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Carl salió del ascensor privado, se topó de bruces con Abused ¡me/da, la maldijo por enésima vez, no hizo caso de su ayudante de cámara, despachó al resto del servicio y ya por fin en la maravillosa intimidad de su dormitorio, se puso el pijama, una bata y unos gruesos calcetines de lana. Fue a buscar un puro, se sirvió un whisky de malta sin hielo y salió a la pequeña terraza que daba a la Quinta Avenida y a Central Park. El aire era cortante y hacía viento, perfecto.

Rinehart le había recomendado que no se preocupara por los detalles de la campaña.

– No hace falta que lo sepas todo -le había dicho en más de una ocasión-o Confía en mí. Me dedico a esto y soy bueno.

Sin embargo, Rinehart nunca había perdido mil millones de dólares. Según uno de los artículos que había leído nada menos que sobre él mismo, solo había seis hombres más, aparte de él, que hubieran perdido mil millones de dólares en un día. Barry jamás sabría hasta qué punto se sentía uno humillado cuando la caída era tan rápida y tan dura en aquella ciudad. De repente no había manera de localizar a los amigos, los chistes de Cad ya no hacían gracia y había puertas del círculo social que parecían cerradas (a pesar de saber que se trataba de algo temporal). Incluso su mujer parecía algo más fría y menos aduladora. Por no mencionar el vacío que le hacían los que realmente importaban: los banqueros, los administradores de fondos, los gurús de las finanzas, la élite de Wall Street.

Admiró tranquilo los edificios de la Quinta Avenida mientras el viento enrojecía sus mejillas. Multimillonarios por todas partes. ¿Habría alguno que se compadeciera de él o todos se regodeaban con su caída? Sabía la respuesta por lo mucho que había disfrutado con los tropiezos de los demás.

Reíd, reíd, se dijo, dando un largo trago a su copa. Reíd todo lo que queráis porque yo, Carl Trudeau, cuento con un arma secreta. Se llama Ron Fisk, un joven agradable e inocentón que he adquirido (fuera de aquí) por una miseria.

Tres manzanas al norte, en lo alto de un edificio que Carl apenas alcanzaba a ver, estaba el ático de Pete Flint, uno de sus muchos enemigos. Dos semanas antes, Pete había aparecido en la portada de Hedge Fund Reports, ataviado con un traje de firma que no le favorecía. Estaba engordando. El artículo ponía por las nubes a Pete, su fondo de inversión libre y en particular los fabulosos resultados del último trimestre del año anterior gracias, casi en su totalidad, al acierto de deshacerse de Krane Chemical. Pete aseguraba que había ganado unos quinientos millones de dólares gracias a Krane y a la brillante predicción sobre el resultado del juicio. No se mencionaba el nombre de Carl, aunque no era necesario. Era de dominio público que había perdido mil millones de dólares, y allí estaba Pete Flint, asegurando haber sacado tajada de la mitad. No tenía palabras para describir lo dolorosa que era la humillación.

El señor Flint no sabía nada acerca del señor Fisk. Cuando oyera su nombre, ya sería demasiado tarde y Carl habría recuperado su dinero. Además de un buen pico adicional.

15

La reunión invernal de la ALM, la Asociación de Abogados Litigantes de Mississippi, se celebraba cada año en Jackson, a principios de febrero, mientras la asamblea legislativa todavía celebraba sesiones. Solía ser un fin de semana lleno de discursos, seminarios, actualizaciones políticas y cosas por el estilo. Teniendo en cuenta que los Payton habían obtenido el veredicto más suculento del estado, los abogados tenían gran interés en oírlos. Mary Grace puso objeciones. Era un miembro activo, pero aquello no estaba hecho para ella. Las convenciones solían incluir largas horas de cócteles amenizadas por batallitas. Las mujeres no estaban excluidas de este tipo de reuniones, pero tampoco acababan de encajar en aquel ambiente. Además, alguien tenía que quedarse en casa con Mack y Liza.

Wes se prestó voluntario a regañadientes. Él también era un miembro activo, pero los congresos de invierno acostumbraban a ser tediosos. Las convenciones de verano en la playa eran mucho más divertidas y estaban más dirigidas a la familia, por lo que el clan Payton había asistido a un par.

Wes condujo hasta Jackson una mañana de sábado y encontró la pequeña convención en un hotel del centro de la ciudad. Aparcó bastante lejos para que ninguno de sus colegas abogados viera qué vehículo conducía en esos momentos. Eran conocidos por sus coches deslumbrantes y otros caprichos, y a Wes le avergonzaba el Taurus desvencijado que había sobrevivido al viaje desde Hattiesburg. Tampoco pasaría la noche en el hotel, porque no podía permitirse una habitación de cien dólares. Sobre el papel podría decirse que era millonario, pero tres meses después de la sentencia, Wes todavía seguía contando hasta el último centavo. La llegada del día de cobro del caso de Bowmore seguía siendo un sueño muy lejano. Incluso con ese veredicto, Wes seguía preguntándose si estaba en su sano juicio cuando aceptó el caso.

La comida se servía en la gran sala de baile con cabida para doscientas personas, una gran asistencia. Mientras avanzaban los prolegómenos, Wes observó a los presentes desde su asiento en el estrado.

Los abogados litigantes siempre eran un grupo variopinto y ecléctico: vaqueros, granujas, radicales, progres, corporativos, inconformistas extravagantes, moteros, diáconos, el típico sureño, charlatanes, buitres; rostros que aparecían en vallas publicitarias, páginas amarillas y programas de televisión de madrugada. De lo más aburrido. Discutían entre ellos como una familia mal avenida, aunque eran capaces de dejar de lanzarse los trastos a la cabeza, formar un círculo con los carromatos y atacar unidos al enemigo. Venían de las grandes ciudades, donde reñían por obtener casos y clientes, y también de ciudades pequeñas, donde perfeccionaban sus aptitudes ante jurados no demasiado complicados y muy poco dispuestos a gastarse el dinero de los demás. Algunos poseían aviones privados e iban arriba y abajo por todo el país dando forma a la última demanda conjunta del último litigio de daños colectivos. A otros les repelía el juego de los procesos colectivos de responsabilidad civil y se aferraban orgullosos a la tradición de resolver una causa cada vez. La nueva hornada era una generación de emprendedores que aceptaba casos a granel y los resolvían de la misma forma, sin necesidad de tener que enfrentarse a un jurado. Otros, en cambio, no sabían vivir sin la emoción de una sala del tribunal. Unos pocos trabajaban en bufetes donde aportaban su dinero y su talento, pero las firmas de abogados defensores tenían serias dificultades para mantenerse unidas. La mayoría eran pistoleros solitarios demasiado excéntricos para mantener un despacho. Algunos ganaban millones al año, otros sacaban lo justo para vivir, pero la mayoría rondaba los doscientos cincuenta mil dólares. Unos pocos estaban arruinados en esos momentos. Muchos estaban en la cima un año y se despeñaban al siguiente, pero jamás bajaban de la montaña rusa y siempre estaban dispuestos a volver a lanzar los dados.

Si compartían algo, era una rabiosa independencia y la emoción de representar a David contra Goliat.

En la derecha política se encontraba la clase dirigente, el dinero, las grandes empresas y los miles de grupos que estas financiaban. En la izquierda se encontraban las minorías, los sindicatos de trabajadores, los maestros y los abogados litigantes. Los abogados eran los únicos que tenían dinero, aunque una miseria en comparación con las grandes empresas.

Aunque había ocasiones en las que Wes hubiera querido estrangularlos a todos, entre ellos se sentía como en casa. Eran sus colegas, sus compañeros de batalla, y los admiraba. Podían ser arrogantes, optimistas, dogmáticos y a menudo sus peores enemigos, pero nadie se entregaba como ellos por los más desfavorecidos.