– El asunto ese de Clyde Hardin está fuera de control -dijo Denny-. Se anuncian en la radio y salen en los periódicos una vez a la semana, a toda página. Casi garantizan el dinero. La gente acude como borregos.
Wes y Mary Grace se habían paseado por Main Street antes del funeral de Inez. Querían ver por ellos mismos la nueva clínica que habían abierto junto al despacho de F. Clyde. En la acera había dos enormes refrigeradores llenos de botellines de agua y hielo. Un adolescente con una camiseta de Bintz amp; Bintz les tendió una botella a cada uno, en cuya etiqueta se leía: «Agua pura de manantial. Cortesía de Bintz amp; Bintz, abogados». Había un número gratuito de información.
– ¿De dónde viene el agua? -preguntó Wes.
– De Bowmore no -contestó, sin vacilar, el muchacho.
Mientras Mary Grace se quedaba hablando con el joven, Wes entró y se encontró con otros tres clientes potenciales que estaban esperando para hacerse una revisión. Ninguno parecía enfermo. Una guapa jovencita de no más de dieciocho años saludó a Wes, le tendió un folleto, un cuestionario en una carpeta sujetapapeles, un bolígrafo y le explicó cómo rellenarlo, tanto por delante como por detrás. El folleto tenía un aspecto muy profesional y en él se explicaban las nociones básicas de los alegatos contra Krane Chemical, una compañía de la que se había «demostrado en el juicio» que había contaminado el agua de boca de Bowmore y el condado de Cary. Quien quisiera más información, podía ponerse en contacto con el bufete de abogados Bintz amp; Bintz de Filadelfia, Pensilvania. Todas las preguntas del cuestionario eran sobre información general y cuestiones médicas salvo las dos últimas: 1) ¿ Quién le remitió a este despacho? y 2) ¿ Conoce a alguien más que pudiera ser una posible víctima de Krane Chemical? Si es así, por favor, anote los nombres y los teléfonos. Wes estaba rellenando el formulario cuando un médico apareció en la sala de espera, salido de alguna de las habitaciones del fondo, y llamó al siguiente paciente. Llevaba una bata blanca de médico, con estetoscopio incluido colgado al cuello. Era indio o paquistaní y no podía tener más de treinta años.
Al cabo de unos minutos, Wes se disculpó y se fue.
– No hay de qué preocuparse -le dijo Wes a Denny-.
Se harán con unos cientos de casos, la mayoría de ellos sin importancia, y luego presentarán una demanda conjunta en el tribunal federal. Con suerte, llegarán a un acuerdo de aquí a unos años por unos cuantos miles de dólares para cada uno. Los abogados se llevarán una buena tajada, pero es muy posible que Krane no quiera llegar a un acuerdo y, si eso ocurre, sus clientes se quedarán con dos palmos de narices y Clyde Hardin se verá obligado a volver a redactar escrituras.
– ¿Cuántos de tus feligreses ya los han contratado? -preguntó Mary Grace.
– No lo sé. No me lo cuentan todo.
– No importa -aseguró Wes-. Sinceramente, tenemos suficientes casos similares como para mantenernos ocupados bastante tiempo.
– ¿ Me ha parecido ver un par de espías en el funeral? -preguntó Mary Grace.
– Sí, uno era un abogado llamado Crandell, de Jackson.
Lleva pululando por aquí desde el juicio. De hecho, se ha pasado a saludar. Es un timador.
– He oído hablar de él-dijo Wes-. ¿Le ha echado el guante a algún caso?
– De esta iglesia, no.
Siguieron hablando de los abogados y luego tuvieron su conversación habitual sobre Jeannette y las nuevas presiones a las que estaba viéndose sometida. Ott estaba dedicándole mucho tiempo y tenía la esperanza de que estuviera escuchándolo.
Dieron la reunión por finalizada al cabo de una hora. Los Payton volvieron en coche a Hattiesburg. Otro cliente bajo tierra, otro caso de lesiones que acababa convirtiéndose en una demanda por fallecimiento.
El papeleo preliminar llegó al tribunal supremo del estado de Mississippi la primera semana de enero. Los relatores judiciales acabaron la transcripción del juicio, dieciséis mil doscientas páginas, y enviaron copias al secretario y a los abogados. Se adjuntaba una orden judicial por la que se concedía noventa días a Krane Chemical, el apelante, para presentar su escrito. Sesenta días después, los Payton presentarían su refutación.
En Atlanta, Jared Kurtin pasó el caso a la unidad de apelación del bufete, los «cerebritos», como los llamaban, brillantes especialistas en derecho que apenas sabían manejarse en sociedad y que era mejor tener escondidos en la biblioteca. Ya había dos socios, cuatro asociados y cuatro pasantes trabajando a jornada completa en la apelación, cuando llegó la voluminosa transcripción y por primera vez pudieron echarle un ojo a todo lo que se había dicho en el juicio. La diseccionarían y encontrarían miles de razones para revocar la resolución.
En un departamento bastante más pequeño de Hattiesburg, dejaron caer la transcripción en la mesa de contrachapado del Ruedo. Mary Grace y Sherman la miraron boquiabiertos, como si les diera reparo tocarla. En una ocasión, Mary Grace había llevado un caso que había durado diez días. La transcripción del proceso tenía mil doscientas páginas y la había leído tantas veces que se ponía enferma con solo verla. y ahora aquello.
Si alguna ventaja tenían era la de haber estado en la sala del tribunal durante todo el juicio, por lo que se sabían de memoria casi todo el contenido. De hecho, Mary Grace aparecía en más páginas que cualquier otro.
Sin embargo, habría que leérsela varias veces, y no podían permitirse el lujo de retrasar el momento. Los abogados de Krane atacarían a sangre y fuego el pleito y la sentencia. Los abogados de Jeannette Baker tendrían que medirse con ellos razonamiento por razonamiento, palabra por palabra.
En los atropellados días que siguieron a la sentencia, el plan había sido que Mary Grace se concentrara en los casos de Bowmore mientras Wes se encargaba de los demás para generar ingresos. La publicidad había sido impagable y los teléfonos no paraban de sonar. De repente, todos los chalados del sudeste necesitaban a los Payton. Abogados atrapados en causas perdidas los llamaban pidiéndoles ayuda; familiares que habían perdido a sus seres queridos por culpa del cáncer veían en el fallo un atisbo de esperanza, y la habitual caterva de acusados por vía penal, esposas en proceso de divorcio, mujeres maltratadas, negocios en quiebra, gente que fingía haber sufrido caídas y trabajadores despedidos llamaban, o incluso pasaban a visitarlos, en busca de uno de esos famosos abogados. Muy pocos podían pagar unos honorarios dignos.
Sin embargo, los casos legítimos de daños personales eran muy escasos. El «Gran Caso», el caso perfecto, donde la responsabilidad fuera clara y el demandado estuviera forrado, el caso sobre el que solían descansar los sueños de la jubilación, todavía no había encontrado el camino hasta el bufete de los Payton. Había algunos casos de accidentes de coche e indemnización de trabajadores, pero nada por lo que valiera la pena ir a juicio.
Wes trabajaba denodadamente por cerrar cuantos le fuera posible, y con cierto éxito. Al menos ahora estaban al día con el alquiler, como mínimo con el del despacho. Habían liquidado todas las facturas atrasadas. Huffy y el banco continuaban nerviosos, pero no se atrevían a seguir presionándolos. No se había hecho ningún pago, ni del capital ni de los intereses.
11
Se decidieron por un hombre llamado Ron Fisk, un abogado desconocido fuera de su pequeña ciudad de Brookhaven, Mississippi, a una hora al sur de J ackson, a dos al oeste de Hattiesburg y a ochenta kilómetros al norte de la frontera con el estado de Louisiana. Lo eligieron de entre una pila de currículos similares, aunque ninguno de los candidatos tomados en cuenta tuvo ni la más mínima idea de hasta qué punto sus nombres y sus vidas habían sido cuidadosamente evaluados. Hombre blanco, joven, casado en primeras nupcias, tres hijos, razonablemente atractivo, razonablemente bien vestido, conservador, baptista devoto, estudios de Derecho en el viejo Mississippi, ningún patinazo ético en la práctica de la abogacía, ningún problema con la justicia más allá de una multa por exceso de velocidad, ninguna afiliación a ninguna asociación de abogados, ningún caso controvertido y sin experiencia de ninguna clase en juicios.