Tras un rápido resumen de los motivos de la responsabilidad, Wes recapituló los daños, añadió una buena cantidad por la despreocupación de la compañía de transporte y dijo: -Creemos que dos millones es un trato justo.
– Hombre, no me extraña -contestó York, fingiendo la típica reacción del abogado conmocionado y consternado: cejas arqueadas con incredulidad, sacudir la cabeza lentamente con perplejidad, la cara entre las manos, apretándose los mofletes, y ceñudo. La sonrisa de postín había desaparecido hacía rato.
Wes y Mary Grace consiguieron aparentar indiferencia, aunque se les había detenido el pulso.
– Para obtener dos millones -dijo York, repasando las anotaciones-, hay que admitir daños punitivos y, honestamente, mi cliente no está dispuesto a pagarlos.
– Ya lo creo que sí-dijo Mary Grace, con frialdad-. Tu cliente pagará lo que el jurado decida que debe pagar.
Aquel tipo de bravatas también formaban parte de la profesión. York las había oído cientos de veces, pero sonaban bastante más contundentes cuando provenían de una mujer que, durante su último juicio, había conseguido una indemnización punitiva extraordinaria.
– Para el juicio queda un año como mínimo -dijo York, mirando a su asociado en busca de confirmación, como si alguien pudiera determinar la fecha de un juicio a tan largo plazo.
El asociado confirmó diligentemente lo que su jefe acababa de decir.
En otras palabras, si esto va a juicio, pasarán meses antes de que recibáis ni un centavo en concepto de honorarios. No es ningún secreto que vuestro pequeño bufete está ahogado por las deudas y que lucha por sobrevivir, y todo el mundo sabe que necesitáis llegar a un acuerdo, y rápido.
– Vuestra clienta no puede esperar tanto -dijo York.
– Te hemos dado una cifra, Alan -dijo Wes-. ¿Tienes una contraoferta?
York cerró la carpeta de golpe y esbozó una sonrisa forzada. -Mirad, esto es -muy sencillo -dijo-. Littun Casualty es muy buena reduciendo las pérdidas y estamos ante un caso perdido. Tengo autorización para llegar hasta un millón, ni un centavo más. Tengo un millón de dólares y mi cliente me advirtió que no volviera pidiéndole más. Un millón de dólares, o lo tomáis o lo dejáis.
El abogado consultor se llevaría la mitad del 30 por ciento del pacto de cuota litis. Los Payton se llevarían la otra mitad. El 15 por ciento eran ciento cincuenta mil dólares, un sueño.
Se miraron, ceñudos, reprimiéndose para no saltar sobre la mesa y cubrir a Alan York de besos. Wes sacudió la cabeza y Mary Grace escribió algo en un cuaderno de hojas amarillas.
– Tenemos que llamar a nuestro cliente -dijo Wes.
– Por supuesto.
York salió disparado de la sala, con su asociado pegado a los talones para no quedarse atrás.
– Bueno -dijo Wes en voz baja, como si pudiera haber micrófonos.
– Estoy intentando no ponerme a gritar.
– No grites, no rías, apretémosle un poquito más.
– Hemos hablado con la señora Nolan -dijo Wes muy serio, cuando York estuvo de vuelta-. Su mínimo aceptable es un millón doscientos.
York lanzó un hondo suspiro~ con los hombros hundidos y cara larga.
– No los tengo, Wes. Te lo digo con franqueza.
– Siempre puedes pedir más. Si tu cliente está dispuesto a pagar un millón, seguro que puede poner doscientos mil más. En un juicio, este caso vale el doble.
– Littun es un hueso duro de roer, Wes.
– Una llamada. lnténtalo. ¿Qué se pierde?
York volvió a salir y diez minutos después irrumpió en la sala con cara de satisfacción.
– ¡Ya lo tenéis! Felicidades.
El acuerdo al que habían llegado los había dejado aturdidos. Las negociaciones solían alargarse durante semanas, incluso meses, mientras ambas partes despotricaban la una de la otra, dramatizaban y se perdían en argucias. Contaban con salir del despacho de York con una idea general de por dónde iban a ir las negociaciones. En cambio, abandonaron el editicio como en las nubes y estuvieron deambulando por las calles del centro de Jackson durante quince minutos sin abrir la boca. Se detuvieron un instante delante del Capitol Grill, un restaurante más famoso por su clientela que por lo que servían. A los miembros de los grupos de presión les gustaba dejarse ver por allí, sentados a la mesa de algún político de peso al que le pagaban la comida. Siempre había sido uno de los locales preferidos por los gobernadores.
¿Por qué no se daban un capricho y comían con los peces gordos?
Sin embargo, al final entraron en un pequeño bar de comida para llevar dos puertas más abajo y pidieron té helado. Ninguno de los dos tenía apetito en esos momentos. Wes por fin se atrevió a comentar lo obvio.
– ¿Acabamos de ganar ciento ochenta mil dólares?
– Ajá -contestó ella, bebiendo un trago de té con una pajita.
– Eso pensaba.
– Hacienda se lleva un tercio -dijo Mary Grace.
– ¿Estás intentando ser aguafiestas?
– No, solo estaba siendo realista.
Escribió la cifra de ciento ochenta mil dólares en una servilleta blanca de papel.
– ¿Ya nos los vamos a gastar? -preguntó Wes.
– No, vamos a dividirlos. ¿Sesenta mil para el fisco?
– Cincuenta.
– Impuestos, estatales y federales. El seguro de los trabajadores, Seguridad Social, desempleo, no sé qué más, pero es un tercio como mínimo.
– Cincuenta y cinco -dijo Wes, y ella escribió sesenta mil.
– ¿Bonificaciones?
– ¿Qué te parece un coche nuevo? -preguntó Wes.
– No. Bonificaciones para los cinco empleados. Llevan tres años sin un aumento.
– Cinco mil cada uno.
– El banco -añadió Mary Grace, después de escribir veinticinco mil en concepto de bonificaciones.
– Un coche nuevo.
– El banco. Ya nos hemos pulido casi la mitad.
– Doscientos dólares.
– Vamos, Wes. No viviremos en paz hasta que nos saquemos al banco de encima.
– He intentado olvidar el préstamo.
– ¿Cuánto?
– No sé. Seguro que ya tienes pensada una cantidad.
– Cincuenta mil para Huffy y diez mil para Sheila McCarthy. Con eso nos quedan treinta y cinco miL
En esos momentos era una fortuna. Se quedaron mirando la servilleta, repasando los números y reorganizando las prioridades, pero sin proponer ningún cambio. Mary Grace escribió su nombre al final y Wes la imitó a continuación. Mary Grace guardó la servilleta en el bolso.
– ¿Podré al menos comprarme un traje nuevo? -preguntó Wes.
– Depende de lo que haya en rebajas. Creo que deberíamos llamar al despacho.
– Estarán esperando junto al teléfono.
Tres horas después, los Payton entraron en el despacho y empezó la fiesta. La puerta estaba cerrada, los teléfonos descolgados y el champán empezó a correr a raudales. Sherman y Rusty propusieron largos brindis, que habían improvisado a toda prisa. Tabby y Vicky, las recepcionistas, estaban achispadas al cabo de un par de copas. Incluso Olivia, la vieja contable, se quitó los zapatos y no tardó en empezar a reírse por todo.
Se gastaron el dinero, volvieron a gastárselo, incluso el que no tenían, hasta que todos fueron ricos.
Cuando se acabó el champán, el bufete cerró y todo el mundo se fue a casa. Los Payton, con las mejillas encendidas por el alcohol, se fueron a su piso, se cambiaron de ropa y se dirigieron al colegio para recoger a Mack y a Liza. Se habían ganado una noche especial, aunque los niños eran demasiado pequeños para comprender lo que significaba un acuerdo. Ni siquiera se lo mencionarían.
Mack y Liza esperaban a Ramona y cuando vieron aparecer a sus padres en la entrada del colegio, su largo día de clase mejoró al instante. Wes les explicó que se habían cansado de trabajar tanto y que habían decidido parar para jugar. Primero se detuvieron en Baskin-Robbins para comprar unos helados. Luego fueron al centro comercial, donde una zapatería llamó su atención. Todos los Payton escogieron unos zapatos, a mitad de precio. Mack fue el más atrevido de los cuatro y eligió unas botas de combate de los Marines. En el centro del recinto había un cine con cuatro salas. Compraron entradas para la sesión de las seis de la última película de Harry Potter. Cenaron en una pizzería familiar con un espacio de juego para los niños y un ambiente muy bullicioso. Finalmente, sobre las diez de la noche, volvieron a casa, donde Ramona estaba viendo la televisión y disfrutando del silencio. Los niños le dieron las sobras de la pizza y empezaron a hablarle a la vez de la película que habían visto. Prometieron acabar los deberes por la mañana. Mary Grace transigió y toda la familia se acomodó en el sofá y vio un programa de rescate de personas. La hora de ir a la cama se retrasó a las once.