Después, Clyde se sirvió su tercer vodka, su límite, y a punto de acabárselo reunió el valor para mandar al infierno a la gente del lugar. ¡Lo bien que iban a pasárselo criticándolo! Anunciarse en busca de víctimas-clientes en el periódico semanal del condado; convertir su despacho en una clínica barata para hacer revisiones en plan cadena de montaje; bajarse los pantalones ante unos abogados aduladores del norte; aprovecharse de las desgracias de la gente. La lista sería muy larga y las habladurías serían el pan de cada día. Cuanto más bebía, más decidido estaba a abandonar toda precaución y, por una vez en la vida, intentar hacer dinero.
Para ser una persona con un carácter tan bravucón, Clyde tenía pavor a las salas de tribunal. Años atrás, había tenido que enfrentarse a varios jurados y el miedo lo había atenazado de tal manera que apenas le había dejado hablar. Se había acostumbrado a una cómoda y segura práctica desde el despacho que, además de pagarle las facturas, le permitía mantenerse alejado de las aterradoras batallas en las que de verdad se ganaba y se perdía el dinero.
¿Por qué no arriesgarse por una vez en la vida?
Además, ¿ acaso no ayudaría a su gente al mismo tiempo?
Cada céntimo que Krane Chemical se viera obligada a pagar y acabara en Bowmore sería una victoria. Se sirvió la cuarta copa, se prometió que sería la última y decidió que sí, maldita sea, cerraría el trato con Sterling y su banda de ladrones de demandas conjuntas y rompería una lanza a favor de la justicia.
Dos días después, un subcontratista, al que Clyde había representado en al menos tres divorcios, se presentó a primera hora con una cuadrilla de carpinteros, pintores y manitas desesperados por ponerse a trabajar, y empezaron la rápida reforma del despacho de al lado.
Dos veces al mes, Clyde jugaba al póquer con el dueño del Bowmore News, el único periódico del condado. Igual que la pequeña ciudad, el semanario estaba en decadencia y sobrevivía de milagro. En la siguiente edición, la primera plana estaba copada por la noticia de la sentencia de Hattiesburg, pero también aparecía un extenso artículo sobre la asociación del abogado Hardin con un importante bufete nacional de Filadelfia. En el interior se le dedicaba toda una página al anuncio, donde prácticamente se suplicaba a todos los ciudadanos del condado de Cary que se dejaran caer por las nuevas «instalaciones de diagnóstico» de Main Street para hacerse una revisión completamente gratuita.
Clyde empezó a disfrutar de la gente, la atención y comenzó a ver dinero.
Eran las cuatro de la mañana, hacía frío, estaba muy oscuro y amenazaba lluvia cuando Buck Burleson aparcó su camión en el pequeño espacio reservado para los empleados de la gasolinera de Hattiesburg. Recogió el termo de café, un sándwich de jamón y una automática de nueve milímetros y se lo llevó todo a un tráiler de dieciocho ruedas sin publicidad en las puertas y un tanque de treinta y ocho mil litros de carga útil. Puso el motor en marcha y comprobó los indicadores, los neumáticos y el depósito.
El supervisor nocturno oyó el motor diesel y salió de la habitación de control de la segunda planta.
– Hola, Buck -lo saludó desde arriba.
– Buenas, Jake -contestó Buck, con un gesto de cabeza-. ¿Está preparado?
– Listo.
Esa parte de la conversación no había cambiado en cinco años. Solían intercambiar alguna impresión sobre el tiempo y luego se despedían. Sin embargo, esa mañana, Jake decidió añadir una nueva línea al diálogo, algo a lo que llevaba varios días dándole vueltas en la cabeza.
– Esos tipos de Bowmore parecen más animados, ¿verdad?
– Y a mí qué me cuentas. Yo no me paso por allí.
Eso fue todo. Buck abrió la puerta del conductor, se despidió con el habitual «N os vemos» y se encerró en su interior. Jake vio cómo el camión cisterna se alejaba por la carretera, luego giraba a la izquierda y finalmente desaparecía; el único vehículo en circulación a aquellas horas intempestivas.
Ya en la autopista, Buck se sirvió con cuidado café del termo en el vaso de plástico que llevaba enroscado como tapa. Echó un vistazo a la pistola que descansaba en el asiento del acompañante y decidió que dejaría el sándwich para más tarde. Volvió a mirar el arma al ver la señal que anunciaba la entrada en el condado de Cary.
Realizaba el mismo viaje tres veces al día, cuatro días a la semana. Otro conductor se ocupaba de los otros tres días. Solían intercambiárselos a menudo para cubrir las vacaciones y los días festivos. No era el empleo con el que Buck había soñado. Había sido capataz en la Krane Chemical de Bowmore durante diecisiete años, donde ganaba el triple de lo que ahora le pagaban por llevar agua a su antigua ciudad.
Era irónico que uno de los hombres que más había contribuido a contaminar el agua de Bowmore fuera ahora el encargado de suministrársela en buen estado. Sin embargo, la ironía le resbalaba a Buck. Estaba resentido con la empresa por haberse ido como lo había hecho y haberlo puesto de patitas en la calle. y odiaba a Bowmore porque Bowmore lo odiaba a él.
Buck era un mentiroso. Era algo que había quedado demostrado en varias ocasiones, pero nunca de manera tan espectacular como durante las repreguntas del mes anterior. Mary Grace Payton le había ido dando cuerda hasta ver cómo se ahorcaba él mismo delante del jurado.
Durante años, Buck y la mayoría de los supervisores de Krane habían negado rotundamente que se llevara a cabo ningún tipo de vertido tóxico, tal como sus jefes les dijeron que hicieran. Lo negaron en los informes internos de la compañía. Lo negaron cuando hablaron con los abogados de la compañía. Lo negaron en las declaraciones juradas. y desde luego volvieron a negarlo cuando la Agencia de Protección del Medio Ambiente y la oficina del fiscal federal empezaron a investigar la planta. Luego empezó el juicio. Después de negarlo durante tanto tiempo y con tanta rotundidad, ¿ cómo iban a cambiar su declaración de repente y decir la verdad? Krane, después de animarlos a mentir durante tanto tiempo, desapareció. Se fugó un fin de semana y encontró un nuevo hogar en México. Seguro que un zopenco comedor de tortilla mexicanas estaba haciendo su trabajo allí abajo por cinco dólares al día. Lanzó una maldición y dio un sorbo al café.
Unos cuantos encargados salieron impunes y contaron la verdad. La mayoría siguió manteniendo sus mentiras. En realidad, daba lo mismo, porque a todos los dejaron como idiotas en el juicio, al menos a los que testificaron. Otros intentaron esconderse. Earl Crouch, tal vez el mayor mentiroso de todos, había sido trasladado a otra planta de Krane, cerca de Galveston. Corría el rumor de que había desaparecido en misteriosas circunstancias.
Buck volvió a mirar su nueve milímetros.
Hasta el momento, solo había recibido una llamada amenazadora, pero no sabía si les ocurría lo mismo a los demás encargados. Todos se habían ido de Bowmore y no seguían en contacto.
Mary Grace Payton. Si hubiera llevado consigo la pistola durante la declaración, le habría pegado un tiro, a ella, a su marido y a unos cuantos abogados de Krane, y se habría reservado una bala para él. Aquella mujer había ido desmontando sus mentiras, una tras otra, durante cuatro horas interminables. Le habían dicho que no le pasaría nada por mentir. Que muchas de las mentiras quedarían enterradas en la documentación interna y en las declaraciones juradas sobre las que Krane había echado tierra. Sin embargo, la señora Payton tenía la documentación interna, las declaraciones juradas y mucho más.
Buck estuvo a punto de desmoronarse hacia el final de la pesadilla, cuando, herido de muerte, se desangraba y el jurado lo miraba indignado mientras el juez Harrison decía algo sobre el perjurio. Estaba agotado, humillado, casi fuera de sí y le faltó muy poco para saltar a sus pies, dirigirse al jurado y confesar: «Queréis la verdad, yo os la daré. Vertíamos tanta mierda en esos barrancos que es un milagro que el pueblo no haya saltado por los aires. Vertíamos litros a diario, DeL, cartolyx, aklar, cancerígenos de grupo 1, vertíamos cientos de litros de vertidos tóxicos directamente en el suelo. Los vertíamos con cubos, cubas, barriles y bidones. Los vertíamos de noche y a plena luz del día. Sí, por supuesto, almacenábamos parte en bidones verdes y sellados y pagábamos un dineral a una compañía especializada para que se los llevara. Krane acataba la ley. Le besaba el culo a la Agencia de Protección del Medio Ambiente. Habéis visto todo el papeleo, todo está en regla. Como si fuera legal. Mientras los de las camisas almidonadas de la oficina rellenaban formularios, nosotros estábamos en los pozos enterrando el veneno. Era más fácil y más barato verterlos donde fuera. ¿Y sabéis qué? Esos gilipollas de la oficina sabían muy bien lo que nosotros estábamos haciendo ahí fuera». Llegado ese momento, señalaría a los ejecutivos de Krane con el dedo ya sus abogados. «¡Ellos lo encubrieron todo! y os están mintiendo. Todo el mundo miente.»