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Al principio, Ron hizo caso omiso del teléfono, pero luego echó un vistazo a la pantalla para ver quién llamaba. Era Tony Zachary. Hablaban un par de veces al día, como mínimo.

– Hola, Tony -dijo.

– Ron, ¿ tienes un minuto?

Tony siempre preguntaba lo mismo, como si estuviera dispuesto a posponer la llamada para más tarde, aunque Ron sabía que Tony no tenía intención de posponer ninguna llamada. Todas eran urgentes.

– Claro.

– Me temo que tenemos un pequeño problema. Parece ser que las elecciones van a ir más cargaditas de lo que creíamos. ¿Sigues ahí?

– Sí.

– Me acabo de enterar de buena tinta de que un chiflado llamado Clete Coley, de Natchez, creo, anunciará mañana que va a presentarse contra la jueza McCarthy.

Ron respiró hondo y detuvo el coche en la calle de al lado del campo de béisbol de la ciudad.

– De acuerdo, te escucho.

– ¿Has oído hablar de él?

– No.

Ron conocía a varios abogados de Natchez, pero aquel no le sonaba de nada.

– A mí tampoco. Estamos haciendo pesquisas sobre su pasado, pero por ahora no parece que haya nada de lo que preocuparse. Profesional en solitario sin demasiada reputación, al menos como abogado. Hace ocho años le retiraron la licencia durante seis meses por algo relacionado con desatender a sus clientes o algo así. Dos divorcios. No está en ninguna lista de morosos. Lo detuvieron en una ocasión por conducir borracho, pero no tiene más. antecedentes. Eso es lo único que sabemos, pero seguimos investigando.

– ¿Cómo afecta esto a todo lo demás?

– No lo sé. Esperemos a ver. Te llamaré cuando sepa algo. Ron dejó a los amigos de Josh en sus respectivas casas y luego pisó el acelerador para contárselo cuanto antes a Doreen. Estuvieron muy intranquilos durante la cena y luego se quedaron despiertos hasta tarde dándole vueltas a diversas posibilidades.

A las diez de la mañana del día siguiente, Clete Coley viró bruscamente en High Street y detuvo el coche justo enfrente del palacio de justicia de Carroll Gartin. Lo seguían dos furgonetas de alquiler. Los tres vehículos se habían detenido en una zona donde no se podía aparcar, pero eso era precisamente lo que buscaban sus conductores: problemas. Media docena de voluntarios salieron de las furgonetas a toda prisa y empezaron a trasladar grandes carteles hasta la extensa explanada de cemento que rodeaba el edificio. Otro voluntario levantó un estrado casero.

Uno de los policías del Capitolio se percató de toda aquella actividad y se acercó paseando para indagar.

– Voy a anunciar mi candidatura al tribunal supremo -explicó Clete, con un chorro de voz.

Estaba flanqueado por dos jóvenes fornidos casi tan grandes como Clete, uno blanco y otro negro, vestidos con traje oscuro.

– ¿Tiene permiso? -preguntó el agente.

– Sí. Me lo dieron en la oficina del fiscal.

El policía se alejó, aunque con paso tranquilo. Lo dispusieron todo con gran rapidez y cuando estuvo listo, el escenario tenía una altura de seis metros, una anchura de nueve y estaba repleto de rostros: fotografías de graduación, imágenes candorosas, fotos familiares, todas a tamaño gigante y en color. Los rostros de los muertos.

Al tiempo que los voluntarios desaparecían como por arte de magia, empezaron a llegar los periodistas, que montaron las cámaras en sus trípodes y dispusieron los micrófonos en el estrado. Los fotógrafos dispararon las cámaras y Clete parecía extasiado. Llegaron más voluntarios, algunos con carteles hechos en casa con proclamas del tipo: «Fuera los liberales», «Sí a la pena de muerte» y «Las víctimas tienen voz».

El policía volvió a la carga.

– Por lo visto nadie sabe nada de su permiso -informó a Clete.

– Bueno, me tiene a mí y le digo que tengo permiso.

– ¿De quién?

– De uno de los ayudantes del fiscal.

– ¿Sabe el nombre?

– Oswalt.

El policía dio media vuelta en busca del señor Oswalt.

El jaleo atrajo la atención de la gente que había en el interior del edificio, quienes hicieron un alto en el trabajo. Empezaron a circular los rumores, y cuando estos llegaron a la cuarta planta y se propagó que alguien estaba a punto de anunciar su candidatura a juez del tribunal, tres de sus magistrados dejaron lo que estaban haciendo y corrieron a la ventana. Los otros seis, cuyos mandatos no expiraban hasta al cabo de unos años, también se acercaron a la ventana, por curiosidad.

El despacho de Sheila McCarthy daba a High Street, y pronto se llenó de sus letrados y personal, todos súbitamente alarmados.

– ¿Por qué no bajas y te enteras de qué está pasando? -le susurró la jueza a Paul.

Empezó a bajar más gente, tanto del tribunal como de la oficina del fiscal; Clete estaba encantado con el público que se estaba reuniendo rápidamente delante de su estrado. El policía regresó con refuerzos. Clete estaba a punto de iniciar su discurso, cuando tuvo que enfrentarse a los agentes.

– Señor, tenemos que pedirle que se vaya.

– Un momento, chicos, serán solo diez minutos.

– No, señor. Es una reunión ilegal. Por favor, dispérsense ahora mismo.

Clete dio un paso al frente, pecho contra pecho con el policía, mucho más bajito que él.

– No sea idiota, ¿ de acuerdo? Tiene cuatro cámaras de televisión que lo están viendo todo. Tranquilícese y me habré ido antes de que se dé cuenta. Lo siento.

Dicho esto, Clete subió al estrado y un muro de voluntarios cerró filas detrás de él.

– Buenos días y gracias por venir -dijo, sonriendo a las cámaras-. Me llamo Clete Coley. Soy abogado en Natchez y vengo a anunciar mi candidatura al tribunal supremo. Mi oponente es la jueza Sheila McCarthy, sin duda el miembro más liberal de este tribunal supremo que se queda de brazos cruzados mientras trata a los delincuentes con guante de seda.

Los voluntarios lanzaron un rugido ensordecedor a modo de aprobaci6n. Los periodistas se sonrieron ante la suerte que acababan de tener. Algunos casi se echaron a reír.

Paul tragó saliva ante aquella salva inesperada. Era un tipo enérgico, bravucón y extravagante que disfrutaba con cada segundo de atención que se le prestaba. Y solo estaba calentando motores.

– Detrás de mí estáis viendo los rostros de ciento ochenta y tres personas. Blancos, negros, abuelas, bebés, personas con estudios, analfabetos, gente de todo el estado, de todas las profesiones y estratos sociales. Personas inocentes, muertas, asesinadas. Mientras estamos aquí charlando, sus asesinos están en Parchman, en el corredor de la muerte, preparándose para la hora de comer. Todos fueron debidamente condenados por jurados de este estado, todos fueron justamente enviados al corredor de la muerte a la espera de su ejecución. -Se detuvo unos instantes e hizo un amplio gesto con el que abarcó los rostros de los inocentes-. En Mississippi, tenemos sesenta y ocho hombres y dos mujeres en el corredor de la muerte. Allí están, a salvo, porque este estado se niega a ejecutarlos. Otros estados no lo hacen. Otros estados se toman en serio su deber de hacer cumplir la ley. Texas ha ejecutado a trescientos treinta y cuatro asesinos desde 1978. Virginia, a ochenta y uno; Oklahoma, a setenta y seis; Florida, a cincuenta y cinco; Carolina del Norte, a cuarenta y uno; Georgia, a treinta y siete; Alabama, a treinta y dos y Arkansas, a veinticuatro. Incluso estados del norte como Missouri, Ohio e Indiana. Maldita sea, Delaware ha ejecutado a catorce asesinos. ¿Dónde queda Mississippi? Ahora mismo en el decimonoveno puesto. Solo hemos ejecutado a ocho asesinos y es por eso, amigos míos, que voy a presentarme al tribunal supremo.

Los guardias del Capitolio ya eran cerca de una docena, pero parecían complacidos con lo que estaban viendo y escuchando. El control de disturbios no era su especialidad y, además, el hombre no andaba desencaminado en lo que decía.

– ¿Y por qué no los ejecutamos? -gritó Clete a su público-. Os diré por qué. Porque nuestro tribunal supremo mima a los criminales y permite que sus apelaciones se eternicen. Bobby Ray Root asesinó a dos personas a sangre fría durante el robo en una licorería. Hace veintisiete años. Y todavía sigue en el corredor de la muerte, donde le sirven tres comidas al día y puede ver a su madre una vez al mes, sin fecha de ejecución a la vista. Willis Briley asesinó a su hijastra de cuatro años. -Se detuvo y señaló una foto de una niñita negra en lo alto del expositor-. Esa era ella, esa ricura del trajecito rosa. Ahora tendría treinta años. Su asesino, un hombre en el que confiaba, lleva veinticuatro años en el corredor de la muerte. Podría seguir así durante horas, pero creo que con esto está todo dicho. Ha llegado el momento de reorganizar este tribunal y demostrar a los que hayan cometido un asesinato, o a los que pudieran hacerlo, que en este estado nos tomamos en serio nuestro deber de hacer cumplir la ley.