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Nat se había casado en cuatro ocasiones. Sheila iba en busca del segundo marido.

– Además -continuó-, ¿qué podrían hacerle los homosexuales a la sagrada institución del matrimonio que no le hayan hecho ya los heterosexuales?

– Prométeme que jamás dirás eso en público. Por favor.

– Ya sabes que no.

Nat se frotó las manos y se pasó los dedos por el largo cabello canoso. La indecisión no era uno de sus defectos. -Hemos de tomar una decisión, aquí y ahora -dijo-, no podemos perder tiempo. Lo más inteligente sería contestar por correo.

– ¿A cuánto ascendería eso?

– Podríamos recortar de aquí y de allí. Yo diría que unos doscientos mil.

– ¿Podemos permitírnoslo?

– Ahora mismo yo diría que no. Pero ya veremos de aquí a diez días.

– Vale, pero ¿no podríamos enviar un correo electrónico masivo y responder por lo menos?

– Ya lo he escrito.

La respuesta era un mensaje de dos párrafos enviado ese día a cuarenta y ocho mil direcciones de correo electrónico. La jueza McCarthy recriminaba a Ron Fisk por haber emitido su voto en un caso que estaba muy lejos de presidir. Si hubiera sido un miembro del tribunal, habría sido duramente reprobado. La dignidad exigía que los jueces supieran guardar la confidencialidad de los procesos y se abstuvieran de comentar las causas pendientes. En relación a la que él mencionaba, el tribunal de apelaciones todavía no había recibido ningún escrito. No se habían llevado a cabo las exposiciones orales. En esos momentos, el tribunal no sabía nada. Sin el conocimiento de los hechos ni de la ley, ¿cómo podía el señor Fisk, ni nadie, dictar una resolución?

Por desgracia, era un ejemplo más de la lamentable inexperiencia del señor Fisk en asuntos judiciales.

Las deudas de Clete Coley se acumulaban en el Lucky Jack y así se lo confió una noche a Marlin, en un bar de Under-theHill. Marlin estaba de paso para ver cómo le iba al candidato, que parecía haberse olvidado de las elecciones.

– Tengo una idea -dijo Marlin:, preparándose para plantearle la verdadera razón que le había llevado hasta allí-. Hay catorce casinos en la costa del golfo, grandes y preciosos, como los de Las Vegas…

– Los he visto.

– Bien. Conozco al dueño del Pirate's Cove. Te dará alojamiento tres noches por semana durante el mes que viene, una suite en el ático con grandes vistas del golfo. Las dietas corren a cuenta de la casa. Puedes jugar a las cartas toda la noche si durante el día te dedicas a hacer campaña. La gente de ahí abajo necesita oír tu mensaje. Joder, ahí es donde están los votos. Puedo concertar varios mítines. Tú te encargas del politiqueo. Tienes el don de la palabra y eso a la gente le gusta.

Clete estaba claramente entusiasmado con la idea.

– Tres noches por semana, ¿eh?

– Más, si quieres. Debes de estar harto de este sitio.

– Solo cuando pierdo.

– Hazlo, Clete. Mira, los tipos que ponen la pasta quieren ver un poco de acción. Saben que es una carrera de fondo, pero se lo toman muy en serio.

Clete admitió que era una buena idea. Pidió más ron y empezó a pensar en esos preciosos casinos.

24

Mary Grace y Wes salieron del ascensor en la vigesimosexta planta del edificio más alto de Mississippi y entraron en la lujosa recepción del bufete de abogados más importante del estado. Mary Grace se fijó inmediatamente en el papel de las paredes, en los muebles, las flores, en todo aquello a lo que una vez le había dado importancia.

La mujer impecablemente vestida de la recepción fue suficientemente educada. Un asociado con traje azul marino y zapatos negros reglamentarios los acompañó hasta la sala de reuniones donde una secretaria les preguntó si querían algo de beber. No, no les apetecía nada. Los grandes ventanales daban a la ciudad de Jackson. La cúpula del Capitolio dominaba las vistas. A la izquierda se encontraba el palacio de justicia de Gartin y allí dentro, sobre la mesa de alguien, estaría el caso de Jeannette Baker contra Krane Chemical.

Se abrió la puerta y Alan York apareció con una radiante sonrisa y un cordial apretón de manos. Debía de estar rozando la sesentena, era bajito, fornido e iba un poco desaliñado -camisa arrugada, sin chaqueta y zapatos rozados-, algo muy poco habitual en un socio de una firma tan aferrada a la tradición. El asociado de antes volvió a aparecer, esta vez con dos carpetas voluminosas. Después de las presentaciones y los triviales comentarios de rigor, tomaron asiento alrededor de la mesa.

El caso que los Payton habían presentado en abril en nombre de la familia del triturador de pasta de madera fallecido había pasado volando por la etapa probatoria extrajudicial. Todavía no había fecha para el juicio y lo más probable era que quedara un año para su celebración. La responsabilidad estaba clara: el conductor del camión que había causado el accidente conducía a demasiada velocidad, al menos superaba en veinte kilómetros por hora el máximo permitido. Contaban con la declaración de dos testigos oculares, que habían aportado datos y el testimonio irrefutable sobre la velocidad y la imprudencia del conductor del camión. En su declaración, el conductor había admitido un largo historial de infracciones de tráfico. Antes de dedicarse a la carretera, había trabajado de fontanero, pero lo habían despedido por fumar hierba en el trabajo. Wes había encontrado como mínimo un par de detenciones por conducir bajo los efectos del alcohol y el conductor creía que podía haber otra, pero no lo recordaba.

En resumen, el caso no llegaría a los tribunales: alcanzarían un acuerdo. Cuatro meses después de la aportación de las pruebas, el señor Alan York estaba dispuesto a iniciar las negociaciones. Según él, su cliente, Littun Casualty, tenía ganas de cerrar el asunto.

Wes empezó a describir a la familia, una viuda de treinta y tres años, con estudios secundarios, sin experiencia laboral y madre de tres hijos pequeños. El mayor tenía doce años. Holgaba decir que la pérdida era catastrófica, en todos los sentidos.

Mientras Wes hacía su exposición, York tomaba notas y miraba a Mary Grace. Habían hablado por teléfono, pero no se habían visto nunca. Wes llevaba el caso, pero York sabía que ella no estaba allí únicamente por su cara bonita. Frank Sully, el abogado de Hattiesburg que había contratado Krane Chemical para dar más cuerpo a la defensa, se encontraba entre uno de sus mejores amigos. Sully había sido relegado a un segundo plano por J ared Kurtin y todavía no se había recuperado de aquella ofensa. Le había contado a York muchas historias acerca del juicio Baker y, según Sully, el tándem profesional de los Payton funcionaba mejor cuando era Mary Grace quien se dirigía al jurado. Era dura durante las repreguntas y rápida de reflejos, pero su punto fuerte era conectar con la gente. El alegato final había tenido mucha fuerza, había sido brillante y, obviamente, muy persuasivo.

York llevaba treinta y un años representando a compañías aseguradoras. Ganaba más juicios de los que solía perder, pero también había vivido alguno de esos momentos terribles en que los jurados no veían el caso como él y le habían impuesto indemnizaciones desorbitadas. Era parte de su trabajo. Sin embargo, nunca había estado ni tan siquiera cerca de una sentencia de cuarenta y un millones de dólares. Ya era una leyenda en los círculos jurídicos del estado, y nada mejor para que la leyenda siguiera creciendo que añadirle el componente dramático de los Payton al borde de la quiebra, arriesgándolo todo, casa, despacho, coches, y endeudándose hasta las cejas para hacer frente a un juicio de cuatro meses. Su suerte era bien conocida y discutida en los encuentros en el bar, las partidas de golf y los cócteles. Si confirmaban la sentencia, recibirían grandes honorarios. Si la revocaban, su supervivencia estaba en peligro.

York no pudo menos que admirarlos mientras Wes seguía hablando.