Para enfrentarse a ella, necesitaban que aquel hombre, Ron, recogiera el testigo. Tony repasó el currículo de su hombre, aunque no les ofreció ni un solo dato que los presentes no conocieran de antemano. Cedió la palabra a Ron, que se aclaró la garganta y les agradeció la invitación. Empezó a hablar de su vida, de la educación que había recibido, de cómo se había criado, de sus padres, su mujer y sus hijos. Era un devoto cristiano, diácono de la iglesia baptista de Sto Luke y profesor de catequesis. También era miembro del Rotary Club, de una asociación que velaba por la conservación del medio ambiente y entrenaba a un equipo juvenil de béisbol. Alargó la explicación de su currículo todo lo que pudo y luego se encogió de hombros, como queriendo decir que no había nada más.
Su mujer y él habían rezado en busca de inspiración para tomar una decisión. Incluso se habían reunido con su pastor para que sus súplicas llegaran más alto. Ya no les quedaban dudas. Estaban preparados.
Los presentes siguieron mostrándose cálidos, amistosos, encantados de tenerlo allí. Le preguntaron sobre su pasado: ¿había algo que lo atormentara? ¿Un lío de faldas, una detención por conducir bajo el efecto de cualquier sustancia, una estúpida broma estudiantil en la universidad? ¿Algún conflicto ético? ¿ Primer y único matrimonio? Sí, bien, eso creíamos. ¿ Alguna demanda por acoso sexual por parte de algún miembro de su plantilla? ¿Nada por el estilo? ¿Absolutamente nada que tuviera que ver con el sexo? Porque el sexo es el as en la manga de cualquier elección reñida. Y ya que estaban, ¿qué opinión le merecían los gays? ¿Y el matrimonio entre homosexuales? ¡Totalmente en contra! ¿Y las uniones civiles? No, señor, en Mississippi no. ¿ La adopción de niños por homosexuales? No, señor.
¿El aborto? En contra. ¿Cualesquiera que fueran las circunstancias? En contra.
¿La pena de muerte? Completamente a favor.
Nadie pareció percatarse de la contradicción entre ambas convicciones.
¿ Las armas, la Segunda Enmienda, el derecho a llevar armas y todo eso? Ron estaba encantado con sus armas, pero por un momento se preguntó por qué a unos hombres religiosos les preocupaban las armas. y entonces cayó en la cuenta: se trataba de política y de salir elegido. Su largo historial de cazador los satisfizo enormemente y lo alargó todo lo que le fue posible. No se salvaba ni un solo animal.
A continuación, el presidente de la Mesa Redonda de la Familia, de voz chillona, derivó la conversación hacia temas relacionados con la separación de la Iglesia y el Estado que, por el semblante aburrido de los demás, solo parecían interesarle a él. Ron no se amilanó, respondió pensando muy bien lo que contestaba y dio la impresión de satisfacer a los pocos que parecían estar escuchándolo. También empezó a comprender que todo aquello era una farsa. Aquellos hombres ya habían tomado una decisión mucho antes de que él saliera de Brookhaven esa mañana. Era su hombre, y en esos momentos únicamente estaba gastando saliva.
La siguiente tanda de preguntas estuvo relacionada con la libertad de expresión, especialmente de la expresión religiosa. La pregunta fue: ¿un juez comarcal debería tener la potestad de colgar los Diez Mandamientos en su sala del tribunal? Ron tuvo la sensación de que aquella cuestión les interesaba en particular y al principio se sintió inclinado a ser completamente sincero y contestar que no. El Tribunal Supremo de Estados Unidos había dictaminado que era una violación de la separación entre la Iglesia y el Estado, y Ron estaba de acuerdo. Sin embargo, no quería ser un aguafiestas.
– Uno de mis modelos es el juez de distrito del tribunal de Brookhaven -respondió al fin. A continuación empezaron las fintas y los amagos-. Un gran hombre. Hace treinta años que tiene los Diez Mandamientos colgados en la pared y siempre lo he admirado.
Una hábil respuesta que, a pesar de no engañar a nadie, les sirvió como ejemplo de los recursos de los que el señor Fisk podría valerse para sobrevivir en una campaña reñida. No insistieron en ello, no hubo ninguna objeción. Después de todo, eran combatientes experimentados en el campo de batalla de la política y sabían reconocer una respuesta ingeniosa e inteligente.
Al cabo de una hora, Walter Utley echó un vistazo a su reloj y anunció que iba un poco retrasado. Ese día tenía otras reuniones importantes. Dio por concluida la pequeña toma de contacto, les aseguró que el señor Ron Fisk lo había impresionado profundamente y que no veía ninguna razón por la que su Alianza de la Familia Americana no pudiera, ya no solo respaldarlo, sino ponerse manos a la obra allí abajo y obtener algunos votos. Todos los presentes asintieron con un gesto de cabeza y Tony Zachary pareció tan orgulloso como quien acaba de ser padre.
– Ha habido un cambio de planes para la comida -dijo, cuando volvieron a subir a la limusina-. El senador Rudd quiere verte.
– ¿El senador Rudd? -preguntó Fisk, incrédulo.
– El mismo -contestó Tony, ufano.
Myers Rudd había cumplido la mitad de su séptimo mandato (treinta y nueve años) en el Senado, y se había presentado sin oposición a las tres últimas elecciones. El 40 por ciento de la gente lo despreciaba profundamente mientras que el 60 por ciento restante lo adoraba. Había perfeccionado el arte de echar un cabo a los que se encontraban en su mismo barco y a hacer caso omiso de los demás. Era una leyenda en el ámbito político de Mississippi, el que apañaba y siempre metía mano en los comicios locales, el rey que elegía a sus candidatos, el asesino que pasaba a cuchillo a quien se presentara contra los suyos, el banco que financiaba cualquier campaña con montañas de dinero, el sabio anciano que lideraba su partido y el matón que destruía a los demás.
– ¿Al senador Rudd le interesa este asunto? -preguntó Fisk, inocentemente.
Tony lo miró con recelo. ¿Cómo se podía ser tan ingenuo? -Por supuesto. El senador Rudd está muy relacionado con los tipos que acabas de conocer. Mantiene un historial de voto perfecto en lo que se refiere a esa gente. Fíjate que he dicho perfecto. No de un 95 por ciento, sino perfecto. Uno de los únicos tres que hay en el Senado, y los otros dos son principiantes.
¿Qué diría Doreen de esto?, pensó Ron. ¡Iba a comer con el senador Rudd, en Washington! Estaban cerca del Capitolio cuando la limusina torció hacia una calle de un solo sentido.
– Nos bajamos aquí-dijo Tony, antes de que el conductor tuviera tiempo de apearse.
Se dirigieron a una puerta bastante estrecha, junto a un viejo hotel conocido como el Mercury. Un portero ya mayor, vestido con uniforme de color verde, frunció el ceño al verlos acercarse.
– Venimos a ver al senador Rudd -dijo Tony, con sequedad, y el ceño se suavizó ligeramente.
Una vez en el interior, los acompañaron a través de un comedor desierto y sombrío y cruzaron un pasillo.
– Son las estancias privadas del senador -le dijo Tony, en voz baja.
Ron estaba francamente impresionado. Se fijó en la alfombra gastada y en la pintura desconchada, pero el viejo edificio todavía conservaba un aire de elegancia decadente. Tenía historia. Se preguntó cuántos tratos se habrían cerrado entre aquellas paredes.
Entraron en un pequeño comedor privado al final del pasillo, donde se desplegaba la ostentación del verdadero poder. El senador Rudd estaba sentado a una mesita, con el móvil pegado a la oreja. Ron no lo conocía personalmente, pero desde luego le resultaba familiar. Traje oscuro, corbata roja, una lustrosa mata de cabello canoso, bien peinado hacia un lado, que se le aguantaba con cantidades ingentes de fijador, y un rostro grande y redondo que parecía expandirse con los años. No menos de cuatro de sus gorilas y ayudantes revoloteaban a su alrededor como abejas enfrascados en inaplazables conversaciones por el móvil, seguramente entre sí.