez mil ochocientos habitantes.) Ron Fisk sonrió con aire de suficiencia mientras contemplaba el paisaje por la ventanilla del recién alquilado Chevrolet Suburban, acompañado de un voluntario llamado Guy que iba al volante, de su nuevo, aunque ya indispensable, ayudante Monte, que ocupaba el asiento del acompañante con el teléfono pegado a la oreja, y de Doreen, sentada a su lado en el espacioso asiento del medio del monovolumen. Era uno de esos momentos que había que saborear: su primera incursión en política y por la puerta grande. Cientos de partidarios entusiasmados, la prensa, las cámaras, el excitante reto del trabajo que tenían por delante, la emoción de ganar… y todo en las dos primeras horas de la campaña. La fuerte subida de adrenalina solo era un atisbo de lo que estaba por venir. Se imaginaba una gran victoria en noviembre. Se veía saltando del absoluto anonimato de ejercer su profesión en una pequeña ciudad al prestigio del tribunal supremo. Lo tenía todo a sus pies.