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Tony y Fisk esperaron, observando el espectáculo. El gobierno en acción.

De súbito, el senador cerró el teléfono y las otras cuatro conversaciones concluyeron casi en ese mismo instante.

– Fuera -farfulló el hombre, y sus subalternos se desperdigaron como ratones asustados-. ¿Cómo estás, Zachary? -preguntó, levantándose.

Se llevaron a cabo las debidas presentaciones y charlaron sobre banalidades unos momentos. Daba la impresión de que Rudd conocía a todo el mundo en Brookhaven, tenía una tía que había vivido allí y era todo un honor recibir a ese señor Fisk del que tanto había oído hablar.

– Volveré dentro de una hora -dijo Tony en cierto momento, y desapareció.

Lo sustituyó un camarero vestido de etiqueta.

– Siéntate -insistió Rudd-. La comida no es gran cosa, pero al menos hay intimidad. Como aquí cinco veces a la semana.

El camarero obvió el comentario y les ofreció los menús. -Es precioso -dijo Ron, mirando a su alrededor, fijándose en las paredes, llenas de estanterías abarrotadas de libros que nadie había leído o les había sacado el polvo en un siglo.

Estaban comiendo en una pequeña biblioteca. No le extrañaba que fuera tan íntimo. Pidieron sopa y pez espada a la parrilla. El camarero cerró la puerta al salir.

– Tengo una reunión a la una -dijo Rudd-, así que vayamos al grano.

Se puso azúcar en el té helado y lo removió con la cuchara de la sopa.

– Perfecto.

– Puedes ganar las elecciones, Ron, y Dios sabe que te necesitamos.

Lo había dicho el rey, y horas más tarde podría repetírselo a Doreen hasta la saciedad. Era la garantía de un hombre que no había perdido nunca, y según esa salva inicial, Ron Fisk era un candidato.

– Como ya sabes -continuó Rudd, porque en realidad no estaba acostumbrado a escuchar, sobre todo en conversaciones con políticos de poca monta-, no me inmiscuyo en las elecciones locales.

El primer impulso de Fisk fue echarse a reír, a mandíbula batiente, pero enseguida comprendió que el senador hablaba muy en seno.

– Sin embargo, estos comicios son muy importantes.

Haré lo que esté en mi mano, que no es poco, ¿verdad?

– Por supuesto.

– He hecho amigos poderosos en este mundillo y estarán encantados de apoyar tu campaña. Solo tengo que hacer un par de llamadas.

Ron asentía con educación. Dos meses atrás, Newsweek había publicado un artículo de portada sobre las montañas de dinero que movían los grupos de presión en Washington y los políticos que las utilizaban. Rudd era el primero de la lista. Había recibido más de once millones de dólares para su campaña, a pesar de que era muy poco probable que hicieran falta unas elecciones. La idea de un rival viable era tan ridícula que ni siquiera se tomaba en consideración. Estaba a las órdenes del gran capital -banca, aseguradoras, petroleras, industria minera, defensa, farmacéuticas-, no había sector empresarial que escapara a los tentáculos de su máquina de recaudar dinero.

– Gracias -contestó Ron, sintiéndose obligado a hacerlo.

– Mis amigos pueden reunir mucho dinero. Además, conozco a gente en las trincheras. El gobernador, los legisladores, los alcaldes. ¿Has oído hablar alguna vez de Willie Tate Ferris?

– No, señor.

– Es un alcalde que lleva ya cuatro mandatos en el condado de Adams, tu distrito. He sacado a su hermano de la cárcel en dos ocasiones. Willie Tate pateará las calles por mí. Además, es el político más influyente de la zona. Una llamada y el condado de Adams es tuyo.

Chasqueó los dedos, como si los votos ya estuvieran en las urnas.

– ¿Has oído hablar de Link Kyzer? ¿El sheriff del condado de Wayne?

– Tal vez.

– Link es un viejo amigo. Hace dos años necesitaba coches de patrulla, radios, chalecos antibalas, armas y demás. El condado no le daba ni una mierda, así que me llama. Vaya Homeland Security, hablo con unos amigos, hago un poco de presión y el condado de Wayne recibe de repente seis millones de dólares para luchar contra el terrorismo. Ahora tienen más coches patrulla que policías para conducirlos. Su sistema de radio es mejor que el de la Marina y, mira por dónde, los terroristas han decidido no acercarse por el condado de Wayne.

– Se echó a reír de su broma y Ron se sintió obligado a acompañarlo. No había nada como gastarse unos cuantos millones del dinero del contribuyente-. ¿Necesitas a Link? Pues ya tienes a Link y el condado de Wayne -le prometió Rudd, mientras tomaba un buen sorbo de té.

Con dos condados bajo el ala, Ron empezó a pensar en los restantes veinticinco del distrito sur. ¿Iba a pasar la hora siguiente escuchando batallitas para cada uno de ellos? Esperaba que no. Llegó la sopa.

– Esa chica, McCarthy -dijo Rudd, entre sorbos-, nunca ha estado a bordo de nuestro barco.

– Crítica que dejaba traslucir que el senador Rudd no recibía su apoyo-. Es demasiado liberal. Además, de hombre a hombre, no está hecha para la toga negra. Ya me entiendes.

Ron asintió con la cabeza levemente, sin apartar los ojos de la sopa. No le extrañaba que el senador prefiriera comer en privado. Ron comprendió que Rudd ignoraba el nombre de pila de McCarthy y que, de hecho, sabía muy poco de ella, salvo que era mujer y, por tanto, en su opinión estaba fuera de lugar.

Para desviar la conversación del cariz que estaba tomando, Ron decidió introducir una pregunta medianamente inteligente.

– ¿Qué me dice de la costa del golfo? Tengo muy pocos contactos por allí.

Como era de esperar, a Rudd le hizo gracia la pregunta.

No había ningún problema.

– Mi mujer es de la bahía de St. Louis -dijo, como si solo eso garantizara una victoria aplastante para su elegido-. Tienes a los contratistas de defensa, los astilleros, la NASA, joder, tengo a esa gente comiendo de la palma de mi mano.

Ron pensó que lo contrario también debía de ser cierto.

Una especie de relación simbiótica.

Un móvil vibró junto al vaso de té del senador.

– Tengo que responder -dijo, después de mirarlo y fruncir el ceño-, es la Casa Blanca.

Parecía bastante irritado.

– ¿Quiere que salga? -preguntó Ron, tan impresionado que casi se había quedado sin habla y al mismo tiempo temeroso de oír algo sobre un asunto de importancia crucial que no debiera oír.

– No, no -contestó Rudd, y lo invitó a retomar asiento con un gesto.

Fisk intentó concentrarse en la sopa, el té y el bollito, y a pesar de ser una comida que no olvidaría jamás, de repente deseaba que terminara cuanto antes. Al contrario que la conversación telefónica. Rudd mascullaba y hablaba entre dientes, aunque sin dejar entrever qué tipo de crisis estaba solucionando. El camarero regresó con el pez espada, que todavía crepitaba ligeramente, si bien enseguida se enfrió. Las acelgas de acompañamiento nadaban en mantequilla.

Rudd colgó cuando el mundo volvía a estar a salvo y ensartó el pescado con el tenedor.

– Disculpa -dijo-. Malditos rusos. Bueno, da igual, quiero que te presentes, Ron. Es importante para el estado. Debemos meter en vereda a nuestro tribunal.

– Sí, señor, pero…

– Cuentas con mi todo mi apoyo. No oficialmente, recuérdalo, pero me dejaré los cuernos en la sombra. Te conseguiré dinero de verdad. Haré restallar el látigo, romperé algunos brazos, lo típico de por allí. Sé de lo que hablo, hijo, créeme.

¿Y si…?…

– Nadie me gana en Mississippi. Pregúntale al gobernador. Le sacaban veinte puntos a dos meses de la votación y lo estaba intentando él solo. No necesitaba mi ayuda. Me acerqué hasta allí, rezamos juntos, el tipo se convirtió y obtuvo una victoria arrolladora. N o me gusta inmiscuirme en los asuntos de por allí, pero lo haré. Además, estas elecciones se lo merecen. ¿Tú estás dispuesto?