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Dobló la apuesta con un ocho y un tres, sacó una jota y se llevó otros cien dólares. Su camarera favorita le llevó otra copa. Nadie pasaba tanto tiempo en el Lucky Jack como el señor Coley. Lo que el señor Coley pidiera. Volvió a mirar la puerta, consultó la hora y siguió jugando.

– ¿Espera a alguien? -preguntó Ivan, el crupier.

– ¿Te lo diría?

– Supongo que no.

El hombre al que estaba esperando también había conseguido eludir varias acusaciones. Se conocían desde hacía veinte años, aunque desde luego no podían considerarse amigos. Aquella sería la segunda ocasión en la que se veían. La primera había ido lo bastante bien como para motivar esta.

Ivan tenía catorce cuando sacó una reina, con la que se pasó. Otros cien para Clete. Coley tenía sus propias reglas.

Cuando ganaba dos mil, lo dejaba, igual que cuando perdía quinientos, pero mientras se mantuviera entre esos dos límites, podía pasarse toda la noche bebiendo y jugando. El fisco no lo sabría nunca, pero superaba los ochenta mil al año. Además, el ron era gratis.

Lanzó dos fichas a Ivan e inició la laboriosa maniobra de bajar su cuerpo descomunal del taburete.

– Gracias, señor Coley -dijo Ivan.

– Siempre es un placer.

Clete se metió el resto de las fichas en los bolsillos de su traje marrón claro. Siempre marrón, siempre con traje, siempre con relucientes botas vaqueras Lucchese. Con su uno noventa y tantos de estatura, pesaba más de ciento veinte kilos, aunque nadie lo sabía seguro, pero estaba más fornido que gordo. Se dirigió tambaleante al bar, donde ya le esperaba su cita. Marlin estaba tomando asiento en una mesa del rincón desde donde dominaba todo el local. No hubo saludos de ningún tipo, ni siquiera se miraron. Clete se dejó caer en una silla y sacó un paquete de cigarrillos. Una camarera les llevó bebidas.

– Tengo el dinero -dijo Marlin, al fin.

– ¿Cuánto?

– El mismo trato, Clete. Nada ha cambiado. Lo único que falta es que nos digas sí o no.

– Vuelvo a repetirte: ¿ quiénes sois ese «nos»?

– No soy yo. Soy un contratista independiente al que le pagan por un trabajo bien hecho, pero no estoy en su nómina. Me han contratado para reclutarte para esta campaña y si dices que no, entonces puede que me contraten para buscar a otro.

– ¿Quién te paga?

– Eso es confidencial, Clete. No sé cuántas veces te lo he repetido.

– Sí, tienes razón, es que tal vez estoy un poco atontado. O puede que un poco nervioso. Quizá quiera respuestas, si no, no hay trato.

Basándose en su anterior encuentro, Marlin dudaba que Clete Coley acabara rechazando cien mil dólares en efectivo, en billetes sin marcar. Marlin prácticamente se los había puesto sobre la mesa. Cien de los grandes por entrar en la campaña y revolver las aguas. Coley sería un candidato magnífico: vocinglero, escandaloso, pintoresco, capaz de decir cualquier cosa sin preocuparle las consecuencias. Justo la imagen contraria del político prototípico que la prensa seguiría en rebaño.

– Esto es todo lo que puedo decirte -dijo Marlin, mirando a Clete directamente a los ojos por primera vez-. Hace quince años, en un condado lejos de aquí, un joven y su joven familia regresaban una noche a casa después de asistir a la iglesia. Ellos no lo sabían, pero dentro de la casa, una casa muy bonita, había dos delincuentes negros, limpiándola. Los delincuentes iban puestos hasta las cejas de crack y llevaban armas, unos tipos despreciables. Cuando la joven familia llegó a casa y los sorprendió, las cosas se salieron de madre: violaron a las niñas y todo el mundo acabó con una bala en la cabeza. Luego, los delincuentes prendieron fuego a la casa. La poli los detuvo al día siguiente. Confesiones, ADN, toda la pesca. Desde entonces se encuentran en el corredor de la muerte de Parchmano Resulta que la familia del joven tiene dinero. Su padre tuvo una crisis nerviosa y se volvió loco, pobre hombre. Sin embargo, se recuperó y está muy cabreado. Le cabrea que esos delincuentes sigan vivos. Le pone furioso que su querido estado no ejecute nunca a nadie. Odia el sistema judicial y sobre todo a los nueve honorables miembros del tribunal supremo del estado. Clete, de él procede el dinero.

Era una burda mentira, pero mentir formaba parte de su trabajo.

– Me gusta esa historia -dijo Clete, asintiendo con la cabeza.

– Esa cantidad es una miseria para él. El dinero es tuyo si te presentas a las elecciones y te dedicas a hablar únicamente de la pena de muerte. Joder, es fácil. La gente de aquí adora la pena de muerte. Tenemos encuestas que dicen que casi el 70 por ciento de la población cree en ella y a un porcentaje aún mayor le preocupa que no la utilicemos más en Mississippi. Puedes culpar al tribunal supremo. Es perfecto.

Clete seguía asintiendo con la cabeza. Apenas había pensado en otra cosa en la última semana. Realmente era perfecto y el tribunal era el blanco ideal. Sería divertido participar en unas elecciones.

– Mencionaste a un par de grupos -dijo, dando un trago a su ron doble.

– Hay varios, pero dos en particular. Uno es Víctimas en Acción, una organización de las que no transigen. Han perdido a seres queridos y se sienten maltratados por el sistema. No cuentan con muchos miembros, pero están muy comprometidos con la causa. Entre tú y yo, el señor X también financia a este grupo en secreto. El otro es la Coalición por el Cumplimiento de la Ley, una asociación jurídica con cierto peso, preocupada por el orden público. Ambos se subirán a bordo.

Clete asintió y sonrió sin quitar la vista de encima a una camarera que se acercaba con gran pericia con una bandeja cargada de bebidas.

– Eso son malabarismos -dijo, lo bastante alto para que lo oyeran.

– No tengo nada más que añadir -dijo Marlin, sin presionarlo.

– ¿Dónde está el dinero?

Marlin respiró hondo, incapaz' de reprimir una sonrisa. -En el maletero de mi coche. La mitad: cincuenta de los grandes. Cógelos ahora; el día que anuncies tu candidatura oficialmente tendrás el resto.

– Me parece justo.

Se estrecharon la mano y se abalanzaron sobre sus bebidas.

Marlin sacó las llaves de un bolsillo.

– Mi coche es un Mustang verde con capota negra. Está a la izquierda según se sale. Coge las llaves, coge el coche y coge el dinero, no quiero verlo. Me quedaré aquí y jugaré al blackjack hasta que vuelvas.

Clete recogió las llaves, se puso en pie como pudo y atravesó tambaleante el casino en dirección a la puerta.

Marlin esperó quince minutos y luego llamó al móvil de Tony Zachary.

– Creo que uno ya ha picado -dijo.

– ¿Ha aceptado el dinero? -preguntó Tony.

– El trato se está cerrando en estos momentos, pero sí, no volverás a ver ese dinero. Sospecho que el Lucky Jack se llevará su parte, pero en principio, ha aceptado.

– Excelente.

– Este tipo va a ser un éxito, lo sabes, ¿no? Las cámaras lo adorarán.

– Eso espero. Nos vemos mañana.

Marlin encontró sitio en una mesa de apuestas de cinco dólares y se las apañó para perder cien en media hora.

Clete regresó, sonriente, el hombre más feliz de Natchez.

Marlin estaba seguro de que su maletero estaba vacío.

Volvieron al bar y continuaron bebiendo hasta la medianoche.

Dos semanas después, Ron Fisk estaba saliendo de la pista de béisbol cuando su móvil sonó. Él era el entrenador del equipo infantil de su hijo Josh, los Raiders, y tenían el primer partido en una semana. Josh iba en el asiento de atrás con dos de sus compañeros, sudado, sucio y feliz.