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Tony los seguía de cerca, mientras hacía un rápido resumen a Barry Rinehart.

Ron volvió a anunciar su candidatura en el ayuntamiento de McComb. Había poca gente, pero era muy ruidosa. Aparte de unos cuantos amigos, los demás eran todos desconocidos. Después de un par de entrevistas rápidas, con fotos, lo llevaron a la pista de aterrizaje de McComb, donde embarcó en un Lear 55, un bonito avión privado de pequeñas dimensiones y líneas aerodinámicas aunque, cosa que a Ron no se le pasó por alto, mucho más pequeño que el G5 que lo había llevado a Washington. Doreen consiguió ocultar a duras penas su emoción al encontrarse por primera vez en un jet privado. Tony se les unió a bordo. Guy se alejó en el monovolumen.

Quince minutos después aterrizaron en Hattiesburg, con una población de cuarenta y ocho mil habitantes, la tercera mayor ciudad del distrito. Ron y Doreen estaban invitados a la una del mediodía a un almuerzo de oración organizado por una flexible confederación de pastores fundamentalistas. Se celebraría en un viejo Holiday Inn. Tony les esperó en el bar.

Ron escuchó más que habló mientras daban cuenta de un pollo pésimamente cocinado con judías blancas. Varios predicadores, todavía inspirados por sus labores dominicales, sintieron la necesidad de honrarlo con sus puntos de vista sobre varias cuestiones y males: Hollywood, la música rap, la cultura del famoseo, la pornografía desenfrenada, internet, el consumo de alcohol por menores y el sexo antes de la mayoría de edad, entre muchos otros. Ron asintió a todo con convicción, pero dispuesto a escapar cuanto antes. Cuando le brindaron la oportunidad de decir algo, escogió las palabras adecuadas. Doreen y él habían rezado por aquellas elecciones y sentían que Dios había oído sus oraciones. Las leyes dictadas por el hombre deberían intentar emular las leyes divinas. Solo los hombres con una visión moral clara deberían juzgar los problemas de los demás. Etcétera. Obtuvo una rotunda aprobación de los presentes.

Una vez finalizado el encuentro, Ron se dirigió a un par de docenas de simpatizantes, en el exterior del juzgado de distrito del condado de Forrest. La cadena de televisión de Hattiesburg cubrió la noticia. Tras unas cuantas preguntas, se paseó por Main Street, estrechó la mano a todo el mundo, entregó sus elegantes folletos y entró en los despachos de abogados para saludarlos un momento. A las tres y media, el Lear 55 despegó y se dirigió hacia la costa. A ocho mil pies y subiendo, sobrevoló el extremo sudoeste del condado del Cáncer.

Guy les esperaba con el monovolumen en el aeropuerto comarcal de Gulfport-Biloxi. Ron se despidió de Doreen con un beso y el avión la llevó de vuelta a McComb. Allí, otro coche la llevaría hasta Brookhaven. Ron volvió a anunciar su candidatura en el palacio de justicia del condado, respondió a las mismas preguntas y luego concedió una larga entrevista para el Sun H erald.

Biloxi era el hogar de Sheila McCarthy. Estaba junto a Gulfport, la mayor ciudad del distrito sur, con una población de sesenta y cinco mil habitantes. Biloxi y Gulfport eran las principales ciudades de la costa, una zona a lo largo del golfo compuesta por tres condados, que recogía el 60 por ciento de los votos. Al este estaban Ocean Springs, Gautier, Moss Point, Pascagoula y luego Mobile. Al oeste estaban Pass Christian, Long Beach, Waveland, Bay St. Louis y luego Nueva Orleans.

Tony había planeado que Ron invirtiera allí la mitad del tiempo que durara la campaña. A las seis de la tarde, el candidato conoció su oficina de la costa, un establecimiento de comida rápida remodelado, en la carretera 90, la vía de cuatro carriles más transitada que bordeaba la playa. Carteles de vivos colores inundaban la zona que rodeaba las oficinas, y una gran multitud se reunió allí para oír y ver al candidato. Ron no conocía a nadie. Tony tampoco. Prácticamente todos eran empleados de alguna de las compañías que financiaban indirectamente la campaña. La mitad trabajaban en la oficina regional de una compañía nacional de seguros de automóviles. Cuando Ron llegó y vio las oficinas, la decoración y la gente, se maravilló de la capacidad organizativa de Tony Zachary. Aquello iba a ser más sencillo de lo que había pensado.

Los casinos eran el motor principal de la economía de la zona del golfo, así que Ron se ahorró sus comentarios moralistas e hizo hincapié en su enfoque conservador en cuanto a la administración de la justicia. Habló de él, de su familia, del equipo de béisbol infantil invicto de su hijo Josh y, por primera vez, expresó su preocupación por los índices de delincuencia del estado y por la aparente desidia a la hora de ejecutar a asesinos convictos.

Clete Coley habría estado orgulloso de él.

Esa noche se celebró una elegante cena a mil dólares el plato en el Biloxi Yacht Club, para recaudar fondos. Los comensales eran una amalgama de empresarios, banqueros, médicos y abogados de aseguradoras. Tony contó ochenta y cuatro asistentes.

Esa noche, mucho más tarde, Tony llamó a Barry Rinehart para hacerle el resumen del gran día mientras Ron dormía en la habitación de aliado. No había sido tan vistoso como la espectacular entrada en escena de Clete, pero sí mucho más productivo. Su candidato se había desenvuelto muy bien.

El segundo día empezó a las siete y media de la mañana con un almuerzo de oración en un hotel a la sombra de los casinos. Estaba patrocinado por un grupo de reciente creación, llamado Coalición de Hermanos. La mayoría de los asistentes eran pastores fundamentalistas que pertenecían a diversas ramas del cristianismo. Ron aprendía a marchas forzadas la estrategia de adaptarse a la audiencia y se sintió como en casa hablando sobre su fe y de cómo esta daría forma a sus decisiones en el tribunal supremo. Hizo hincapié en su largo servicio como diácono y profesor de catequesis, y casi se le quebró la voz al recordar el bautizo de su hijo. Una vez más, obtuvo la aprobación de los presentes de inmediato.

Al menos medio estado desayunó con los periódicos matutinos en los que aparecían anuncios electorales a toda página del candidato Ron Fisk. El de The Clarion-Ledger de Jackson incorporaba una bonita foto con un titular en negrita que rezaba «Reforma judicial». En letra más pequeña podían leerse los pertinentes datos biográficos de Ron, que ponían énfasis en su pertenencia a organizaciones cívicas, su iglesia y a la Asociación Americana del Rifle. En letra aún más pequeña podían leerse sus impresionantes referencias: grupos de familia, activistas cristianos conservadores, pastores y asociaciones que parecían incluir al resto de la humanidad; médicos, enfermeras, hospitales, dentistas, hogares de ancianos, farmacéuticos, pequeños comerciantes, inmobiliarias, bancos, aseguradoras (de salud, de vida, médicos, contra incendios, de enfermedad, de negligencia profesional), contratistas, arquitectos, empresas energéticas, compañías de gas natural y tres grupos de «relaciones legislativas» que representaban a los fabricantes de prácticamente todos los productos que pudieran encontrarse en el mercado.

En otras palabras: todo aquel susceptible de ser demandado y que, por tanto, pagaba primas en su seguro para cubrir esa contingencia. La lista olía a dinero y proclamaba que Ron Fisk, un desconocido hasta esos momentos, era uno de los candidatos que había que tomar en serio.

El anuncio de The Clarion-Ledger de Jackson había costado doce mil dólares, nueve mil el del Sun Herald de Biloxi y cinco mil el del Hattiesburg American.