Lo encajó como un golpe bajo y no tuvo que esperar demasiado para recibir otro, en la página dos de la sección de economía, donde un analista hablaba largo y tendido sobre los otros problemas legales de Krane, a saber, cientos de posibles demandas reclamando lo mismo que Jeannette Baker. Según el experto, alguien de quien Carl jamás había oído hablar, yeso no solía ocurrir, la vulnerabilidad de Krane podría suponerle «varios millones de dólares» y, teniendo en cuenta que Krane estaba prácticamente «desprotegida» debido a su «cuestionable política en lo tocante a seguros de responsabilidad civil», dicha vulnerabilidad podría resultar «catastrófica».
Carl estaba maldiciendo cuando Stu entró a toda prisa con el zumo y el bollo.
– ¿ Algo más, señor? -preguntó.
– No, cierra la puerta.
La sección de cultura le levantó el ánimo brevemente.
En la primera plana, mitad inferior, estaba la crónica sobre el acto de la noche anterior en el MuAb, cuyo momento álgido había sido la cruenta batalla entre los postores de la subasta. En la parte inferior derecha aparecía una foto a color de tamaño considerable del señor y la señora Trudeau posando con su nueva adquisición. Brianna, fotogénica como siempre, como por otra parte más le valía ser, derrochaba glamour. Carl parecía rico, esbelto y joven, a su entender, e Imelda era tan desconcertante en foto como en persona. ¿ Se podía considerar una obra de arte? ¿ O no era más que un batiburrillo de bronce y cemento amalgamado por un alma en pena que hacía todo lo que estaba en sus manos para parecer atormentado?
Según el crítico de arte del periódico, el agradable caballero con quien Carl había estado charlando antes de la cena, era eso último. A la pregunta del periodista de si el desembolso de dieciocho millones de dólares que había hecho el señor Trudeau había sido una buena inversión, el crítico había contestado: «No, pero desde luego es un buen empujón para la campaña de recaudación de fondos del museo». A continuación explicaba que el mercado de la escultura abstracta llevaba estancado más de una década y que no parecía que fuera a repuntar, al menos en su opinión. Le veía muy poco futuro a Imelda. El artículo concluía en la página siete, con dos párrafos y una foto del escultor, Pablo, que sonreía a la cámara y parecía estar muy vivo y, en fin, sano.
Sin embargo, Carl estaba satisfecho, aunque solo fuera por un momento. El artículo era positivo. Él no parecía preocupado por la sentencia, estaba muy entero, como si aún llevara las riendas de su universo. La buena prensa valía para algo, a pesar de saber que dicho valor ni siquiera se acercaba a los dieciocho millones de dólares. Masticó el bollo sin saborearlo.
Regresó a la carnaza. Salpicaba las primeras planas de The Wall Street Journal, The Finantial Times y USA Today. Después de cuatro diarios, estaba cansado de leer las mismas citas de los abogados y las mismas predicciones de los expertos. Se apartó del escritorio sin levantarse del sillón, tomó un sorbo de café y volvió a repetirse lo mucho que detestaba a los periodistas. Sin embargo, seguía vivo. El vapuleo de la prensa había sido brutal y no tenía visos de detenerse, pero él, el gran Carl Trudeau, aguantaba sus golpes bajos y todavía se tenía en pIe.
Puede que ese fuera el peor día de su carrera profesional, pero mañana mejoraría.
Eran las siete. La bolsa abría a las nueve y media. Las acciones de Krane habían cerrado a cincuenta y dos con cincuenta dólares el día anterior; un uno con veinticinco dólares más de su último valor debido a que la decisión del jurado se eternizaba y podía incluso ser disuelto. Los expertos de la mañana predecían ventas motivadas por el pánico, pero las estimaciones de los daños no eran más que conjeturas.
Recibió una llamada del director de comunicaciones y le dijo que no hablaría con reporteros, periodistas, analistas o como quisiera que se llamaran, por mucho que insistieran o acamparan fuera del vestíbulo. Había que ceñirse a la línea oficial de la compañía: «Estamos estudiando la presentación de una contundente apelación y esperamos que prospere». Palabra por palabra.
Bobby Ratzlaff llegó con Felix Bard, el director financiero, a las siete y cuarto. Ninguno había dormido más de dos horas y a ambos les sorprendía que su jefe hubiera encontrado tiempo para asistir a una fiesta. Sacaron las gruesas carpetas, se saludaron con el laconismo habitual y se sentaron alrededor de la mesa de reuniones. Permanecerían allí las siguientes doce horas. Había muchos asuntos que discutir, pero la verdadera razón por la que estaban reunidos era porque el señor Trudeau quería estar acompañado en su búnker cuando la bolsa abriera y se armara una buena.
Empezó Ratzlaff. Presentarían montañas de peticiones, nada cambiaría y el caso pasaría al tribunal supremo del estado de Mississippi.
– El tribunal arrastra un historial según el cual suele decantarse por el querellante, pero eso está cambiando. Hemos revisado las resoluciones de las acciones civiles importantes por reclamación de daños de los últimos dos años y el tribunal acostumbra a votar cinco a cuatro a favor del demandante, pero no siempre.
– ¿Cuánto tiempo hasta que la última apelación termina? -preguntó Carl.
– De año y medio a dos años.
Ratzlaff siguió adelante. Krane tenía abiertas ciento cuarenta causas pendientes de juicio por culpa del lío de Bowmore y cerca de un tercio por fallecimiento de la parte demandante. Según el estudio exhaustivo que Ratzlaff estaba llevando a cabo junto con su personal y sus abogados de Nueva York, Atlanta y Mississippi, podían existir otros trescientos o cuatrocientos casos con posibilidades «legítimas», lo que significaba que había un fallecimiento, un fallecimiento próximo o una enfermedad, ya fuera leve o grave, de por medio. Tal vez hubiera miles de pleitos en los que los demandantes sufrían achaques menores como sarpullidos, lesiones en la piel o tos persistente, pero esos apenas les preocupaban por el momento.
Teniendo en cuenta la dificultad y el coste de demostrar que había una responsabilidad y relacionarla con una enfermedad, la mayoría de los casos pendientes no se habían defendido agresivamente. Pero eso estaba a punto de cambiar.
– Estoy convencido de que esta mañana los abogados de los demandantes están con resaca -dijo Ratzlaff, pero Carl ni siquiera esbozó una sonrisa.
Nunca sonreía. Siempre leía y jamás miraba a la persona que tuviera la palabra, pero aun así no se le escapaba nada.
– ¿Cuántos casos llevan los Payton? -preguntó.
– unos treinta. N o lo sabemos con seguridad porque todavía no los han incoado todos. Habrá que esperar bastante.
– Uno de los artículos aseguraba que el caso Baker había estado a punto de llevarlos a la ruina.
– Cierto, están endeudados hasta las cejas.
– ¿Créditos?
– Sí, eso se dice.
– ¿Sabemos con qué bancos?
– No estoy seguro.
– Averígualo. Quiero saber los números de cuenta de los créditos, los plazos, todo.
– De acuerdo.
A grandes trazos, y desde el punto de vista de Ratzlaff, la cosa no pintaba nada bien. El dique se había resquebrajado y se avecinaba una inundación. Los abogados se abalanzarían sobre ellos con saña y los costes de los procesos se cuadruplicarían hasta alcanzar fácilmente los cien millones de dólares anuales. El próximo caso estaría listo para ir a juicio en unos ocho meses, en el mismo juzgado y con el mismo juez. Otra indemnización de esas características y, bueno, quién sabía lo que podía ocurrir.
Carl consultó la hora en su reloj de pulsera y musitó algo sobre hacer una llamada. Volvió a abandonar la mesa, se paseó por el despacho y luego se detuvo en uno de los ventanales que daban al sur. El edificio Trump llamó su atención. Se ubicaba en el número cuarenta de Wall Street, muy cerca de la Bolsa de Nueva York, donde dentro de muy poco las acciones ordinarias de Krane Chemical serían la comidilla del día, mientras los inversores abandonaban el barco y los especuladores se quedaban boquiabiertos ante la desmembración. Qué cruel, qué irónico que él, el gran Carl Trudeau, un hombre que a menudo había mirado divertido desde lo alto cómo alguna compañía desafortunada se consumía, tuviera ahora que quitarse de encima a los buitres. ¿ Cuántas veces había maquinado él mismo el colapso del precio de una acción para poder lanzarse en picado sobre ella y comprarla por una miseria? Su leyenda se había construido sobre ese tipo de tácticas despiadadas.