Cuando la jueza McCarthy se acercó al estrado, la gente estaba dispuesta a echarle piedras. Les explicó con toda calma las complejidades de las apelaciones de las penas de muerte y les aseguró que el tribunal dedicaba casi todo su tiempo a dirimir esos casos tan difíciles. Hizo hincapié en la necesidad de ser prudentes y concienzudos para asegurar que se respetaban los derechos de los acusados. La ley no conoce mayor carga que la de proteger los derechos de aquellos que la sociedad ha decidido ejecutar. Les recordó que había como mínimo ciento veinte hombres y mujeres condenados a la pena de muerte que luego habían sido completamente exonerados, dos en Mississippi. Algunos habían pasado más de veinte años en el corredor de la muerte. En los nueve años que llevaba en la judicatura, había participado en cuarenta y ocho casos de pena de muerte. De esos, había votado con la mayoría en veintisiete ocasiones para confirmar las condenas, pero solo después de asegurarse de que los acusados habían tenido un juicio justo. En los demás casos, había votado a favor de revocar las sentencias y solicitar la revisión del proceso. No se arrepentía ni de un solo voto. N o se consideraba liberal, ni conservadora, ni moderada. Era jueza del tribunal supremo y había jurado revisar las causas que llegaban a sus manos y hacer cumplir la ley. Sí, personalmente se oponía a la pena de muerte, pero jamás había puesto sus convicciones por delante de las leyes del estado.
Al final de su discurso, se oyeron algunos desangelados aplausos, aunque únicamente por educación. Era difícil no admirar su franqueza y valentía. Habría quien la votaría, pocos, pero era indudable que la mujer sabía de qué hablaba.
Era la primera vez que los tres candidatos hacían una aparición conjunta, así como también la primera en la que Tony veía actuar a la jueza McCarthy bajo presión.
– Será un hueso duro de roer -informó a Barry Rinehart-. Sabe de qué habla y se mantiene firme.
– Sí, pero está a dos velas -contestó Barry, riendo-. Esto es una campaña y aquí lo que manda es el dinero.
McCarthy no estaba tan a dos velas, pero la campaña no había empezado con buen pie. No tenía director de campaña, alguien que coordinara las cincuenta cosas que había que hacer de inmediato mientras seguía coordinando un millar más para más adelante. Había ofrecido el puesto a tres personas. Las dos primeras lo habían rechazado después de pensárselo durante veinticuatro horas. La tercera había aceptado, aunque al cabo de una semana se desdijo.
Una campaña es una pequeña y frenética empresa que se desarrolla bajo gran presión y con el conocimiento de que tendrá una vida muy corta. El personal a tiempo completo trabaja sin descanso durante horas por un sueldo irrisorio. La aportación de los voluntarios es inestimable, pero no siempre se puede confiar plenamente en ellos. Un director de campaña enérgico y decidido es fundamental.
Seis semanas después del anuncio de la candidatura de Fisk, la jueza McCarthy había conseguido abrir una oficina de campaña en Jackson, cerca de su piso, y otra en Biloxi, cerca de su casa. Ambas estaban dirigidas por viejos amigos y voluntarios, que se ocupaban de reclutar más personal y llamar a donantes potenciales. Había montañas de pegatinas y carteles, pero la campaña no había conseguido encontrar una empresa fiable que se encargara de la propaganda, la publicidad por correo y, con un poco de suerte, los anuncios televisivos. Contaban con una página web muy básica, pero eso era todo en cuanto a internet. Sheila había recibido trescientos veinte mil dólares en contribuciones, de los cuales todos menos treinta mil provenían de los abogados litigantes. Bobby Neal y el consejo le habían prometido por escrito que los miembros de la ALM le donarían al menos un millón, y ella no dudaba de que así sería. Sin embargo, hacer promesas era mucho más fácil que firmar cheques.
Además, el hecho de tener un trabajo muy exigente, que no podía descuidar, complicaba aún más la organización de la campaña. El tribunal estaba colapsado con causas que debían haber sido despachadas hacía meses; soportaba la presión constante de no poder ponerse nunca al día. Las apelaciones no paraban de llegar y había vidas en juego: las de los hombres y mujeres que se encontraban en el corredor de la muerte; las de niños que iban arriba y abajo en divorcios conflictivos; las de trabajadores gravemente accidentados que esperaban un dictamen final que, con un poco de suerte, aliviara sus males. Algunos de sus colegas eran lo bastante profesionales para distanciarse de la gente de carne y hueso que había detrás de los casos que debían considerar, pero Sheila no había sido capaz de hacerlo nunca.
Sin embargo, era verano y el calendario no era tan riguroso. Libraba los viernes y se pasaba largos fines de semana en la carretera, visitando el distrito. Trabajaba duro de lunes a jueves y luego se convertía en una candidata. Había decidido pasar el mes organizando la campaña y poniéndose al día.
Su primer oponente, el señor Coley, solía holgazanear de lunes a viernes, descansando de los rigores de la mesa de blackjack. Solo jugaba de noche y, por tanto, tenía tiempo de sobra para dedicar a la campaña si lo deseaba. Generalmente no lo hacía. Aparecía por algunas ferias de condado y lanzaba pintorescos discursos a un público entusiasta. Si los voluntarios de Jackson estaban de humor, se acercaban hasta donde él estuviera, desplegaban los Rostros de los Muertos y Clete subía el volumen. Todas las poblaciones contaban con un puñado de asociaciones cívicas, la mayoría de las cuales siempre andaban buscando oradores. Corrió el rumor de que el candidato Coley animaba las comidas, por lo que recibía una invitación o dos cada semana. Dependiendo del viaje, y de la intensidad de la resaca, consideraba la proposición. A finales de julio, su campaña había recibido veintisiete mil dólares en donaciones, más que suficiente para cubrir los gastos del monovolumen de alquiler y sus guardaespaldas a tiempo parcial. También se había gastado seis mil en folletos. Todo político debía tener algo que repartir.
Sin embargo, el segundo oponente de Sheila dirigía una campaña que funcionaba como un motor bien engrasado. Ron Fisk trabajaba duro en su despacho lunes y martes y luego se lanzaba a la carretera para seguir un programa muy detallado del que solo se libraban las poblaciones más pequeñas. Gracias al Lear 55 y a un King Air, tanto él como sus acompañantes recorrieron el distrito en muy poco tiempo. A mitad de julio, había un comité organizado en cada uno de los veintisiete condados, y Ron había hecho un discurso, como mínimo, en todos ellos. Hablaba en centros cívicos, cuarteles de bomberos voluntarios, meriendas en las bibliotecas, asociaciones de abogados del condado, clubes de motoristas, festivales de música folk, ferias de condado e iglesias… iglesias y más iglesias. Al menos la mitad de sus discursos los lanzaba desde un púlpito.
Josh jugaba el último partido de béisbol de la temporada el 18 de julio, por lo que su padre aún contaría con más tiempo para hacer campaña. El entrenador Fisk no se había perdido ni un solo partido, aunque el equipo se vino abajo cuando anunció su candidatura. La mayoría de los padres estaban convencidos de que no había tenido nada que ver.
En las zonas rurales, el mensaje de Ron siempre era el mismo: por culpa de los jueces liberales, nuestros valores están siendo atacados por aquellos que defienden el matrimonio homosexual, el control de armas, el aborto y el libre acceso a la pornografía por internet. Esos jueces tenían que ser sustituidos. La Biblia estaba por encima de todo. Las leyes dictadas por los hombres venían a continuación, pero como juez del tribunal supremo, conseguiría reconciliar ambas cuando fuera necesario. Iniciaba todos los discursos con una breve plegaria.