Wes respiró hondo y tomó asiento, lentamente. Huffy lo miró con atención y volvió a su silla.
– No es culpa suya, Wes -dijo Huffy-. Técnicamente, el préstamo lleva casi dos años en mora. Podría haberlo hecho hace meses y no lo hizo. Sé que no te gusta, a mí tampoco, ni a su mujer, pero ha sido muy paciente. La decisión se tomó en la central.
– Dame un nombre en la central.
Huffy le tendió una carta que había recibido por fax. Estaba dirigida a los Payton, con encabezado del New Vista Bank, y estaba firmada por un tal señor F. Patterson Duvall, vicepresidente.
– Esto ha llegado hace media hora -dijo Huffy-. No conozco a ese tal Duvall. Le he llamado un par de veces, pero está en una reunión importante, y estoy seguro de que durará hasta que dejemos de llamar. Es una pérdida de tiempo, Wes.
La carta les reclamaba el pago de 414.656,22 dólares, con unos intereses diarios de 83,50 dólares. Con arreglo a los términos del préstamo, los Payton tenían cuarenta y ocho horas para pagar o se llevarían a cabo los procedimientos de ejecución y cobro. Por descontado, los costes derivados de abogados y demás también se añadirían a la cantidad pendiente.
Wes la leyó con atención mientras recuperaba la calma.
Volvió a dejarla sobre la mesa.
– Mary Grace y yo hablamos de este préstamo a diario, Huffy. Es parte de nuestro matrimonio. Hablamos de los niños, del despacho, de la deuda con el banco, de lo que hay para cenar; siempre está presente. Nos hemos dejado la piel para pagar el resto de deudas y así poder dejarnos la piel para pagar al banco. La semana pasada estuvimos a punto de daros cincuenta mil. Nos juramos sudar tinta hasta sacar al banco de nuestras vidas. y ahora esto. Un imbécil de Dallas ha decidido que se ha cansado de ver este préstamo vencido en su lista diaria y quiere sacárselo de encima. ¿Sabes qué, Huffy?
– ¿Qué?
– El banco acaba de meter la pata él solito. Nos declararemos en quiebra, y cuando intentéis embargar el terreno de mi suegro, también lo declararé insolvente. Además, cuando consigamos salir de esta situación y volvamos a levantar cabeza, adivina quién no va a ver un centavo.
– ¿El imbécil de Dallas?
– El mismo. El banco no va a ver ni un centavo. Será maravilloso. Podremos quedarnos los cuatrocientos mil cuando los ganemos.
Esa misma tarde, Wes y Mary Grace celebraron una reunión en el Ruedo. Aparte de la humillación de tener que declararse en quiebra, lo que no parecía alarmar a nadie, había poco más de lo que preocuparse. De hecho, las exigencias del banco darían un respiro al bufete. Ya no tendrían que pagar los dos mil dólares mensuales y podrían utilizar ese dinero para otras cosas.
La gran preocupación, por descontado, era el terreno ael señor Shelby, el padre de Mary Grace. Wes tenía un plan: encontraría a alguien dispuesto a comprarlo, alguien que se presentara en la ejecución del préstamo y firmara un cheque. La propiedad cambiaría de titularidad y seguiría así, según un acuerdo que se sellaría con «un apretón de manos», hasta que los Payton pudieran volver a comprarlo, al cabo de un año con un poco de suerte. Ninguno de los dos soportaba la idea de que el padre de Mary Grace los acompañara al tribunal de quiebras.
Pasaron las cuarenta y ocho horas y no se efectuó ningún pago. Fiel a su palabra, el banco los demandó. El abogado, un caballero del lugar que los Payton conocían bien, los llamó antes para pedirles disculpas. Llevaba años representando al banco y no podía permitirse perderlo como cliente. Mary Grace aceptó sus disculpas y le dio su consentimiento para demandarlos.
Al día siguiente, los Payton se declararon en quiebra, individualmente y como Payton amp; Payton, abogados. Presentaron bienes conjuntos por un total de treinta y cinco mil dólares -dos coches viejos, muebles y equipamiento de oficina-, todo lo cual estaba protegido. También presentaron una deuda de cuatrocientos veinte mil dólares. La declaración de quiebra detuvo el proceso judicial, lo que finalmente lo haría innecesario. Al día siguiente, el Hattiesburg American informaba de ello en la segunda página.
Carl Trudeau lo leyó por internet y soltó una carcajada.
– Volved a demandarme -dijo, con enorme satisfacción. Al cabo de una semana, tres bufetes de Hattiesburg informaron al viejo Kirkabrón que retiraban sus fondos, cancelaban las cuentas y se llevaban el dinero a otra parte. Había ocho bancos más en la ciudad.
Un acaudalado abogado litigante llamado Jim McMay llamó a Wes y se ofreció a representarlos. Eran amigos desde hacía años y habían colaborado en dos ocasiones en casos de responsabilidad por productos defectuosos. McMay representaba a cuatro familias en el caso contra Krane, pero no los había defendido con agresividad. Igual que los demás abogados litigantes que habían demandado a Krane, estaba esperando el resultado del caso Baker con la esperanza de hacer el agosto cuando hubiera un acuerdo, si se llegaba a uno.
Quedaron para almorzar en Nanny's, y mientras daban cuenta de sus bollitos y el jamón curado, McMay se prestó rápidamente a rescatar las ochenta hectáreas del embargo y a mantener la titularidad hasta que los Payton pudieran volver a comprárselas. La tierra de cultivo no escaseaba precisamente en el condado del Cáncer y Wes calculaba que los terrenos de Shelby rondarían los cien mil dólares, el único dinero que el banco iba a ver gracias a su estúpida maniobra.
27
Sheila McCarthy estaba soportando la tortura diaria en la cinta de andar cuando pulsó el botón de parada y se quedó mirando el televisor, boquiabierta, sin dar crédito a lo que estaba viendo. Pasaron el anuncio a las 7.29, justo en medio de las noticias locales. Empezaba con dos hombres jóvenes y bien vestidos besándose apasionadamente mientras un pastor de alguna religión sonreía detrás de ellos. Una voz ronca comentaba: «Los matrimonios entre personas del mismo sexo están barriendo el país. En lugares como Massachusetts, Nueva York y California, las leyes están siendo cuestionadas. Los abogados de matrimonios de gays y lesbianas presionan con fuerza para obligar a imponer su estilo de vida al resto de nuestra sociedad». Una rotunda equis profanaba de repente la foto de una parej a de recién casados en el altar, hombre y mujer. «Los jueces liberales simpatizan con los derechos de los matrimonios del mismo sexo.» Acto seguido, venía un vídeo de un grupo de lesbianas contentas a la espera de contraer matrimonio en una ceremonia colectiva. «Los activistas homosexuales y los jueces liberales que los apoyan atacan a nuestras familias.» Luego pasaban otro vídeo de una muchedumbre quemando una bandera estadounidense. «Los jueces liberales han aprobado la quema de nuestra bandera», decía la voz. A continuación, una breve imagen de un expositor de revistas lleno de ejemplares de Hustler. «A los jueces liberales no les molesta la pornografía.» Después, una foto de una familia feliz, padre, madre y cuatro niños. «¿Destruirán los jueces liberales a nuestras familias?», preguntaba el narrador en tono sombrío, con lo que no dejaba lugar a dudas de que acabarían haciéndolo si se les daba la oportunidad. La foto de la familia se partió en dos y de repente apareció el apuesto, aunque serio, rostro de Ron Fisk, que mirando directamente a la cámara dijo: «En Mississippi no. Un hombre. Una mujer. Soy Ron Fisk, candidato al tribunal supremo, y este anuncio tiene mi aprobación».
Empapada en sudor y con el corazón aún más acelerado, Sheila se sentó en el suelo e intentó pensar. El hombre del tiempo decía algo, pero ella no lo oía. Se echó sobre la espalda, abrió los brazos y las piernas y respiró hondo.
El matrimonio entre homosexuales era un asunto muerto y enterrado en Mississippi y seguiría siéndolo siempre. Nadie con cierta audiencia o seguidores se había atrevido a proponer que las leyes deberían cambiar para permitirlo. Ningún miembro de la asamblea legislativa estatal se posicionaría a favor. Solo había un juez en todo el estado -Phil Shingleton- que hubiera presidido un caso similar, el de Meyerchec y Spano, y lo había despachado en un tiempo récord. Aún debía de quedar un año más o menos para que el tribunal supremo tuviera que discutir esa sentencia, pero Sheila preveía una revisión judicial bastante lacónica seguida de una rápida votación con un resultado de nueve a cero que confirmara el fallo del juez Shingleton.