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Hacia el norte, una larga hilera de enormes cilindros metálicos se alzaba en medio de la planta.

– A eso se lo conocía como Unidad de Extracción Dos -explicó Mary Grace, señalándolos-. El dicloronileno se obtenía como un derivado reducido y se almacenaba en esos tanques. De ahí, una parte se enviaba a otro lugar para eliminarla de manera adecuada, pero la mayoría se llevaba al bosque de allí, detrás de la propiedad, y simplemente se tiraba a un barranco.

– ¿En el Pozo de Proctor?

– Sí, el señor Proctor era el supervisor a cargo de la eliminación de residuos. Murió de cáncer antes de que pudiéramos citarlo. -Recorrieron veinte metros junto a la valla-o Desde aquí no se ven, pero hay tres barrancos en el bosque, donde arrojaban los bidones y luego los cubrían con tierra y barro. Al cabo de los años, los tanques empezaron a perder, ni siquiera los habían sellado como era debido, y los productos químicos se filtraron al subsuelo. Este proceso continuó igual durante años, toneladas y más toneladas de dicloronileno, cartolyx, aklar y otros productos demostradamente cancerígenos. Según nuestros expertos, y el jurado así lo creyó, los contaminantes acabaron en el acuífero del que Bowmore se abastecía.

Un equipo de seguridad en un carrito de golf se dirigió hacia ellos desde el otro lado de la valla. Dos guardias orondos y armados se detuvieron a su lado y los miraron con atención.

– No les haga caso -murmuró Mary Grace.

– ¿Qué andan buscando? -preguntó uno de los guardias.

– No hemos cruzado la valla -contestó la abogada.

– ¿Qué andan buscando? -repitió el guardia.

– Soy Mary Grace Payton, uno de los abogados. Así que circulen, amigos.

Ambos asintieron al unísono y se alejaron lentamente. Mary Grace consultó la hora.

– Tengo que irme.

– ¿Cuándo podemos volver a vernos?

– Ya veremos, no le prometo nada. Últimamente vamos como locos.

Volvieron a la iglesia de Pine Grave y se despidieron.

Cuando Shepard se hubo ido, Mary Grace se acercó caminando hasta la caravana de Jeannette, a tres manzanas de allí. Bette estaba trabajando y reinaba el silencio. Durante una hora, se sentó con su cliente bajo un arbolito y bebieron limonada embotellada. No hubo lágrimas ni pañuelos, solo estuvieron charlando sobre la vida, la familia y los últimos cuatro meses que habían pasado juntas en una sala del tribunal.

6

A una hora del cierre de la bolsa, Krane había llegado a su valor más bajo: sus acciones se vendían a dieciocho dólares, aunque luego empezó una leve recuperación, por llamarlo de algún modo. Rozó los veinte dólares por acción durante una media hora, antes de estancarse en ese precio.

Por si eso no fuera suficiente, los inversores decidieron ensañarse con el resto del imperio de Carl. El Trudeau Group poseía el 45 por ciento de Krane y participaciones más pequeñas de otras seis compañías que también cotizaban en bolsa: tres químicas, una prospectora de yacimientos petrolíferos, un fabricante de recambios de automóvil y una cadena de hoteles. Poco después de comer, las acciones ordinarias de estas seis compañías empezaron a bajar. No tenía sentido, pero la bolsa a veces era así de imprevisible. La desgracia es contagiosa en Wall Street. Suele dejarse llevar por el pánico, que pocas veces tiene explicación.

El señor Trudeau no vio venir la reacción en cadena, ni él ni Felix Bard, su inteligente mago de las finanzas. A medida que pasaban los minutos, contemplaron horrorizados cómo el Trudeau Group perdía mil millones de dólares en valor de mercado.

Era obvio quién tenía la culpa. Todo se debía a la sentencia de Mississippi, aunque muchos analistas, sobre todo los expertos charlatanes de la televisión por cable, insistían en achacarlo a que Krane Chemical llevara tantos años operando con descaro sin el colchón que suponía un buen seguro de responsabilidad civil. La empresa había ahorrado una fortuna en primas, pero ahora tendría que pagarlas con creces.

– ¡Apaga eso! -espetó Carl a Bobby Ratzlaff, que estaba escuchando a uno de esos analistas de la televisión en un rincón.

Ya eran cerca de las cuatro de la tarde, la hora mágica en la que la bolsa cerraba y acababa el derramamiento de sangre. Carl estaba en su escritorio, con el teléfono pegado a la oreja. Bard estaba en la mesa de reuniones, mirando dos monitores y apuntando los últimos valores de las acciones. Ratzlaff estaba demacrado, mareado e incluso más arruinado que antes, y no dejaba de pasearse de un ventanal a otro, como si estuviera eligiendo el más idóneo para el vuelo final.

Los otros seis grupos de acciones se recuperaron con el último aviso de cierre y aunque el precio había bajado significativamente, las pérdidas eran asumibles. Las compañías eran sólidas y las acciones se reajustarían a su debido tiempo. Por otra parte, Krane era un tren descarrilado. Había cerrado a veintiuno con veinticinco dólares por acción, un desplome de treinta y uno con veinticinco respecto al día anterior. Su valor de mercado se había reducido de tres mil doscientos millones de dólares a mil trescientos, por lo que el señor Trudeau, con su 45 por ciento de participación en aquella desgracia, acababa de perder más de ochocientos cincuenta millones de dólares. Bard sumó apresuradamente los descensos de las otras seis compañías y estimó las pérdidas totales en unos mil cien millones de dólares en un solo día. No batían ningún récord, pero lo más probable era que fuera suficiente para que Carl apareciera entre los diez primeros de alguna lista.

Después de repasar las cifras al cierre de la bolsa, Carl ordenó a Bard y a Ratzlaff que se pusieran la chaqueta, se arreglaran la corbata y lo siguieran.

Cuatro plantas más abajo, en las oficinas de Krane Chemical, los altos ejecutivos escondían la cabeza en un pequeño comedor reservado exclusivamente para ellos. La comida era de una insipidez supina, pero las vistas eran impresionantes. Ese día, la hora de comer había quedado relegada a un segundo plano, nadie tenía apetito. Llevaban allí una hora, conmocionados, a la espera de una explosión en las alturas. Habría habido más animación en un funeral colectivo. Sin embargo, el señor Trudeau consiguió alentar al personal. Entró con decisión, con sus dos secuaces a la zaga -Bard con una sonrisa forzada, Ratzlaff con mala cara-, y, en vez de ponerse a gritar, agradeció a los chicos (todos ellos hombres) su duro trabajo y su compromiso con la empresa.

– Caballeros, no ha sido uno de nuestros mejores días -dijo Carl, con una amplia sonrisa-. Estoy seguro de que no lo olvidaremos en mucho tiempo -añadió, con voz agradable, como si solo fuera otra amistosa visita del hombre de las alturas-. No obstante, todo se ha acabado por hoy, menos mal, y todavía seguimos en pie. Mañana empezaremos a repartir leña.

Unas cuantas miradas nerviosas, tal vez una o dos sonrisas.

La mayoría esperaba que los despidieran sin más.

– Quiero que recordéis tres cosas que voy a decir en esta ocasión histórica -continuó-. Primera: nadie de aquí va a perder su trabajo. Segundo: Krane Chemical sobrevivirá a este error judicial. y tercero: no tengo intención de perder esta batalla.

Era el paradigma del líder seguro de sí mismo, el capitán que animaba a las tropas en las trincheras. Un signo de victoria y un puro y habría sido la viva imagen de Churchill en su mejor momento. Esa cabeza bien alta, esos hombros atrás, etc.

Incluso Bobby Ratzlaff empezó a sentirse mejor.

Dos horas después, Ratzlaff y Bard pudieron recoger sus cosas y volver a casa. Carl necesitaba tiempo para reflexionar, para lamerse las heridas y aclarar las ideas. Se sirvió un whisky y se descalzó para ayudar a relajarse. El sol se ponía más allá de New Jersey y se despidió hasta nunca de aquel día inolvidable.

Echó un vistazo al ordenador y repasó las llamadas telefónicas. Brianna había llamado cuatro veces, nada urgente. Si hubiera sido importante, la secretaria de Carl lo habría anotado como «Su mujer» y no como «Brianna». La llamaría más tarde. No estaba de humor para oír el resumen de sus actividades del día.