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Envió un correo electrónico a todos los abogados litigantes, en el que explicaba la necesidad de responder a aquel ataque lo antes posible. Había que contrarrestar de inmediato la publicidad negativa, tanto la impresa como la televisada. La publicidad por correo era cara, pero muy efectiva. Calculaba que Víctimas Judiciales por la Verdad había gastado unos trescientos mil dólares (coste reaclass="underline" trescientos veinte mil). Dado que tenía intención de utilizar la publicidad por correo en más ocasiones, pedía una aportación inmediata de quinientos mil dólares e insistía en una garantía a vuelta de correo electrónico. Publicaría una actualización de las nuevas contribuciones de los abogados litigantes a través de su dirección de correo codificada, y hasta que no se alcanzara la cifra de quinientos mil dólares, la campaña estaría oficialmente paralizada. Su táctica rayaba en la extorsión, pero en el fondo él seguía siendo un abogado litigante, y conocía a los de su especie. El mailing les subió la tensión a niveles casi letales; sin embargo, adoraban la lucha y las garantías empezaron a llover a raudales.

Mientras los manipulaba, se encontró con Sheila e intentó tranquilizarla. McCarthy jamás había sufrido un ataque de aquella magnitud. Estaba preocupada, pero también muy enojada. Se habían quitado los guantes y el señor Nathaniel Lester se frotaba las manos pensando en la pelea. Al cabo de dos horas, había diseñado y redactado una respuesta, se había visto con el impresor y había encargado el material necesario. Veinticuatro horas después de la encerrona de Víctimas Judiciales por la Verdad enviada por correo electrónico, trescientos treinta abogados defensores habían aportado quinientos quince mil dólares.

Nat también apeló a la Asociación Americana de Abogados, muchos de cuyos miembros habían ganado fortunas en Mississippi. Envió por correo electrónico la perorata de Víctimas Judiciales por la Verdad a catorce mil de sus miembros.

Tres días después, Sheila McCarthy contraatacó. Se negó a refugiarse detrás de una estúpida asociación organizada únicamente para enviar propaganda electoral y (Nat) decidió enviar la correspondencia desde su propia campaña. Fue en formato de carta, con una foto muy favorecedora de ella en el encabezado. Agradecía el apoyo a los votantes y, sin mayores preámbulos, repasaba su experiencia y currículo. Aseguraba que sus oponentes le merecían el mayor de los respetos, pero que ninguno de ellos se había ganado nunca la toga. En verdad jamás habían mostrado ningún interés en la judicatura.

A continuación, lanzaba una pregunta: «¿Por qué el gran capital financia a Ron Fisk?». Porque, tal como explicaba en detalle, el gran capital se encuentra ahora enfrascado en la tarea de comprar cargos en los tribunales supremos de todo el país. Ponen en su punto de mira a jueces como ella, juristas comprensivos que luchan por el bien común y simpatizan con los derechos de los trabajadores, los consumidores, las víctimas de las negligencias de los demás, los pobres y los acusados. La mayor responsabilidad de la leyes la de proteger a los más débiles de nuestra sociedad. Los ricos suelen saber cómo cuidar de sí mismos.

El gran capital, a través de su miríada de grupos y asociaciones de apoyo, está urdiendo una gran conspiración que cambiará drásticamente nuestro sistema judicial. ¿Por qué? Para proteger sus propios intereses. ¿Cómo? Atrancando la puerta de los tribunales, limitando la responsabilidad civil de las compañías que fabrican productos defectuosos, la de médicos negligentes, la de hogares de ancianos donde se cometen irregularidades, la de las arrogantes aseguradoras. La lista era interminable.

Acababa con un párrafo campechano donde pedía a los votantes que no se dejaran engañar por la presentación del producto. La típica campaña dirigida por el gran capital en este tipo de elecciones suele recurrir a sucias tácticas. Los insultos son su arma preferida. Los anuncios donde se ataca al contrario no se harían esperar y serían implacables. El gran capital invertiría millones para derrotarla, pero ella tenía fe en sus votantes.

A Barry Rinehart le impresionó la respuesta. También le gustó ver con qué rapidez se apresuraban a contribuir con más dinero los abogados litigantes. Quería que lo gastaran a espuertas. Calculaba que la campaña de McCarthy sería capaz de recaudar un máximo de dos millones de dólares, de los cuales el 90 por ciento lo aportarían los abogados litigantes.

Su hombre, Fisk, podía doblar esa cantidad sin ningún problema.

El siguiente anuncio, de nuevo mediante publicidad por correo, era un golpe a traición que se convertiría en la tónica dominante del resto de la campaña. Esperó una semana, tiempo suficiente para que el polvo se asentara después del primer intercambio de puñetazos.

La carta la enviaba directamente Ron Fisk, con su propio encabezado de campaña junto a una foto de la perfecta familia Fisk. El inquietante titular rezaba: «El tribunal supremo de Mississippi decidirá un caso de matrimonio entre homosexuales».

Tras un cordial saludo, Ron se lanzaba sin mayores preámbulos a discutir la cuestión que tenían entre manos. El caso Meyerchec y Spano contra el condado de Hinds atañía a dos hombres que deseaban casarse, y el tribunal supremo debía pronunciarse sobre el caso al año siguiente. Ron Fisk -cristiano, esposo, padre y abogado- se oponía férreamente al matrimonio entre parejas del mismo sexo y defendería esa creencia inquebrantable en el tribunal supremo. Consideraba que ese tipo de uniones iban contra natura, contra las claras enseñanzas de la Biblia, eran pecaminosas y perjudiciales para la sociedad.

A media carta, sacaba a la palestra la muy conocida opinión del reverendo David Wilfong, un personaje vocinglero con gran número de radioyentes. Wilfong censuraba ese tipo de intentos de pervertir nuestras leyes y doblegarse, una vez más, ante los deseos de los inmorales. Denunciaba a los jueces liberales que embutían sus creencias personales en sus dictámenes. Hacía un llamamiento a la gente decente y temerosa de Dios de Mississippi, «el cuerpo y el alma del protestantismo», para que acogiera en sus corazones a un hombre como Ron Fisk y, así, protegiera las leyes sagradas de su estado.

La cuestión de los jueces liberales ya no se abandonaba hasta el final de la carta. Fisk se despedía con la promesa de convertirse en la voz conservadora y juiciosa del pueblo.

Sheila McCarthy leyó la carta con Nat y ninguno de los dos supo qué paso dar a continuación. No se mencionaba el nombre de ella en ningún momento, pero en realidad tampoco era necesario. Era evidente que Fisk no estaba acusando a Clete Coley de ser liberal.

– Han ido a muerte -dijo Nat, exasperado-. Ha hecho suya esta cuestión y si ahora quieres rebatirla, o incluso compartirla, tienes que dejar a los homosexuales a la altura del betún.

– No pienso hacerlo.

– Ya lo sé.

– Es impropio que un miembro del tribunal, o alguien que aspire a serlo, declare cuál será su dictamen antes de ver el caso. Es espantoso.

– Pues esto es solo el principio, querida.

Estaban en el abarrotado almacén que Nat llamaba oficina.

La puerta estaba cerrada y nadie los oía. Un puñado de voluntarios se afanaban en la habitación de alIado. Los teléfonos no paraban de sonar.

– No sé si vamos a responder -dijo Nat.

– ¿Por qué no?

– ¿ Qué vas a decir? «Ron Fisk es malo.» «Ron Fisk dice cosas que no debería decir.» Acabarías pareciendo una persona maliciosa. y no estaría mal si fueras un candidato masculino, pero siendo mujer, no puedes permitírtelo.

– Eso no es justo.

– La única respuesta posible es negar que apoyas los matrimonios entre personas del mismo sexo. Deberías posicionarte, lo cual…

– Lo cual no voy a hacer. No estoy a favor de esos matrimonios, pero es necesario algún tipo de unión civil. Aunque en realidad es un debate ridículo, porque la asamblea legislativa es la que se encarga de redactar las leyes, no los tribunales.