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Ni la más leve insinuación de asuntos conflictivos, no se mencionaba la campaña, no se oía ni un solo insulto, nada que pudiera predecir el giro radical que se avecinaba. Solo se trataba de la encantadora presentación de un joven y sano diácono.

Los anuncios se emitieron en el sur de Mississippi, así como en el centro, ya que Tony Zachary era el que corría con las sumas astronómicas que pedían en Jackson.

El 30 de septiembre era una fecha crucial en el calendario de Barry Rinehart. N o tendrían que informar de las contribuciones que se hicieran en octubre hasta ellO de noviembre, seis días después de las elecciones. Nadie se enteraría hasta que fuera demasiado tarde, del torrente de dinero procedente de fuera del estado que estaba a punto de dejar entrar. Los perdedores se llevarían las manos a la cabeza, pero no podrían hacer mucho más.

El 30 de septiembre, Rinehart y compañía pusieron la directa. Empezaron por la lista de los peces gordos: grupos partidarios de la reforma del sistema de agravios, organizaciones religiosas derechistas, grupos de presión y comités de acción política empresariales, y cientos de organizaciones conservadoras que iban desde la famosa Asociación Americana del Rifle hasta la enigmática Tributación Futura Cero, un pequeño grupo dedicado a abolir Hacienda. Mil ciento cuarenta grupos en los cincuenta estados. Rinehart envió a todos ellos un informe detallado y una petición de una donación inmediata a la campaña de Fisk por un total de dos mil quinientos dólares, el máximo que podía donar una entidad. Su objetivo era llegar a los quinientos mil.

En cuanto a las aportaciones personales, cuyo máximo era cinco mil dólares, Rinehart contaba con una primera lista de miles de ejecutivos y directores de empresa de industrias propensas a recibir las demandas de los abogados litigantes. Las más afectadas de todas eran las aseguradoras, de las cuales preveía obtener un millón de dólares. Carl Trudeau le había proporcionado los nombres de doscientos ejecutivos de compañías controladas por el Trudeau Group, aunque nadie de Krane Chemical firmaría un cheque. Si la campaña de Fisk aceptaba dinero de Krane, entonces seguro que acabarían apareciendo en la primera plana de los periódicos y Fisk se sentiría obligado a retirarse, un desastre que Rinehart ni siquiera estaba dispuesto a considerar.

Esperaba un millón de los hombres de Carl, aunque no iría directamente a la campaña de Fisk. Rinehart derivaría el dinero a las cuentas bancarias de Víctimas Judiciales por la Verdad y la Asociación por el Respeto al Manejo de Armas (ARMA), para mantener sus nombres a salvo de las miradas de periodistas curiosos y para asegurarse de que nadie pudiera relacionar jamás al señor Trudeau con aquellas donaciones.

La segunda lista contenía miles de nombres de donantes con un historial a favor de candidatos afines al empresariado, aunque no con aportaciones de cinco mil dólares. De esa lista esperaba sacar otros quinientos mil.

Tres millones era su objetivo, y dormía muy tranquilo sabiendo que lo alcanzaría.

26

Con la emoción del momento, Huffy había incurrido en un terrible error. La expectativa de un pago considerable junto con la presión constante ejercida por el señor Kirkabrón, le habían llevado a cometer un desliz.

Poco después de que Wes se pasara por allí para prometerle cincuenta mil dólares, Huffy había irrumpido en el gran despacho y, orgulloso, había informado a su jefe de que la deuda de los Payton estaba a punto de reducirse. Cuando recibió la mala noticia dos días después, prefirió no decírselo a nadie.

Después de apenas pegar ojo en una semana, finalmente se obligó a volver a enfrentarse al diablo. Se plantó delante de la gigantesca mesa y tragó saliva.

– Malas noticias, señor.

– ¿Dónde está el dinero? -preguntó el señor Kirkhead.

– No ocurrirá, señor. Al final no llegaron a un acuerdo.

– Vamos a reclamar el pago del préstamo. Hágalo ahora -dijo el señor Kirkabrón, reprimiendo un juramento.

– ¿Qué?.

– Ya me ha oído.

– No podemos hacer eso. Han estado pagando dos mil al mes.

– Maravilloso, con eso no cubren ni los intereses. Exija el pago inmediato del préstamo. Ahora.

– Pero ¿por qué?

– Por un par de razones de nada, Huffy. Uno, llevan sin pagar un año como mínimo, y dos, no tienen garantía. Como banquero, estoy seguro de que entiende estos dos problemillas.

– Pero lo están intentando.

– Exija el pago del préstamo. Hágalo ya, porque si no lo hace, será reasignado o despedido.

– Esto es un escándalo.

– No me importa lo que usted piense.

– Se calmó un poco antes de continuar-. No he tomado yo la decisión, Huffy. Tenemos un nuevo dueño y me han ordenado que exija el pago del préstamo.

– Pero ¿por qué?

Kirkhead descolgó el teléfono y se lo tendió.

– ¿Quiere llamar a Dallas?

– Esto los llevará a la quiebra.

– Llevan mucho tiempo en la quiebra. Ahora podrán hacerlo oficialmente.

– Hijo de puta.

– ¿Me lo dice a mí, hijo?

Huffy miró iracundo la rechoncha y calva cabeza. -No, a usted no, más bien al hijo puta de Dallas.

– Dejémoslo aquí, ¿de acuerdo?

Huffy volvió a su oficina, dio un portazo y estuvo mirando las paredes fijamente durante una hora. Kirkabrón no tardaría en pasarse por allí para ver cómo iba el asunto.

Wes asistía a una declaración, en el centro. Mary Grace estaba en su despacho y fue quien contestó al teléfono.

Admiraba a Huffy por su valentía al prolongarles el crédito más de lo que hubiera hecho cualquier otro, pero el sonido de su voz siempre la ponía nerviosa.

– Buenos días, Tom -lo saludó, cordialmente.

– No son buenos, Mary Grace -contestó-. Son malos, muy malos, peores que nunca.

Se hizo un tenso silencio.

– Te escucho.

– El banco, pero no el banco con el que tratabais hasta ahora, sino otro, dirigido por gente que solo he visto una vez y que no quiero volver a ver, ha decidido que no puede esperar más a que le paguéis. El banco, no yo, os exige el pago del préstamo.

Mary Grace emitió un extraño sonido gutural que podría haber pasado por un improperio, aunque en realidad ni siquiera había sido una palabra. Lo primero que le vino a la cabeza fue su padre. Además de las firmas de los Payton, el único aval del préstamo era un terreno de ochenta hectáreas de tierra de cultivo que su padre tenía desde hacía años. Estaba cerca de Bowmore y no incluía las tierras de la familia, donde estaba la casa, de unas quince hectáreas. El banco embargaría la propiedad.

– ¿Por alguna razón en particular, Huffy? -preguntó, con serenidad.

– Ninguna. La decisión no viene de Hattiesburg. El Second State se ha vendido al diablo, no sé si lo recuerdas.

– Esto no tiene sentido.

– Estoy de acuerdo.

– Nos obligáis a declararnos en quiebra y el banco no se lleva nada.

– Salvo la granja.

– ¿Así que embargaréis la granja?

– Alguien lo hará. Espero no ser yo.

– Mejor, Huffy, porque cuando lo hagan, no descarto que haya un asesinato en la escalera del juzgado de Bowmore.

– Tal vez elijan al viejo Kirkabrón.

– ¿ Estás en tu despacho?

– Sí, con la puerta cerrada.

– Wes está en el centro. Llegará en quince mmutos. Abre la puerta.

– No.

Quince minutos después, Wes irrumpió en la oficina de Huffy, con las mejillas encendidas por la ira y con las manos dispuestas a estrangular a alguien.

– ¿Dónde está ese Kirkabrón?

Huffy se puso de pie de un salto y levantó las manos.

– Calma, Wes.

– ¿Dónde está Kirkabrón?

– Ahora mismo en su coche, camino de una reunión urgente que le ha surgido de repente hace diez minutos. Siéntate, Wes.