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La razón, expuesta por una de las mujeres que representaban al condado, es que las leyes del estado no lo permiten. Así de claro y sencillo. La Constitución concede al estado la potestad de redactar leyes relacionadas con el matrimonio y el divorcio, y nadie más dispone de tal autoridad. Cuando la asamblea legislativa apruebe, si es que lo hace, el matrimonio entre personas del mismo sexo, el señor Meyerchec y el señor Spano podrán hacer realidad sus deseos.

– ¿Espera que la asamblea legislativa lo haga pronto? -preguntó Shingleton, de manera inexpresiva.

– No -fue la rápida respuesta, que arrancó algunas risitas.

El abogado radical contraatacó con el enérgico argumento de que la asamblea legislativa, sobre todo la «nuestra», aprobaba leyes cada año que son revocadas por los tribunales. ¡Ese es el papel del poder judicial! Después de dejar bien claro su punto de vista, concibió diversas formas de presentarlo con mínimas variaciones.

Al cabo de una hora, Shingleton estaba harto. Sin un descanso, y echando un vistazo a sus anotaciones, emitió un veredicto bastante sucinto. Su trabajo consistía en acatar las leyes del estado y si las leyes prohibían el matrimonio entre dos hombres o dos mujeres, o dos hombres y una mujer, o cualquier otra combinación diferente a la de un hombre y una mujer, entonces a él, como juez, no le quedaba otra opción que la de desestimar el caso.

Fuera de la sala del tribunal, con Meyerchec a un lado y Spano al otro, el abogado radical continuó con su estridente diatriba para la prensa. Se sentía agraviado. Sus clientes se sentían agraviados, aunque varios coincidieron en que parecían aburridos.

Iban a apelar de inmediato al tribunal supremo de Mississippi. Allí era donde iban y era allí donde querían estar. Además, siendo la imprecisa firma de Troy-Hogan la que pagaba las facturas desde Boca Ratón, era exactamente allí donde acabarían.

23

Durante los primeros cuatro meses, el duelo electoral entre Sheila McCarthy y Ron Fisk había sido marcadamente cívico. Clete Coley había despotricado de todo el mundo, pero su aspecto en general y su personalidad indisciplinada impedían que los votantes lo vieran como un posible juez del tribunal supremo. Aunque seguía recibiendo el apoyo del 10 por ciento en las encuestas de Rinehart, cada vez hacía menos campaña. La encuesta de Nat Lester le concedía el 5 por ciento, pero no era tan exhaustiva como la de Rinehart.

Después del Día de los Trabajadores, en septiembre, con las elecciones a dos meses vista y la recta final ante ellos, la campaña de Fisk dio su primer paso hacia el juego sucio manifiesto, y una vez que se tomaba ese camino, no había vuelta atrás.

Barry Rinehart había perfeccionado esa táctica en otras campañas electorales. Enviaron un mailing masivo a todos los votantes censados, a través de una organización llamada Víctimas Judiciales por la Verdad. En la propaganda se preguntaba lo siguiente: «¿Por qué financian los abogados litigantes a Sheila McCarthy?». La diatriba de cuatro páginas que iba a continuación ni siquiera intentaba responder la pregunta, sino que se limitaba a vilipendiar a dichos abogados.

Primero echaba mano del médico de familia y aseguraba que los abogados litigantes y las demandas frívolas que presentaban son los responsables de muchos de los problemas del sistema de atención sanitaria. Los médicos, que trabajan con el miedo de recibir una demanda por negligencia, se ven obligados a pedir pruebas y diagnósticos caros que elevan el coste de la asistencia sanitaria. Estos profesionales deben pagar primas extraordinarias por mala praxis para protegerse de juicios fraudulentos. En algunos estados, incluso se ha llegado a expulsarlos, lo que deja a los pacientes sin atención. Se afirmaba que uno de esos médicos (no se especificaba su residencia) había dicho: «No podía permitirme las primas y estaba cansado de desperdiciar mi tiempo en declaraciones y juicios, así que lo dejé sin más. Sigo preocupado por mis pacientes». Un hospital de West Virginia se había visto obligado a cerrar después de haber recibido una escandalosa sentencia. Un codicioso abogado litigante tenía la culpa.

A continuación, atacaba el bolsillo. Según un estudio, la proliferación de litigios cuesta a un hogar con ingresos medios unos mil ochocientos dólares al año. Este gasto es el resultado directo de mayores primas de seguros de automóvil y del hogar, además del aumento del precio de miles de artículos de primera necesidad cuyos fabricantes reciben demandas constantemente. Los medicamentos, tanto los prescritos con receta como los que no, son un ejemplo perfecto: serían un 15 por ciento más baratos si los abogados litigantes no persiguieran a sus fabricantes con casos masivos de demandas colectivas.

Acto seguido sorprendía al lector con una retahíla de algunas de las sentencias más absurdas del condado, una lista muy usada y conocida, que siempre levantaba ampollas. Tres millones de dólares contra una cadena de comida rápida por un café caliente vertido encima; ciento diez millones contra un fabricante de automóviles por una pintura defectuosa; quince millones contra el propietario de una piscina por haberla vallado y cerrado con candado. La indignante lista seguía y seguía. El mundo se está volviendo loco, llevado de la mano por taimados abogados litigantes.

Tras el fuego indiscriminado de aquellas primeras tres páginas, acababa con una explosión. Cinco años atrás, Mississippi había sido calificado por un grupo pro empresarial como un «infierno judicial»; solo cuatro estados más compartían aquella distinción. Nadie habría reparado en lo que estaba sucediendo de no haber sido por la Junta de Comercio, que aprovechó la noticia para difundirla a través de anuncios insertados en los periódicos. Había llegado el momento de volver a sacarlo a colación. Según la asociación Víctimas Judiciales por la Verdad, los abogados litigantes han abusado de tal modo del sistema judicial de Mississippi que en estos momentos el estado es terreno abonado para todo tipo de procesos de gran repercusión. Algunos implicados, tanto demandantes como abogados litigantes, viven en otros estados. Estos hacen un sondeo de tribunales hasta dar con un condado afín y un juez amistoso don4e poder interponer una demanda, y las sentencias desorbitadas son el resultado. El estado se ha ganado una dudosa reputación y por eso mismo muchos empresarios evitan Mississippi. Multitud de fábricas han cerrado puertas y se han ido, con la consecuente pérdida de miles de puestos de trabajo.

Todo gracias a los abogados litigantes, que, por descontado, adoran a Sheila McCarthy y su inclinación hacia la parte demandante, y que seguirán invirtiendo lo que sea necesario para mantenerla en el tribunal.

El mailing acababa con una llamada a la sensatez. Jamás se mencionaba a Ron Fisk.

Un envío masivo de correos electrónicos hizo llegar el folleto publicitario a sesenta y cinco mil direcciones del distrito. Al cabo de unas horas había caído en manos de los abogados litigantes y había sido enviado a los ochocientos miembros de la ALM.

Nat Lester estaba encantado con aquella publicidad. Como director de campaña, habría preferido un apoyo más amplio de distintos grupos, pero la realidad era que los únicos donantes importantes de McCarthy eran los abogados litigantes. Los quería cabreados, comiéndose las uñas y echando espumarajos por la boca, dispuestos a una pelea a puño limpio, a la vieja usanza. Hasta el momento, sus donaciones apenas alcanzaban los seiscientos mil dólares y Nat necesitaba el doble. El único modo de conseguirlo era lanzando granadas.