Buck lanzaba el mismo discurso en voz alta mientras conducía, aunque no todas las mañanas. Le resultaba extrañamente reconfortante pensar en lo que podría haber dicho en vez de en lo que hizo. Un pedazo de su alma y la mayor parte de su hombría se habían quedado en esa sala del tribunal. Descargarse en la intimidad de su enorme camión le resultaba terapéutico.
Sin embargo, conducir hasta Bowmore, no. No era de allí y nunca le había gustado el pueblo. Cuando perdió el trabajo, no le quedó más remedio que irse.
Cuando la carretera se unió con Main Street, dobló a la derecha y continuó cuatro manzanas. Habían bautizado el punto de distribución con el nombre de «tanque municipal». Se encontraba justo debajo del antiguo depósito de agua, una reliquia abandonada y deteriorada, con unas paredes interiores de metal que el agua de la ciudad había corroído. Un enorme depósito de aluminio era el que en esos momentos hacía las veces de depósito para el pueblo. Buck aparcó el camión cisterna junto a una plataforma elevada, apagó el motor, se metió el arma en el bolsillo, bajó del vehículo y se dispuso a cumplir su cometido: descargar la cisterna en el depósito, una faena que le llevaba una media hora.
Los colegios, los comercios y las iglesias del pueblo se abastecían del agua del depósito. Aunque en Hattiesburg podía beberse agua sin problemas, en Bowmore todavía sentían un gran recelo. Las tuberías que la distribuían eran, casi todas ellas, las mismas por las que había pasado el agua anterior.
Una hilera constante de vehículos visitaba el depósito durante todo el día. La gente llevaba todo tipo de tazas de plástico, latas y pequeñas garrafas que llenaban y luego se llevaban a casa.
Los que podían permitírselo, contrataban el abastecimiento con suministradores privados. El agua era una batalla diaria en Bowmore.
Seguía siendo de noche mientras Buck esperaba a que se vaciara la cisterna. Se sentó en la cabina del camión, con la calefacción encendida, la puerta cerrada y la pistola a un lado. Había dos familias en Pine Grove en las que pensaba todas las mañanas mientras esperaba. Familias duras, con hombres que habían estado en el ejército. Familias numerosas con tíos y sobrinos. Ambas habían perdido un crío por culpa de la leucemia. Ambas habían interpuesto una demanda.
Y todos sabían muy bien que Buck era un mentiroso de tomo y lomo.
Ocho días antes de Navidad, las partes enfrentadas se reunieron por última vez en la sala del tribunal del juez Harrison. La vista estaba destinada a atar los cabos sueltos y, sobre todo, a discutir las peticiones posteriores al juicio.
Jared Kurtin parecía en forma y bronceado después de haberse pasado dos semanas jugando al golf en México. Saludó a Wes calurosamente e incluso consiguió sonreírle a Mary Grace, que le dio la espalda y se puso a charlar con Jeannette, que seguía pareciendo demacrada y acongojada, aunque al menos no lloraba.
El ejército de subordinados de Kurtin revolvía papeles a cientos de dólares la hora, mientras Frank Sully, el asesor local, los observaba con suficiencia. Todo era de cara a la galería. Harrison no iba a conceder a Krane Chemical ninguna atenuación de la condena, y todos los sabían.
Había más gente observando. Huffy ocupaba su lugar habitual, curioso como siempre y todavía preocupado por el préstamo y su futuro. También habían acudido periodistas, incluso un artista de sala, el mismo que había cubierto el juicio y esbozado unos rostros que nadie era capaz de reconocer. Varios abogados de demandantes se habían presentado para observar y controlar el progreso del caso. Soñaban con un acuerdo que les permitiera hacerse ricos, saltándose por alto el proceso brutal que los Payton habían tenido que soportar.
El juez Harrison llamó al orden y fue al grano.
– Es un placer volver a verles -dijo, con sequedad-. Se han presentado un total de catorce peticiones, doce por parte de la defensa y dos por parte de la acusación, y vamos a despacharlas todas antes del mediodía. -Fulminó a J ared Kurtin con la mirada, como si lo desafiara a murmurar el más mínimo comentario superfluo. Continuó-: He leído las peticiones y los escritos, así que, por favor, no me digan nada de lo que ya hayan dejado constancia por escrito. Señor Kurtin, proceda.
La primera petición solicitaba la repetición del juicio. Kurtin repasó rápidamente las razones por las que consideraba que su cliente había salido perjudicado, empezando por un par de miembros del jurado que quería rechazar. El juez Harrison lo desestimó. El equipo de Kurtin había recopilado un total de veintidós errores que consideraban de gravedad suficiente para hacerlos constar en acta, pero Harrison no fue de la misma opinión. Después de oír la argumentación de los abogados durante una hora, el juez se pronunció en contra de la petición de un nuevo juicio.
A Jared Kurtin le hubiera sorprendido cualquier otra disposición. Las peticiones no eran más que trámites de rigor; habían perdido la batalla, pero no la guerra.
Continuaron presentando las siguientes peticiones.
– Denegadas -sentenció el juez Harrison al cabo de unos minutos de una poco inspirada argumentación.
Cuando los abogados terminaron de hablar, y mientras recogían los papeles y cerraban los maletines, Jared Kurtin se dirigió al tribunal.
– Señoría, ha sido un placer -dijo-. Estoy seguro de que volveremos a repetir lo mismo de aquí a unos tres años. -Se levanta la sesión -contestó su señoría, con aspereza, y golpeó el martillo con fuerza.
Dos días después de Navidad, oscurecía cuando Jeannette Baker salió de su caravana y atravesó Pine Grave a pie en dirección a la iglesia y al cementerio de la parte de atrás, en una tarde fría y ventosa. Besó la pequeña lápida de la tumba de Chad y luego se sentó y se apoyó en la de su marido, Pete. Había muerto un día como ese, cinco años atrás.
En cinco años había aprendido a pensar, sobre todo, en los buenos recuerdos, aunque no conseguía desprenderse de los malos. Pete, todo un hombretón, pesaba menos de cincuenta y cinco kilos y era incapaz de comer, y finalmente incluso de beber agua, por culpa de los tumores que le bloqueaban la garganta y el esófago. Pete, con treinta años, tan demacrado y pálido como un moribundo que le doblara la edad. Pete, el hombre duro, llorando a causa del dolor insoportable y suplicándole más morfina. Pete, el hablador, el que se sabía tantas historias y las contaba tan bien, incapaz de emitir más que un gemido lastimero. Pete, implorándole que le ayudara a poner fin a aquel infierno.
Los últimos días de Chad habían sido relativamente tranquilos. Los de Pete habían sido una agonía. Jeannette había visto demasiado.
Se acabaron los malos recuerdos. Había ido allí para hablar de la vida que habían compartido, de su noviazgo, de su primer piso en Hattiesburg, del nacimiento de Chad, de los planes que tenían para aumentar la familia y comprar una casa más espaciosa, y de todos los sueños con los que habían reídos juntos. El pequeño Chad con su caña y una impresionante ristra de pescados del estanque de su tío. El pequeño Chad con su primer uniforme de béisbol y el entrenador Pete a su lado. Navidad y Acción de Gracias, unas vacaciones en Disney World cuando ambos ya estaban enfermos y muriéndose.